La Resurrección del Señor, que
celebraremos esta noche en la Vigilia Pascual, nos recuerda que Cristo es el
primero de los resucitados, y que nosotros también resucitaremos, porque
Él nos ha abierto las puertas de la Vida Nueva.
Nuestra resurrección tendrá lugar cuando
vuelva el Señor ─afirma el Catecismo de la Iglesia Católica─: “¿Cuándo? Sin
duda en el "último día" (Jn 6, 39 - 40. 44. 54; Jn 11, 24);
"al fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos
está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: "El Señor mismo,
a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del
cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" (1Ts 4,
16)” (CEC, n. 1001).
A propósito de la Resurrección del Señor
y de su Segunda Venida, nos parece oportuno recordar algunos principios
fundamentales sobre el valor de las revelaciones privadas, como las que
recibieron las videntes de Garabandal entre los años 1961 y 1965.
En primer lugar, hay que tener presente lo
que afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “aunque la Revelación
esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe
cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los
siglos” (CEC, n. 66). En este sentido, la función de las revelaciones privadas “no
es la de "mejorar" o "completar" la Revelación definitiva
de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de
la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los
fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas
revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la
Iglesia” (CEC, n. 67).
San Juan de la Cruz expresa admirablemente esta verdad: "Porque en darnos, como
nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos
lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra... Porque lo que hablaba antes
en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es
su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna
visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios,
no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad"
(Subida del Monte Carmelo, 2, 22).
Es una llamada para evitar la curiosidad o
el afán de novedades que fácilmente se nos puede meter, si no estamos
vigilantes.
También es interesante tener en cuenta lo
que dice Benedicto XVI en la Exhortación Apostólica Verbum Domini
(30-IX-2010) acerca de las revelaciones privadas las negritas son nuestras): “El
valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la
única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a
través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viva de la
Iglesia, Dios mismo nos habla. El criterio de verdad de una revelación privada
es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él,
entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el
Evangelio y no hacia fuera. La revelación privada es una ayuda para esta fe,
y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación
pública. Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica
esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas
costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su
asentimiento de forma prudente. Una revelación privada puede introducir
nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las antiguas.
Puede tener un cierto carácter profético (cf. 1Ts 5, 19-21) y prestar una
ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el presente; de ahí
que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero que no es
obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe,
esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación” (VD,
n. 14).
Específicamente, respecto al discurso
escatológico que Jesús pronunció durante su última semana de vida, en
Jerusalén, en el que anuncia el fin del mundo, el retorno del Hijo del Hombre y
el Juicio universal, el papa Benedicto XVI dice lo siguiente, relacionándolo
con las revelaciones privadas (la cita es larga y densa, pero vale la
pena leerla despacio; las negritas son nuestras):
“Llama la atención que este texto esté en
gran parte entretejido con palabras del Antiguo Testamento, en particular
del Libro de Daniel, pero también de Ezequiel, de Isaías y de otros pasajes de
la Escritura. Estos textos están a su vez relacionados entre sí: en situaciones
difíciles, las imágenes antiguas son reinterpretadas y desarrolladas
ulteriormente; dentro del mismo Libro de Daniel puede observarse un proceso
de este estilo, de re-lectura de las mismas palabras en la progresión de la
historia. Jesús se adentra en esta forma de «relecture» y, basándose en ello,
se puede entender también que la comunidad de los fieles –como hemos ya
señalado brevemente– leyera a su vez las palabras de Jesús actualizándolas
según las propias situaciones nuevas, conservando naturalmente el mensaje de
fondo. Sin embargo, el hecho de que Jesús no hable de las cosas futuras con
palabras propias, sino que se refiera a ellas de manera nueva con antiguas
palabras proféticas, tiene un sentido más profundo.
Pero primero debemos prestar atención a lo
que hay de novedad: el futuro Hijo del hombre, del que había hablado Daniel sin
poderle dar un perfil personal (cf. Dn 7, 13s), se identifica ahora con el Hijo
del hombre que está hablándoles en el presente a los discípulos. Las palabras
apocalípticas de antaño adquieren un carácter personalista: en su centro
entra la persona misma de Jesús, que une íntimamente el presente vivido con el
futuro misterioso. El verdadero «acontecimiento» es la persona que, a pesar del
transcurso del tiempo, sigue estando realmente presente. En esta persona el
porvenir está ahora aquí. El futuro, a fin de cuentas, no nos pondrá en una
situación distinta de la que ya se ha creado en el encuentro con Jesús.
Así, al centrar las imágenes cósmicas en
una persona, en una persona actualmente presente y conocida, el contexto
cósmico se convierte en algo secundario, y también la cuestión cronológica
pierde importancia: en el desarrollo de las cosas físicamente mensurables,
la persona «es», tiene su «tiempo» propio, «permanece».
Esta relativización de lo cósmico, o mejor,
su concentración en lo personal, se muestra con especial claridad en la
palabra final de la parte apocalíptica: «El cielo y la tierra pasarán, mis
palabras no pasarán» (Mc 13, 31). La palabra, casi nada en
comparación con el enorme poder del inmenso cosmos material, un soplo del
momento en la magnitud silenciosa del universo, es más real y más duradera
que todo el mundo material. Es la realidad verdadera y fiable, el terreno
sólido sobre el que podemos apoyarnos y que resiste incluso al oscurecerse del
sol y al derrumbe del firmamento. Los elementos cósmicos pasan; la palabra de
Jesús es el verdadero «firmamento» bajo el cual el hombre puede estar y
permanecer.
Esta concentración personalista, más
aún, esta transformación de las visiones apocalípticas, que se corresponde sin
embargo con la orientación interior de las imágenes veterotestamentarias,
es la verdadera especificidad en las palabras de Jesús sobre el fin del mundo: esto
es lo que cuenta en este asunto.
Con esto podemos comprender también por qué
Jesús no describe el fin del mundo, sino que lo anuncia con palabras ya
existentes del Antiguo Testamento. El hablar del futuro con palabras del pasado
pone este discurso a resguardo de cualquier vinculación cronológica. No
se trata de una nueva formulación de la descripción del porvenir, como sería de
esperar de los adivinos, sino de insertar la visión del futuro en la Palabra de
Dios, que ya se nos ha dado, y cuya estabilidad por un lado, y sus
potencialidades abiertas por otro, resultan de este modo evidentes. Queda claro
que la Palabra de Dios de entonces ilumina el futuro en su significado
esencial. No ofrece, sin embargo, una descripción del futuro, sino que
nos muestra solamente el camino recto para ahora y para el mañana.
Las palabras apocalípticas de Jesús nada
tienen que ver con la adivinación. Quieren precisamente apartarnos de la
curiosidad superficial por las cosas visibles (cf. Lc 17, 20) y llevarnos a
lo esencial: a la vida que tiene su fundamento en la Palabra de Dios que
Jesús nos ha dado; al encuentro con Él, la Palabra viva; a la responsabilidad
ante el Juez de vivos y muertos” (Jesús de Nazaret II, 3, 2).
Todo esto que afirma el papa Benedicto XVI,
nos parece que no descalifica a quienes, tomando pie de la Sagrada Escritura,
las revelaciones privadas e incluso de la ciencia de la astronomía sagrada
(como hace por ejemplo, con mucha seriedad, Antonio Yagüe en sus escritos y videos; ver su canal deYouTube), procuran desvelar los tiempos y circunstancias de los sucesos
relacionados con la Parusía del Señor.
Sin embargo, las palabras del papa sí nos
ponen en guardia para evitar la curiosidad superficial, y nos animan a
vivir “muy en presente” buscando siempre lo primero: seguir a Jesús muy
de cerca con nuestra oración y nuestro sacrificio, nuestra vida de fe, y nuestra
participación en su Vida a través de los Sacramentos, especialmente de la
Sagrada Eucaristía. Y todo esto, con la imprescindible ayuda de Nuestra
Señora, que es nuestra Madre y está cerca de cada uno para protegernos con
solicitud maternal.
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