El Evangelio
del Cuarto Domingo de Cuaresma (Ciclo B) recoge unas palabras que Jesús
dirigió a Nicodemo, en Jerusalén, durante la Primera Pascua de su Vida pública
(cfr. Jn 3, 14-21).
Son las
siguientes: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene
que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga
vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que
no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque
Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se
salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está
juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio
consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la
tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra
perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por
sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para
que se vea que sus obras están hechas según Dios».
En 2012, Benedicto
XVI comenta este texto en el Ángelus del 18 de marzo. Previamente,
nos recordaba que la Cuaresma es un tiempo para escuchar más la voz de Dios y
para desenmascarar las tentaciones que hablan dentro de nosotros. Estas dos
tareas son esenciales para la conversión.
Jesús nos
indica cómo podemos escuchar su voz y tener claridad dentro del alma:
mirando a la Cruz, que se vislumbra en el horizonte de la Cuaresma. La Cruz de
Cristo es “fuerza para la debilidad, gloria para el oprobio, vida para la
muerte” (San León Magno).
La Cruz de
Cristo es el culmen de la misión del Señor y la
cumbre del amor que nos da la salvación.
En el capítulo 12
de su Evangelio, san Juan recoge las palabras que el Señor dirigió a unos
griegos que querían verle: “Ha
llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre (…). Ahora es el
juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levantado de la
tierra, atraeré a todos hacia mí. Decía esto para significar de qué
muerte iba a morir” (Jn 12, 23.31-33).
Por
lo tanto, para convertirse, hay que mirar a Cristo en la Cruz: “Mirarán
al que traspasaron” (Zac 12, 10). Hay que mirarle despacio y pedirle que
sepamos escuchar su voz y recibir su luz para conocernos y para conocerle (“gnoverim
me gnoverim te”: “que me conozca y
que te conozca”, dice San Agustín).
Este
es el contenido de la conversión que buscamos en la Cuaresma, fruto de
una fe más viva y de un arrepentimiento más profundo y sincero.
Haremos
lo mismo que hicieron los israelitas en el desierto cuando, por sus pecados,
fueron atacados por serpientes venenosas y muchos murieron; entonces
Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera en un
estandarte: si alguien era mordido por las serpientes, al mirar a la serpiente
de bronce quedaba curado (cfr. Num 21, 4-9).
“También
Jesús será levantado sobre la cruz, para que todo el que se encuentre en
peligro de muerte a causa del pecado, dirigiéndose con fe a él, que murió por
nosotros, sea salvado. "Porque Dios –escribe san Juan– no envió a su Hijo
al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él"
(Jn 3, 17)” (Benedicto XVI, Ángelus, 18-III-2012).
Jesús es Médico Divino. Viene a curar las llagas de nuestros pecados.
Pero, antes, hemos de reconocer que estamos enfermos: confesar nuestros
pecados, como lo hizo el hijo pródigo cuando se dio cuenta de que vivía alejado
de la verdad y se decide volver a la casa de su padre: “Padre mío, he pecado
contra el cielo y contra ti” (Lc 15, 21). «Alguno
podrá decir: ¡pero es muy costoso admitir los propios pecados, y confesarlos!
Sí, pero del reconocimiento de la enfermedad procede la curación» (Tertuliano, De poenitentia, VIII, 4-X).
“A veces el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está apegado
a sus pecados. Sin embargo, la verdadera paz y la verdadera alegría sólo se
encuentran abriéndose a la luz y confesando con sinceridad las propias culpas a
Dios. Es importante, por tanto, acercarse con frecuencia al sacramento de la
Penitencia, especialmente en Cuaresma, para recibir el perdón del Señor e
intensificar nuestro camino de conversión” (Benedicto XVI, Ángelus,
18-III-2012).
El sacramento de
la reconciliación es la fuente del perdón; el sacramento de la alegría; paz
para nuestras almas; aire fresco, agua clara. Es el abrazo del Padre bueno que
nos esperaba desde largo tiempo atrás y que nos cubre de besos cuando nos ve
llegar desde lejos. Es colirio, es la vestidura blanca, es la piedrecita
blanca, el lucero matutino. La Confesión es una de las huellas que dejó
Jesucristo en la tierra. ¿Cómo no amar y agradecer profundamente este Don del
Dios de la Misericordia?
«Al parecer, la
incomodidad de los hombres de hoy radica en la humillación que experimenta
al mostrar al vivo su propia suciedad aunque tan solo sea al confesor en el
sacramento. Es humillante, sin duda. Pero solo hasta cierto punto, y además es
justo que así sea. La confesión vocal de los pecados viene a ser ya un acto
de penitencia con el que comienza la reparación. Ir al sacerdote, agachar
la cabeza, comerse el orgullo y el amor propio y acusarse de los pecados uno a
uno, esa es la expresión de la sinceridad y autenticidad del aborrecimiento del
pecado» (F. Suárez, La paz os dejo,
p. 160-1).
San Juan Pablo II
describe muy bien la soledad del pecador delante de Dios: «Ante todo
—dice el Papa—, hay que afirmar que nada es más personal e íntimo que este
Sacramento en el que el pecador se encuentra ante Dios solo con su culpa, su
arrepentimiento y su confianza. Nadie puede arrepentirse en su lugar ni puede
pedir perdón en su nombre. Hay una cierta soledad del pecador en su culpa, que
se puede ver dramáticamente representada en Caín, con el pecado “como fiera
acurrucada a su puerta”, como dice tan expresivamente el Libro del Génesis, y con aquel signo particular de maldición,
marcado en su frente; o en David, cuando toma conciencia de la condición a la
que se ha reducido por el alejamiento del padre y decide volver a él: todo
tiene lugar solamente entre el hombre y Dios» (Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, n.31).
Recordemos, por
último, la oración de san Juan Pablo II delante de la Virgen de Guadalupe en su
primer viaje a México: «Esperanza nuestra —le decía—, míranos con compasión,
enséñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos a levantarnos, a
volver a Él, mediante la confesión de nuestras culpas y pecados en el
Sacramento de la Penitencia, que trae sosiego al alma. Te suplicamos que nos
concedas un amor muy grande a todos los santos Sacramentos que son como las
huellas que tu Hijo nos dejó en la tierra» (Juan Pablo II, Oración a la Virgen de Guadalupe, 1979).
No hay comentarios:
Publicar un comentario