El 15 de agosto de 1998, Solemnidad de
la Asunción de Nuestra Señora, Marga, la vidente española sobre la cual nos
hemos referido con frecuencia en este blog, recibió un mensaje de la Virgen
que decía lo siguiente.
Mensaje del 15 de agosto de 1998
“Elevad vuestro espíritu del suelo, elevad
vuestros ojos al Cielo y ascended conmigo al Paraíso. Ansiad vuestro
sitio en él. Ocupadlo conmigo. Os espera.
Habrá quienes sigan retozando aquí, habrá
quienes no quieran subir, quienes no os oigan. Olvidadlos, no hay tiempo.
Abandonadlos a la Misericordia de Dios.
Entrad en el Arca (en Mi Corazón). Salvaos.
Salvad. Dad la mano, alzad al vulgo.
Pequeños niños, ¡tan ciegos! No desoigáis
mis súplicas. Se condenan, se condenan. No pequéis. No sigáis pecando.
Abandonad ese camino no hecho para vosotros. Sois Templos. Sois Tabernáculos. Sois
Morada de Dios Trino.
El mundo... ¡Cómo va la gente hacia su
condenación! El mundo es un inmenso erial. Es cual pocilga inmunda. No podéis
verlo...
¡Niños, niños! ¿Qué hacéis? ¿Qué hacéis
con vuestra alma? ¿Qué hacéis con vuestra salvación?”.
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Se trata de un mensaje corto pero muy
denso. La Virgen nos anima a poner nuestra mirada en lo alto, en las cosas
de Dios y, concretamente, en el sitio que tenemos preparado ahí, en Dios.
Y nos aconseja que, para alcanzar esa meta,
nos metamos en el Arca, es decir, en su Corazón Inmaculado.
Con insistencia nos advierte que hay muchos
que van por mal camino, hacia su condenación. Aunque no lo veamos tan
claramente, en la actualidad, se entabla un fuerte combate entre el bien y
el mal. Es una lucha que tiene lugar fundamentalmente en las almas, de modo
individual.
El mundo es un inmenso erial y María nos
pide que contagiemos a los demás los deseos, las ansias, de poner nuestra mirada
en el Cielo, donde está Ella Esperándonos.
El 15 de agosto de 2003 Marga volvía a
recibir un mensaje corto pero sustancioso de la Virgen.
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Mensaje del 15 de agosto de 2003
“Mis manos permanecen siempre firmes sobre
vosotros, mi bendición jamás os será retirada. Siempre contaréis con mi ayuda,
siempre, ¡siempre! Ninguno se sienta huérfano. Sois los hijos predilectos del
Rey. ¡Oh! ¡Qué mal han entendido algunos esa predilección!
Mirad, hijos, os llamo ahora, urgentemente,
porque se está llevando a cabo una masacre ¡una masacre en mis filas! Y
yo tengo el rostro serio y grave. Una masacre. ¡Miradles! Todos vuestros
hermanos muriendo, muriendo y muriendo...
Hay muchas muertes en el campo de
batalla. Aunque todo esté aparentemente tranquilo. Aunque vosotros aquí
estéis como en un remanso de paz, allá, en el campo de batalla, muchos
de los míos están pereciendo a manos de sus enemigos. ¡Sí! ¡Los míos! Hija, se
diezma mi Ejército.
El estandarte de vuestra salvación es la
Eucaristía. Aquel que porte la Eucaristía, que sea
persona eucarística, hará retroceder a las hordas del Maligno.
Sed Eucaristía. Yo también era Eucaristía.
Imitadme.
Nota (1) La Virgen se me aparece como una gran
Mujer que viene del Campo de Batalla de atender a los suyos. Está
cansada. Ha hecho una parada para venir a contarme esto. Es como si nosotros
estuviéramos ajenos a una gran guerra que está ocurriendo a nuestro
alrededor. Como si estuviéramos en un remanso de paz, y afuera todo es
violencia. La Virgen viene a decírnoslo. Y a requerir nuestra ayuda. Allá
afuera se necesita gente. El ejército del mal va diezmando la población.
Oigo aves, gritos, ruido de cruel matanza. Puedo sentir cómo están matando a
los nuestros. La Virgen ha entrado y se ha apoyado descansando, aunque sigue de
pie. Estoy en una tienda de campaña y la tela que hace de puerta se ha corrido
y puedo ver un poco de la batalla. La Virgen no está radiante sino que está
cansada, y sus ropas no rotas pero sí como de alguien que viene de trabajar y
moverse mucho. Tengo que salir de la tienda pues me están llamando con
premura. Entonces veo como un caballo sin jinete que me está esperando.
Subo y cojo un estandarte ante el cual, los enemigos se abajan hasta el
suelo, inclinan la cabeza. El estandarte es la Eucaristía.
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Relacionadas con estos dos mensajes de la
Virgen, están unas palabras que dirigía el Papa Benedicto XVI el 15
de agosto de 2007, hace ocho años, en Castelgandolfo (las negritas son
nuestras):
Queridos hermanos y hermanas:
En su gran obra «La ciudad de Dios», san
Agustín dice en una ocasión que toda la historia humana, la historia del
mundo, es una lucha entre dos amores: el amor de Dios hasta la pérdida
de sí mismo, hasta la entrega de sí mismo, y el amor de sí mismo hasta el
desprecio de Dios, hasta el odio de los demás. Esta misma interpretación de
la historia, como lucha entre dos amores, entre el amor y el egoísmo,
aparece también en la lectura tomada del Apocalipsis, que acabamos de escuchar.
Aquí, estos dos amores, aparecen en dos grandes figuras. Ante todo, está
el dragón rojo, fortísimo, con una manifestación impresionante e inquietante de
poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la violencia.
En el momento en el que san Juan escribió
el Apocalipsis, para él este dragón se materializaba en el poder de los
emperadores romanos anticristianos, desde Nerón hasta Domiciano. Este poder
parecía ilimitado; el poder militar, político, propagandístico del imperio
romano era tal que ante él la Iglesia daba la impresión de ser una mujer
indefensa, sin posibilidad de supervivencia, y mucho menos de vencer. ¿Quién
podía oponerse a este poder omnipresente, que parecía capaz de todo? Y, sin
embargo, sabemos que al final venció la mujer indefensa, no venció el
egoísmo ni el odio; venció el amor de Dios y el imperio romano se abrió a la fe
cristiana.
Las palabras de la Sagrada Escritura trascienden
siempre el momento histórico. De este modo, este dragón no sólo hace
referencia al poder anticristiano de los perseguidores de la Iglesia de aquel
tiempo, sino a las dictaduras materialistas anticristianas de todos los
períodos. Vemos cómo se materializa de nuevo este poder, esta fuerza del dragón
rojo, en las grandes dictadoras del siglo pasado: la dictadura del nazismo y la
dictadura de Stalin tenían todo el poder, penetraban todos los rincones.
Parecía imposible que, a largo plazo, la fe pudiera sobrevivir ante este dragón
tan fuerte, que quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, la Iglesia.
Pero, en realidad, también en este caso al final el amor fue más fuerte que el
odio.
También hoy existe el dragón, de maneras nuevas, diferentes. Existe en la forma de las
ideologías materialistas que nos dicen: es absurdo pensar en Dios; es absurdo
cumplir con los mandamientos de Dios; es algo del pasado. Lo único que vale la
pena es vivir la vida. Sacar de este breve momento de la vida todo lo que se
puede vivir. Sólo vale el consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la
vida. Así tenemos que vivir. Y de nuevo parece absurdo, imposible, oponerse a
esta mentalidad dominante, con toda su fuerza mediática, propagandística. Hoy parece
imposible seguir pensando en un Dios que ha creado al hombre y que se ha hecho
niño y que sería el auténtico dominador del mundo. También ahora este
dragón parece invencible, pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es
más fuerte que el dragón, que quien vence es el amor y no el egoísmo.
Tras considerar las diferentes
configuraciones históricas del dragón, veamos ahora la otra imagen: la mujer
vestida de sol con la luna bajo sus pies, rodeada de doce estrellas. Esta
imagen también es multidimensional.
Un primer significado, sin duda, es la
Virgen, María vestida de sol, es decir de Dios; María, que vive totalmente
en Dios, rodeada y penetrada por la luz de Dios. Circunda de doce estrellas, es
decir, de las doce tribus de Israel, de todo el Pueblo de Dios, de toda la
comunión de los santos y, a sus pies, la luna, imagen de la muerte y de la
mortalidad. María ha dejado tras de sí la muerte; está totalmente vestida de
vida, ha sido elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios y de este modo, en
la gloria, tras haber superado la muerte, nos dice: «Ánimo, ¡al final vence
el amor!. Mi vida consistía en decir: “Soy la sierva de Dios”. Mi vida era
entrega de mí misma por Dios y por el prójimo. Y esta vida de servicio ahora
llega en la auténtica vida. Tened confianza, tened el valor de vivir así
también vosotros, contra todas las amenazas del dragón». Este es el primer
significado de la mujer que María ha llegado a ser. La «mujer vestida de sol»
es el gran signo de la victoria del amor, de la victoria del bien, de la
victoria de Dios. Gran signo de consuelo.
Pero, además, esta mujer que sufre,
que tiene que huir, que da a luz con un grito de dolor, es también la
Iglesia, la Iglesia peregrina de todos los tiempos. En todas las
generaciones tiene que volver a dar a luz a Cristo, llevarle al mundo con gran
dolor en este mundo que sufre. En todos los tiempos es perseguida, vive casi en
el desierto perseguida por el dragón. Pero, en todos los tiempos, la Iglesia,
el Pueblo de Dios, vive también de la luz de Dios y es alimentada, como
dice el Evangelio, por Dios, alimentado con el pan de la santa Eucaristía.
De este modo, en toda tribulación, en todas las diferentes situaciones de la
Iglesia a través de los tiempos, en las diferentes partes del mundo, vence
sufriendo. Y es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las
ideologías del odio y del egoísmo.
También hoy vemos ciertamente que el
dragón quiere devorar al Dios hecho niño. No tengáis miedo por este Dios
aparentemente débil. La lucha ya ha sido superada. También hoy este Dios débil
es fuerte: es la verdadera fuerza. Y de este modo, la fiesta de la Asunción,
es una invitación a tener confianza en Dios y a imitar a María en lo que ella
misma dijo: «Soy la sierva del Señor, me pongo a disposición del Señor».
Esta es la lección: seguir su camino, dar nuestra vida y no tomar la vida.
Precisamente de este modo nos ponemos en el camino del amor que significa
perderse, pero un perderse que en realidad es el único camino para encontrarse
verdaderamente, para encontrar la auténtica vida.
Contemplemos a María, subida al cielo. Dejémonos alentar en la fe y en la fiesta de la alegría:
Dios vence. La fe, aparentemente débil, es la verdadera fuerza del mundo. El
amor es más fuerte que el odio. Y digamos con Isabel: «Bendita tú eres entre la
mujeres». «Te imploramos con toda la Iglesia: santa María, ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».
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