Mañana comenzamos un nuevo
Año Litúrgico. Inicia el Tiempo de Adviento, dedicado a preparar el
Nacimiento del Señor, y también su Segunda Venida.
Una vez más se nos presenta la
ocasión de convertirnos; de renovar nuestros deseos de amar a Dios
con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas;
de avivar nuestra fe y fortalecer nuestra esperanza. Todo esto, muy unidos a Nuestra Madre, la Virgen del Adviento, de la Espera.
El Adviento es, ante todo, el tiempo
espiritual de la esperanza. Y de una esperanza realista, es decir, la
esperanza del que se encuentra en una situación dramática y percibe su extrema
necesidad de salvación (ver más abajo homilía de Benedicto XVI).
“"Señor, (...) ven de
prisa" (v. 1). Es el grito de una persona que se siente en grave peligro,
pero también es el grito de la Iglesia en medio de las múltiples asechanzas
que la rodean, que amenazan su santidad, la integridad irreprensible de la
que habla el apóstol san Pablo y que, en cambio, debe conservarse hasta la
venida del Señor” (ibídem).
¿Y cómo nos podemos encender
en esta esperanza? A través del Santo Sacrificio de la Misa, que es la
renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz, Fuente única de salvación.
Viviéndola con mucho amor nos uniremos a Cristo para ofrecer al Padre, por el
Espíritu Santo la ofrenda de toda nuestra vida.
Una vez más, cada día —si
queremos— podremos adorar, dar gracias, pedir perdón y pedir la urgente ayuda
que necesitamos, a la Santísima Trinidad, por medio del Sacrificio de la
Misa.
Para percatarnos de todo esto,
nos parece que puede ayudarnos leer despacio la siguiente homilía de
Benedicto XVI, en las Primeras Vísperas del Primer Domingo de Adviento,
pronunciada hace justo seis años, el 29 de noviembre de 2008.
Destacamos en negritas algunas frases del texto original.
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Queridos hermanos y hermanas:
Con esta liturgia vespertina
iniciamos el itinerario de un nuevo año litúrgico, entrando en el
primero de los tiempos que lo componen: el Adviento. En la lectura bíblica que
acabamos de escuchar, tomada de la primera carta a los Tesalonicenses, el
apóstol san Pablo usa precisamente esta palabra: "venida", que en
griego se dice parusia y en latín adventus (1 Ts 5, 23). Según la
traducción común de este texto, san Pablo exhorta a los cristianos de
Tesalónica a ser irreprensibles "hasta la venida" del Señor.
Pero el texto original dice: "en la venida" (en te parusia),
como si la venida del Señor no fuera un punto futuro del tiempo, sino un lugar
espiritual en el que debemos caminar en el presente, durante la espera,
y dentro del cual precisamente debemos conservarnos irreprensibles en todas las
dimensiones personales.
En efecto, es precisamente
esto lo que vivimos en la liturgia: al celebrar los tiempos litúrgicos, actualizamos
de tal modo el misterio —en este caso la venida del Señor— que, por decirlo
así, podemos "caminar en ella" hacia su plena realización, hasta
el fin de los tiempos, pero aprovechando ya su virtud santificadora, dado
que los últimos tiempos ya han comenzado con la muerte y la resurrección de
Cristo.
La palabra que resume este
estado particular, en el que se espera algo que debe manifestarse, pero que al
mismo tiempo se vislumbra y se gusta por anticipado, es "esperanza".
El Adviento es, por excelencia, el tiempo espiritual de la esperanza, y
en él la Iglesia entera está llamada a convertirse en esperanza para ella y
para el mundo. Todo el organismo espiritual del Cuerpo místico asume, por
decirlo así, el "color" de la esperanza. Todo el pueblo de
Dios se pone de nuevo en camino atraído por este misterio: nuestro Dios es
"el Dios que viene" y nos invita a salir a su encuentro.
¿De qué modo? Ante todo en la
forma universal de la esperanza y la espera que es la oración, la cual
encuentra su expresión eminente en los Salmos, palabras humanas en las que Dios
mismo puso y pone continuamente la invocación de su venida en los labios y en
el corazón de los creyentes. Por eso, reflexionemos unos momentos sobre los
dos Salmos que acabamos de rezar y que son consecutivos también en el Libro
bíblico: el 141 y el 142, según la numeración judía.
"Señor, te estoy
llamando, ven de prisa; escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como
incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde"
(Sal 141, 1-2). Así comienza el primer salmo de las primeras Vísperas de la
primera semana del Salterio: palabras que al inicio del Adviento adquieren
un nuevo "color", porque el Espíritu Santo siempre las hace
resonar nuevamente en nosotros, en la Iglesia que está en camino entre el
tiempo de Dios y el tiempo de los hombres.
"Señor, (...) ven de
prisa" (v. 1). Es el grito de una persona que se siente en grave peligro,
pero también es el grito de la Iglesia en medio de las múltiples asechanzas
que la rodean, que amenazan su santidad, la integridad irreprensible de la
que habla el apóstol san Pablo y que, en cambio, debe conservarse hasta la
venida del Señor. Y en esta invocación resuena también el grito de todos
los justos, de todos los que quieren resistir al mal, a las seducciones de un
bienestar inicuo, de placeres que ofenden la dignidad humana y la condición de
los pobres.
Al inicio del Adviento la
liturgia de la Iglesia hace suyo de nuevo este grito, y lo eleva a Dios
"como incienso" (v. 2). En efecto, el ofrecimiento vespertino del
incienso es símbolo de la oración que elevan los corazones dirigidos a
Dios, al Altísimo, así como "el alzar de las manos como ofrenda de la
tarde" (v. 2). En la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios materiales, como
acontecía también en el templo de Jerusalén, sino que se eleva la ofrenda
espiritual de la oración, en unión con la de Jesucristo, que es al mismo
tiempo Sacrificio y Sacerdote de la Alianza nueva y eterna. En el grito del
Cuerpo místico reconocemos la voz misma de su Cabeza: el Hijo de Dios, que tomó
sobre sí nuestras pruebas y nuestras tentaciones, para darnos la gracia de su
victoria.
Esta identificación de Cristo
con el salmista es particularmente evidente en el segundo Salmo (142). Aquí, cada
palabra, cada invocación hace pensar en Jesús, en su pasión, de modo
especial en su oración al Padre en Getsemaní. En su primera venida, con la
encarnación, el Hijo de Dios quiso compartir plenamente nuestra condición
humana. Naturalmente, no compartió el pecado, pero por nuestra salvación sufrió
todas sus consecuencias. Al rezar el Salmo 142, la Iglesia revive cada vez
la gracia de esta compasión, de esta "venida" del Hijo de Dios en la
angustia humana hasta tocar fondo.
Así, el grito de esperanza del
Adviento expresa, desde el inicio y del modo más fuerte, toda la gravedad de
nuestro estado, nuestra extrema necesidad de salvación. Es como decir:
esperamos al Señor no como una hermosa decoración para un mundo ya salvado, sino
como único camino de liberación de un peligro mortal. Y nosotros sabemos
que él mismo, el Liberador, tuvo que sufrir y morir para hacernos salir de esta
prisión (cf. v. 8).
En pocas palabras, estos
dos Salmos nos previenen de cualquier tentación de evasión y de fuga de la
realidad; nos preservan de una falsa esperanza, que tal vez quisiera entrar
en el Adviento e ir hacia la Navidad olvidando nuestra dramática existencia
personal y colectiva. En efecto, una esperanza fiable, no engañosa, no
puede menos de ser una esperanza "pascual", como nos recuerda cada
sábado por la tarde el cántico de la carta a los Filipenses, con el que
alabamos a Cristo encarnado, crucificado, resucitado y Señor universal.
A él dirijamos nuestra mirada
y nuestro corazón, en unión espiritual con la Virgen María, Nuestra Señora
del Adviento. Pongamos nuestra mano en la suya y entremos con alegría en
este nuevo tiempo de gracia que Dios regala a su Iglesia, para el bien de toda
la humanidad. Como María, y con su ayuda materna, seamos dóciles a la acción
del Espíritu Santo, para que el Dios de la paz nos santifique plenamente, y
la Iglesia se convierta en signo e instrumento de esperanza para todos los
hombres.
Amén.
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