Nos acercamos a la Cuaresma,
que este año comenzará el 10 de febrero.
El Señor espera, de toda la Iglesia, una gran conversión. Vivimos un tiempo de falta de fe e
indiferencia hacia las cosas de Dios. Es por tanto urgente pedir al Espíritu
Santo que nos conceda el don de
volvernos hacia Dios.
La oración es la solución principal: acudir a la Misericordia Divina para que el Infinito Amor de Dios
cambie los corazones de los hombres.
Sabemos que el Aviso
anunciado en Garabandal, que parece ya tan próximo, será precisamente una
efusión del Amor de Dios que hará que todos los hombres tengamos la posibilidad
de reconocer nuestros pecados y hacer un acto de fe explícita en Jesucristo,
Hijo del Dios Vivo.
El Papa Benedicto XVI
dice, en “Jesús de Nazareth” que las parábolas del Señor son como una preparación para el anuncio de la
Cruz. Poco a poco, Jesús va desvelando a sus discípulos su Misterio.
Hace unos días meditábamos nuevamente, en una de las
Lecturas del Evangelio, durante la Misa, la parábola del sembrador, según San Marcos.
“Llama la atención la importancia que adquiere la imagen de
la semilla en el conjunto del mensaje de Jesús. El tiempo de Jesús, el tiempo
de los discípulos, es el de la siembra y
de la semilla. El «Reino de Dios» está presente como una semilla. Vista
desde fuera, la semilla es algo muy
pequeño. A veces, ni se la ve. El grano de mostaza —imagen del Reino de
Dios— es el más pequeño de los granos y, sin embargo, contiene en sí un árbol
entero. La semilla es presencia del futuro. En ella está escondido lo que va a venir. Es promesa ya presente en el hoy.
El Domingo de Ramos, el Señor ha resumido las diversas parábolas sobre las
semillas y desvelado su pleno significado: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Él mismo es el
grano. Su «fracaso» en la cruz supone precisamente el camino que va de los
pocos a los muchos, a todos: «Y cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a
todos hacia mí» (Jn 12, 32)” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth I).
En las Lecturas del Domingo
IV del Tiempo Ordinario (que celebraremos mañana), aparece clara la
importancia de la Cruz (en la vida de Jeremías:
1ª Lectura; y desde el principio de la vida pública del Señor: Evangelio de San
Lucas en donde se relata cómo en Nazareth intentan quitar la vida al Señor).
Sólo muriendo a uno
mismo podemos dar fruto. Sólo siendo grano de trigo que se entierra podemos
resucitar con Cristo y vivir su Vida Nueva.
“El fracaso de los
profetas, su fracaso, aparece ahora bajo otra luz. Es precisamente el
camino para lograr «que se conviertan y
Dios los perdone». Es el modo de conseguir, por fin, que todos los ojos y
oídos se abran. En la cruz se descifran
las parábolas. En los sermones de despedida dice el Señor: «Os he hablado
de esto en comparaciones: viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones,
sino que os hablaré del Padre claramente» (Jn 16,25). Así, las parábolas hablan de manera escondida del misterio de la cruz;
no sólo hablan de él: ellas mismas forman parte de él. Pues precisamente porque
dejan traslucir el misterio divino de
Jesús, suscitan contradicción. Precisamente cuando alcanzan máxima
claridad, como en la parábola de los trabajadores homicidas de la viña (cf. Mc
12, 1-12), se transforman en estaciones
de la vía hacia la cruz. En las parábolas, Jesús no es sólo el sembrador
que siembra la semilla de la palabra de Dios, sino que es semilla que cae en la
tierra para morir y así poder dar fruto” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth I).
Especialmente significativa, en nuestro camino hacia la
conversión, es la parábola de la perla
preciosa. Es el relato de aquel mercader que vende todo lo que tiene para
adquirir esa perla de gran valor.
Romano Guardini,
en su libro “El Señor” (Tercera parte, capítulo 6) explica elocuentemente cómo,
mientras no descubramos el valor de las
cosas de Dios, no podremos desprendernos de todas las cosas de este mundo
que, aunque sean buenas, nos distraen de lo principal.
Jesús ha venido a
traer la Paz al mundo. Pero esa verdadera paz es consecuencia de una lucha incesante para desprenderse de todo lo
que nos aparta de Dios y para, cada vez más, purificar nuestro corazón de modo
que el Señor pueda llenarlo de su Amor.
Y, esa lucha, sólo podremos mantenerla si descubrimos el
infinito valor de la Perla Preciosa,
que es el Amor de Dios (del cual nos habla San Pablo en la 2ª Lectura de la
Misa de mañana).
“También se parece el reino de Dios a un comerciante que
buscaba perlas finas; al encontrar una perla de gran valor, fue a vender todo
lo que tenía y la compró» (Mt 13, 45–46)”.
“El comerciante tiene su negocio de compraventa, un negocio
que se rige por criterios de utilidad y legalidad y por el deseo de adquirir
nuevas ganancias, conservando las que ya se poseen. Entonces ve la joya y su extraordinario valor
desbarata todas sus reservas. Lo que tiene le parece ridículo, y lo vende
«todo» para comprar esa perla”. (Romano Guardini, El Señor).
“Así pues, el fruto de la lucha no es una simple disposición,
sino el descubrimiento de una realidad
más grande y la aparición de un valor más elevado que lo de antes, o sea, el
mundo. Y no más grande y elevado en sentido simplemente «cuantitativo», de
manera que lo nuevo suponga un peldaño más en la escala de valores que ya
dentro del mundo resulta incalculable, sino
lo más elevado de «todo». La conmoción que producen la «perla» y el
«tesoro» impregna todas las escalas de valores que existen dentro del mundo.
Afecta a la choza y al palacio, a la unión pasajera y al gran amor, al trabajo
penoso y a la labor creativa. El hecho de que brille el incalculable valor de lo «totalmente otro» y que se pueda
percibir la llamada gloriosa del Reino de Dios, eso es justamente el fruto de
la lucha” (Romano Guardini, El Señor).
Concluimos transcribiendo algunos párrafos de R. Guardini,
que redondean la explicación de la
importancia que tiene valorar la Perla Preciosa para la lucha cristiana y para
la conversión.
“No se puede pensar en Dios, como debe hacerlo el cristiano,
y a la vez dejarse absorber la mente y el corazón por la actividad profesional,
por la sociedad, por las preocupaciones y por los placeres. Primero se
distinguirá entre buenos y malos pensamientos, entre obras buenas y malas; pero
después se verá enseguida que esto no es
suficiente y que hay que limitar también las cosas buenas y bellas para
hacer sitio a Dios. No se puede practicar el amor en el sentido de Cristo y, al
mismo tiempo, tomar sin más como criterio lo que la sensibilidad natural
percibe como honra y deshonra, orgullo y reputación burguesa. Más bien, hay que reconocer qué irredenta, egoísta y
profundamente falsa es esa clase de sensibilidad.
¿Qué es lo que hace todo esto tan difícil? El hecho de que
nuestro corazón esté apegado a cosas y a personas, y que nos afirmemos en nosotros mismos. Eso, desde luego; pero no es
todo. Mucho más grave es que, en el fondo, no sabemos bien para qué hemos de
renunciar a nada. La razón quizá lo «sabe», lo ha oído, o lo ha leído; pero el
corazón lo ignora. El sentido íntimo no lo comprende, porque es extraño a la
raíz de la vida. Dar no es tan difícil;
sólo que tendré que saber para qué sirve. No para obtener una ventaja, sino
porque sólo puedo prescindir de un auténtico valor si se me presenta otro más
elevado. Pero tengo que apreciar esa
superioridad. Y si el valor consistiera simplemente en la generosidad de la
renuncia, yo tendría que sentir que la renuncia misma es gloriosa. ¡Por eso, precisamente, aparecen aquí las
palabras sobre el «tesoro» y la «perla»! Si tengo ante mí un montón de oro,
no me será difícil desprenderme de casa y aperos; pero tengo que verlo. Una vez que me presentan la perla, puedo
vender todo para comprarla; pero tiene que brillar realmente ante mí. Debo
renunciar a las cosas de la existencia por lo «otro»; pero las cosas y las
personas me afectan, me dominan; ¡Lo otro, por el contrario, lo siento como
algo irreal! ¿Cómo puedo renunciar a la grandiosidad del mundo por una sombra?
Se me dice que el Reino de Dios es algo precioso, pero yo no lo siento. ¿De qué
le sirve al comerciante que uno le diga: Es una perla maravillosa. Da por ella
todo lo que tienes? Es preciso que él la
vea. La desgracia es que no vemos el brillo de la perla, es decir, que no estamos interiormente convencidos del
valor de lo que viene de Cristo. ¿Cómo vamos a iniciar la lucha, si a un
lado están «los reinos del mundo con todo su esplendor» (Mt 4, 8) y al otro una
vaga fantasía?
Pues bien, ¿cómo podemos salir de ahí? Ante todo con las
palabras: «¡Creo, Señor, ayuda tú mi
falta de fe!» (Mc 9, 24). Algo ciertamente barruntamos sobre el valor de la
perla y del tesoro; por eso tenemos que dirigirnos al Señor de la gloria y
pedirle que nos lo muestre. Él puede
hacer que el valor infinito del Reino de Dios toque nuestro corazón y nos despierte
el deseo. Puede conseguir que el tesoro brille ante nosotros de modo que
quede claro qué es lo que tiene auténtico valor, él o las realidades del mundo.
Así, pues, tenemos que rezar.
Tendremos que estar continuamente reprimiendo la oscuridad, para que se disipe
y deje pasar la luz. Tendremos que suplicar a Dios que nos toque el corazón. En
todo lo que hacemos tiene que haber por dentro algo vivo y trascendente. Ésa es la oración que «nunca cesa» y que
siempre es escuchada” (Romano Guardini, El
Señor).