La principal “obra de misericordia” es la conversión del pecador. En el Evangelio que leíamos ayer, sobre
la curación del paralítico, Jesucristo primero
perdona los pecados de aquel hombre y luego lo cura de su parálisis.
El mayor bien que podemos hacer a una persona es ayudarla a convertirse, a salvar su
alma. Es verdad que, en nuestra fe cristiana, está unido el aspecto espiritual
y el corporal de la persona. Cristo se ha encarnado para dar valor divino a
todo lo humano. Pero no podemos olvidar que el bien espiritual (la salvación de las almas) tiene prioridad sobre el material.
Y el bien espiritual está unido a la lucha incesante contra el pecado, para que el Espíritu
Santo no encuentre obstáculos en nuestra alma que le impidan llenarnos de su
Amor y Misericordia.
Por eso, en este Año
de la Misericordia, lo primero es la
conversión personal, reconocernos pecadores, arrepentirnos, acogernos a la
Misericordia de Dios, precisamente porque mantenemos vivo el sentido del
pecado.
¿Cómo mantener vivo
el sentido del pecado en una sociedad secularizada, paganizada, que sólo
busca el bienestar material y que considera el “sentido de las culpas” como una
enfermedad psicológica y un trauma que hay que superar?
Lo primero es la
formación moral: el conocimiento de las Leyes de Dios (La Ley Natural, los
Diez Mandamientos, la Ley Nueva de la Caridad, de Cristo) y la formación de la
conciencia (para aplicar en el caso concreto los mandamientos de Dios). La
falta de formación moral es lo que ha diluido el sentido del pecado en nuestro
mundo.
Después, la práctica
constante del examen de conciencia y de la Confesión Sacramental. Si nos
examinamos diariamente y buscamos conocernos mejor, y conocer que somos
pecadores; y acudimos con frecuencia al Sacramento de la Penitencia para que el
sacerdote, en nombre de Cristo, borre nuestros pecados, mantendremos vivo el
sentido del pecado y el Espíritu Santo
irá obrando en nuestra alma la conversión a la que llamaba Jesús desde el
principio de su vida pública.
Para ilustrar todo esto, transcribimos algunos puntos del Catecismo de la Iglesia Católica y,
también, unos párrafos que escribió el Romano
Guardini en su libro más conocido: El
Señor.
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Del Catecismo de la
Iglesia Católica
386 La realidad
del pecado
El pecado está presente en la historia del hombre: sería
vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para
intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer
el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal
del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y
oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la
historia.
1488 A los ojos
de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores
consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo
entero.
1850 El pecado es
una ofensa a Dios: "Contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos
cometí" (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos
tiene y aparta de él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una
desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse "como
dioses", pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El
pecado es así "amor de sí hasta el desprecio de Dios" (S. Agustín,
civ. 1, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es
diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf
Flp 2, 6 - 9).
1855 El pecado
mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de
la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su
bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende
y la hiere.
1868 El pecado es
un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados
cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:
- participando directa y voluntariamente;
- ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
- no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene
obligación de hacerlo;
- protegiendo a los que hacen el mal.
2094 Se puede
pecar de diversas maneras contra el amor de Dios. La indiferencia olvida o
rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción preveniente
y niega su fuerza. La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina
y devolverle amor por amor. La tibieza es una vacilación o una negligencia en
responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento
de la caridad. La acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene
de Dios y a sentir horror por el bien divino. El odio de Dios tiene su origen
en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque
condena el pecado e inflige penas.
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De Romano Guardini,
El Señor, Tercera Parte, El Hijo del
Hombre.
Guardini comenta las siguientes palabras del Señor, en la parábola del Buen Pastor:
«Pues sí, os lo aseguro, yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de
mí eran ladrones y bandidos, pero las ovejas no les hicieron caso. Yo soy la puerta; el que entre por mí,
estará al seguro, podrá entrar y salir y encontrará pastos.
El ladrón no viene más que para robar, matar y perder. Yo he
venido para que vivan y estén llenos de vida. Yo soy el buen pastor. El buen pastor se desprende de su vida por
sus ovejas. El asalariado, como no es pastor ni las ovejas son suyas, cuando ve
venir al lobo, deja las ovejas y echa a correr. Y el lobo las arrebata y las
dispersa. Porque a un asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el buen pastor;
conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que mi Padre me conoce y
yo conozco a mi Padre; además, me desprendo de la vida por las ovejas» (Jn 10,7-15).
Explica que Jesús
conoce a sus ovejas (nosotros, los hombres) como Él conoce al Padre. Jesús
conoce a los hombres “desde las raíces mismas de la humanidad. Nadie está
dentro de la existencia humana como él. Nadie puede acercarse al hombre como él”.
Sólo Él es la Verdadera Puerta.
“Sólo Él es el acceso a lo auténtico de la existencia
humana. Por tanto, el que quiera acceder a ello, tendrá que pasar por Él. Y esto no es una metáfora, sino que es
exactamente así. La forma íntima de todo lo cristiano es el propio Jesús. Por
eso, el que quiere hablar a una persona para llegar allí donde se toman las
auténticas decisiones, tiene que pasar
por Cristo. Tendrá que purificar su
pensamiento, insertándolo en el pensamiento de Cristo. Tendrá que procurar
que su discurso sea verdadero, ajustándolo al de Cristo. Entonces pensará y
hablará correctamente, y el pensamiento llegará a donde debe. Tendrá que ajustar su intención a los
sentimientos de Cristo y dejar que en su voluntad actúe el amor de Cristo.
Es Cristo el que tiene que hablar, no su propio yo. A él es al que ha de
presentar, no a sí mismo. Entonces responderá el fondo esencial del alma, que
«conoce» a Cristo y «escucha» su voz”.
“Y para que la imagen de la puerta conserve todo su vigor,
dice Jesús: «Todos los que han venido
antes de mí eran ladrones y bandidos, pero las ovejas no les hicieron caso»
(Jn 10,8). Estas palabras son tremendas. ¡Todos, menos él, han sido ladrones y
bandidos! Jesús no reconoce nada. Sabiduría, bondad, inteligencia, pedagogía y
misericordia humanas: todo queda desechado. Aquí se trata evidentemente de algo definitivo, que no tolera confusión
alguna con lo humano, ni siquiera con lo más noble. Comparado con lo que
hace Cristo cuando viene al hombre, el modo en que el hombre se acerca al otro
es rapiña, violencia, asesinato. ¡Qué revelación del hombre se da en ese
momento en que Cristo dice cómo él es redentor! Bueno será no perder el tiempo
preguntándonos si también se refiere a Abrahán, a Moisés, a los profetas...
¡«Todos»!, dice el texto... Por tanto, tú prescinde de los otros, mírate a ti
mismo. ¡Acoge el mensaje de Dios sobre
lo que tú eres cuando te acercas a tu prójimo!”.
“Pero, ¿si me acerco al otro con buena disposición y le
llevo la verdad? En lo más profundo, dice el Señor, no quieres la verdad, ¡sino el dominio sobre él!... Y, ¿si quiero
educar al prójimo? ¡Tú mismo quieres afirmarte cuando dices al otro cómo debe
ser y comportarse! Pero, ¡si yo amo al prójimo y quiero hacerle el bien! ¡Lo que quieres, en realidad, es complacerte
a ti mismo!... ¿Nos molestan las palabras «ladrón, bandido, asesino»?
¿Cuánto habrá que profundizar entonces en lo humano, hasta que aparezca la
ambición, la violencia, el instinto criminal? Todo eso anida también en el
sabio que enseña la sabiduría, en el predicador que exhorta a la piedad, en el
educador que forma, en el superior que manda, en el legislador que hace la ley,
y en el juez que la aplica: ¡en todos! Sólo
uno está radicalmente libre de eso. Sólo uno habla desde la pura verdad, desde
el auténtico amor, desde la plena donación: Cristo. ¡Sólo él!”.
* Este texto esclarecedor nos ayudará a comprender, un poco
más, la profundidad del misterio del pecado en todos los hombres, en cada uno
de nosotros, que no podemos subestimar. Sólo
así, el Año de la Misericordia, será un Año de Gracia y de Verdad, delante de
Dios. En la medida en que nos acerquemos a Cristo (en la Eucaristía, en el Sacramento de la Penitencia, en la Oración, en la devoción y el amor a Nuestra Señora, en el amor verdadero a cada uno de nuestros hermanos...), tendremos más Luz para reconocernos pecadores y necesitados de conversión.
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