En esta semana hemos celebrado
don Solemnidades de Nuestra Madre: la Inmaculada Concepción de María (8
de diciembre) y Nuestra Señora de Guadalupe (12 de diciembre). Hoy es sábado, día de la
Virgen, y estamos en Adviento, un Tiempo eminentemente mariano.
A la espera de la Venida del
Señor, acudimos a María, para que nos enseñe a prepararla como Ella lo hizo
y lo sigue haciendo: con su humildad, su recogimiento, su escucha de la
Palabra, su lucha decidida y permanente contra el pecado, su delicadeza de amor
y su pureza de alma.
María está siempre muy cercana
a cada uno, como se puede ver en sus palabras dirigidas a Juan Diego, el 9 de
diciembre de 1531, en el Cerro del Tepeyac: «Yo soy la Siempre Virgen María,
Madre del verdadero Dios, y mi deseo es que se me levante un templo en este
sitio, donde como Madre piadosa tuya y de tus semejantes, mostraré mi
clemencia amorosa y la compasión que tengo de los naturales y de aquellos que
me aman y me buscan, y de todos los que solicitaren mi amparo y me llamaren en
sus trabajos y aflicciones, y dónde oiré sus lágrimas y ruegos para darles
consuelo y alivio» (relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, según
el Nican Mopohua).
María nos puede enseñar cómo
esperar a Cristo en este Adviento. Ella es como un “cáliz de deseos”.
Así la llamaban los Padres de la Iglesia. Orar no es más que transformarse en “deseo
inflamado del Señor”. En María la vida se hace oración y la oración vida.
La esperanza cristiana se
expresa en nuestros deseos de Bien, de Santidad, de Verdad y de Amor. Es
lógico que en este tiempo tratemos de “fomentar los buenos deseos” de nuestro
corazón.
Podemos decirle al Señor: “cómo
me gustaría amarte más”; “cómo me gustaría poder ver tu Rostro, pronto”; “cómo
me gustaría que vinieras a purificar la tierra y a transformarla”; “cómo me
gustaría que nos salvaras a todos los pecadores”….
Para poder “fomentar nuestros
deseos de Amor” es imprescindible la oración en silencio, el
recogimiento y la paz interior.
Hace años, el Cardenal
Ratzinger decía: “En nuestro mundo occidental nos atenemos únicamente al
principio del varón: hacer, producir, planificar el mundo... sin deber nada a
nadie, confiando tan sólo en los propios recursos... María, como madre de
Jesús, puede significar algo enteramente indispensable para la teología y para
la fe.
Debemos liberarnos de esa
visión unilateral propia del activismo de Occidente, para que la Iglesia no se
vea rebajada a la categoría de mero producto de nuestro hacer y de nuestra
capacidad organizativa. La Iglesia no es obra de nuestras manos, sino
semilla viviente que quiere desarrollarse y alcanzar su madurez. Por esta
razón, tiene necesidad del misterio mariano; más aún, ella misma es
misterio de María. Únicamente será fecunda si se somete a este signo, es decir,
si se hace tierra santa para la palabra. Hemos de aceptar el símbolo de
la tierra fértil; tenemos que hacernos de nuevo hombres que esperan, recogidos en
lo más íntimo de su ser; personas que en la profundidad de la oración, del
anhelo y de la fe, dejan que tenga lugar el crecimiento" (Cfr. J.
Ratzinger, El Camino pascual, p. 35 y 36).
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A continuación, transcribimos
la homilía de Benedicto XVI, el 8 de diciembre de 2012, frente a la
columna de la Inmaculada en la Piazza de Spagna.
“Queridos hermanos y hermanas: En el corazón de las ciudades cristianas
María constituye una presencia dulce y tranquilizadora. Con su estilo
discreto da paz y esperanza a todos en los momentos alegres y tristes de la
existencia. En las iglesias, en las capillas, en las paredes de los edificios:
un cuadro, un mosaico, una estatua recuerda la presencia de la Madre que vela
constantemente por sus hijos. También aquí, en la plaza de España, María está
en lo alto, como velando por Roma.
¿Qué dice María a la ciudad? ¿Qué recuerda a todos
con su presencia? Recuerda que “donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia” (Rm 5, 20), como escribe el apóstol san Pablo. Ella es la
Madre Inmaculada que repite también a los hombres de nuestro tiempo: no tengáis
miedo, Jesús ha vencido el mal; lo ha vencido de raíz, liberándonos de su
dominio.
¡Cuánto necesitamos esta hermosa noticia! Cada día
los periódicos, la televisión y la radio nos cuentan el mal, lo repiten, lo
amplifican, acostumbrándonos a las cosas más horribles, haciéndonos
insensibles y, de alguna manera, intoxicándonos, porque lo negativo no
se elimina del todo y se acumula día a día. El corazón se endurece y los
pensamientos se hacen sombríos. Por esto la ciudad necesita a María, que con
su presencia nos habla de Dios, nos recuerda la victoria de la gracia sobre
el pecado, y nos lleva a esperar incluso en las situaciones humanamente más
difíciles.
En la ciudad viven –o sobreviven– personas
invisibles, que de vez en cuando saltan a la primera página de los periódicos o
a la televisión, y se las explota hasta el extremo mientras la noticia y
la imagen atraen la atención. Se trata de un mecanismo perverso, al que
lamentablemente cuesta resistir. La ciudad primero esconde y luego expone al
público. Sin piedad, o con una falsa piedad. En cambio, todo hombre alberga
el deseo de ser acogido como persona y considerado una realidad sagrada,
porque toda historia humana es una historia sagrada, y requiere el máximo
respeto.
La ciudad, queridos hermanos y hermanas, somos
todos nosotros. Cada uno contribuye a su vida y a su clima moral, para el bien
o para el mal. Por el corazón de cada uno de nosotros pasa la frontera entre el
bien y el mal, y nadie debe sentirse con derecho de juzgar a los demás;
más bien, cada uno debe sentir el deber de mejorarse a sí mismo. Los
medios de comunicación tienden a hacernos sentir siempre “espectadores”, como
si el mal concerniera solamente a los demás, y ciertas cosas nunca pudieran
sucedernos a nosotros. En cambio, somos todos “actores” y, tanto en el mal como
en el bien, nuestro comportamiento influye en los demás.
Con frecuencia nos quejamos de la contaminación
del aire, que en algunos lugares de la ciudad es irrespirable. Es verdad: se
requiere el compromiso de todos para hacer que la ciudad esté más limpia. Sin
embargo, hay otra contaminación, menos fácil de percibir con los sentidos, pero
igualmente peligrosa. Es la contaminación del espíritu; es la que hace
nuestros rostros menos sonrientes, más sombríos, la que nos lleva a no
saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la cara… La ciudad está hecha de rostros,
pero lamentablemente las dinámicas colectivas pueden hacernos perder la
percepción de su profundidad. Vemos sólo la superficie de todo. Las personas se
convierten en cuerpos, y estos cuerpos pierden su alma, se convierten en cosas,
en objetos sin rostro, intercambiables y consumibles.
María Inmaculada nos ayuda a redescubrir y
defender la profundidad de las personas, porque en ella la transparencia del
alma en el cuerpo es perfecta. Es la pureza en persona, en el sentido de que en
ella espíritu, alma y cuerpo son plenamente coherentes entre sí y con la
voluntad de Dios. La Virgen nos enseña a abrirnos a la acción de Dios, para
mirar a los demás como él los mira: partiendo del corazón. A mirarlos con
misericordia, con amor, con ternura infinita, especialmente a los más solos,
despreciados y explotados. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”.
Quiero rendir homenaje públicamente a todos los
que en silencio, no con palabras sino con hechos, se esfuerzan por practicar
esta ley evangélica del amor, que hace avanzar el mundo. Son numerosos, también
aquí en Roma, y raramente son noticia. Hombres y mujeres de todas las edades,
que han entendido que de nada sirve condenar, quejarse o recriminar, sino
que vale más responder al mal con el bien. Esto cambia las cosas; o mejor,
cambia a las personas y, por consiguiente, mejora la sociedad.
Queridos amigos romanos, y todos los que vivís en
esta ciudad, mientras estamos atareados en nuestras actividades cotidianas,
prestemos atención a la voz de María. Escuchemos su llamada silenciosa
pero apremiante. Ella nos dice a cada uno que donde abundó el pecado,
sobreabunde la gracia, precisamente a partir de tu corazón y de tu vida. La
ciudad será más hermosa, más cristiana y más humana.
Gracias, Madre santa, por este mensaje de
esperanza. Gracias por tu silenciosa pero elocuente presencia en el corazón de
nuestra ciudad. ¡Virgen Inmaculada, Salus Populi Romani, ruega por
nosotros!”.
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