En este último domingo antes de comenzar la
Cuaresma (Domingo VI del Tiempo Ordinario), en la 1ª Lectura y en el
Evangelio, contemplamos el tema de “la lepra”, una enfermedad que
representa muy bien la fealdad del pecado.
La lepra es una enfermedad contagiosa. Por
eso, Yahvé, en el Libro del Levítico, había determinado una serie de medidas para
evitar el contagio a otros miembros de la comunidad. Además, era común
atribuir la lepra a un castigo divino por algún pecado grave cometido.
Era el caso de María, hermana de Aarón
y Moisés, y de Job, que padecieron la enfermedad de la lepra durante un
tiempo.
Todo esto llevaba, en la práctica, a rehuir
a los leprosos, que estaban obligados a comportarse de tal manera que su
extravagancia alertaba a todos a alejarse de ellos, como sucedía con los
judíos en la Edad Media, con el sambenito que tenían que llevar, para así
mostrar su condición de pueblo discriminado.
Llama la atención que los leprosos tuvieran
la valentía (no tenían más remedio que hacerlo) de mostrarse a los demás como personas
impuras, sin disimular lo más mínimo su condición. Tenían que ir vestidos
con harapos, con el pelo despeinado, gritando que eran leprosos.
En nuestra época, las enfermedades del
alma se suelen disimular, de modo que podemos encontrarnos con personas
que, al exterior, son amables, educadas, y sonrientes, pero que tienen el
alma podrida de egoísmo, sensualidad y falta de rectitud.
También hay hombres y mujeres que, pueden
tener graves enfermedades del alma y difundir errores que hacen daño a
otros, pero que, por ignorancia (vencible o invencible) no se dan plenamente
cuenta de sus males, y no buscan remediarlos.
Hace poco veía un vídeo en inglés, que
trata del gran mal que produjo en la Iglesia la herejía protestante.
> Ver Fighting THE Heresy
Ahora, que tenemos
todos la inclinación de tratar de comprender a nuestros hermanos separados y
buscar la unidad, a través del ecumenismo, no está de más dejar claro el
gran daño que produjo Lutero a muchas almas, en el siglo XVI, y las
consecuencias nefastas de sus errores, que ahora padecemos (liberalismo,
individualismo, hedonismo, revolución sexual, doctrinas contra la vida, la
familia, el matrimonio, etc.).
Por supuesto, no
está mal tratar a todos los que están equivocados con mucha caridad, pero sin minimizar
el error y el pecado; sin construir, en definitiva, sobre la mentira.
Por eso, ahora que
estamos a punto de comenzar la Cuaresma, es muy sano reflexionar sobre el
pecado, como “agente más patógeno de la sociedad” que es; para desenmascararlo
en nuestra propia vida y ayudar a los demás a que también lo descubran
en la suya.
La Cuaresma es un Tiempo
Litúrgico que nos invita al “examen de conciencia”, al conocimiento
propio.
En el templo de Apolo en Delfos, campeaba
la famosa inscripción, máxima de toda la sabiduría de la antigüedad: “Conócete
a ti mismo”. Es la enseñanza principal de Sócrates. Sobre todo: “conoce
lo que pasa en tu corazón”, qué tan rectos son tus pensamientos y deseos.
Es necesario saber lo que pasa en nuestro interior para poner orden. Pero también es necesario saber lo que pasa en
nuestro exterior. Al individuar y analizar nuestras acciones, podemos descubrir
los impulsos interiores que las han motivado, y así conocer la
profundidad de nuestra conciencia, quiénes en verdad somos cada uno.
Somos más mediocres de lo que pensábamos.
Perdemos infinidad de tiempo en tonterías. Los motivos de nuestros actos no son
demasiado elevados. La vanidad y la soberbia tienen su parte en tantos
enfados y rencores. Somos bastante perezosos y nos excusamos con una
sorprendente facilidad. Hacemos muchas menos cosas de las que nos gustaría y
algunas las hacemos de un modo chapucero. Dedicamos un tiempo excesivo –casi
enfermizo– a darnos vueltas a nosotros mismos. Perdemos demasiado el
tiempo en proyectos irrealizables, en recreaciones del pasado, en ensoñaciones
del futuro. Conocer nuestros defectos es la mejor base y el mejor aliciente
para mejorar (cfr. Juan Luis Lorda, Humanismo II. Tareas del espíritu,
Rialp, Madrid 2010, pp. 37-38).
La persona madura puede explicar las
razones de su conducta, que tiene una lógica, pues está dirigida por el
entendimiento y la voluntad, que dominan en su espacio interior. Esto no sucede
con los niños y los locos.
El conocerse mejor a sí mismo, no
sólo trae beneficios para cada uno. También, nos ayuda a estar en mejores
condiciones para conocer a los demás y hacernos “expertos en humanidad”.
Nos proporciona una rica experiencia de qué es el hombre. En el fondo, todas
las personas somos muy parecidas.
El examen sincero de nuestra vida es el
mejor camino para convertirnos y ser “cooperadores de la Verdad”. “La
conversión es el verdadero realismo; ella nos capacita para un trabajo
realmente común y humano. Me parece que hay aquí materia suficiente para un
examen de conciencia. “Convertirse” quiere decir: no buscar el éxito, no correr
tras el prestigio y la propia posición. “Conversión” significa: renunciar a
construir la propia imagen, no esforzarse por hacer de sí mismo un
monumento, que acaba siendo con frecuencia un falso Dios. “Convertirse” quiere
decir: aceptar los sufrimientos de la verdad. La conversión exige que
la verdad, la fe y el amor lleguen a ser más importantes que nuestra vida
biológica, que el bienestar, el éxito, el prestigio y la tranquilidad de
nuestra existencia; y esto no solamente de una manera abstracta, sino en la
realidad cotidiana y en las cosas más insignificantes. De hecho, el éxito, el
prestigio, la tranquilidad y la comodidad son los falsos dioses que más impiden
la verdad y el verdadero progreso en la vida personal y social. Cuando
aceptamos esta primacía de la verdad, seguimos al Señor, cargamos con nuestra
cruz y participamos en la cultura del amor, que es la cultura de la cruz» (J.
Ratzinger, El Camino Pascual, pp. 27-28).
Hablado de la dificultad del propio
conocimiento, decía la escritora rusa Tatiana Goricheva: «Conozco cuatro
Tatianas: una, la que conocen todos. Otra que conocen sus amigos. Otra que
conoce la misma Tatiana. Y otra, la que conoce Dios».
Lo importante del examen de conciencia es escuchar
esa voz interior -la voz de Dios- que nos dice cómo nos ve Él: tendremos
con ello el conocimiento más aproximado de nosotros mismos.
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