En el
Evangelio que leeremos mañana, Domingo
XXX del tiempo ordinario, Jesús responde a un doctor de la Ley que le
preguntó para tentarle: ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
Se trata de
una pregunta siempre actual. ¿Qué es lo más importante de nuestra vida? ¿Cómo
podemos dar verdaderamente gloria a Dios y cumplir su voluntad?
La respuesta
del Señor es muy clara: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón
y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer
mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas” (Mt
22, 37-40).
Yahvé dio a
Moisés las dos Tablas de la Ley en el monte Sinaí. La primera contiene los tres
primeros mandamientos del Decálogo, que se refieren a Dios. La segunda contiene
los otros siete, que se refieren al prójimo.
Ahora, Jesús
confirma la Ley Moral de Israel, que se
encierra en dos mandamientos: el amor a Dios y el amor al prójimo. Además,
todo lo que han dicho los profetas se resume también en esos dos mandamientos.
Es importante
hacer notar que el Mandamiento del Amor tiene
dos niveles: en primer lugar está el
amor a Dios. Es lo primero siempre. Además, de un auténtico amor a Dios
fluye necesariamente el amor al prójimo, que está en segundo lugar.
Por otra
parte, san Juan nos recuerda que quien dice amar a Dios pero no ama a su
hermano es un mentiroso (cfr. 1 Jn 4, 20). Por lo tanto, el segundo mandamiento está estrechamente unido al primero, pero
hay un orden entre ellos.
Por eso Jesús
nos enseña a amar primero a Dios. ¿Cómo? Dándole gloria, adorándole,
alabándole, dándole gracias por todo, teniéndolo
presente en toda nuestra vida, de modo que vivamos estrechamente unidos a
la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Jesús nos
dejó los sacramentos que son como sus huellas aquí en la tierra. Amamos a Dios
si los recibimos con piedad, valorando cada uno de ellos. Por medio de ellos recibimos la gracia de Dios. El Espíritu Santo
nos llena de su Amor.
Amamos a Dios
si procuramos ser buenos hijos suyos. Y lo seremos si buscamos, como lo más
importante de nuestra vida, estar en
gracia de Dios, evitando el pecado, que es el único enemigo verdadero que
tenemos los hombres.
Quien lucha
para estar en gracia y para alejarse de las ocasiones de pecado, ama a Dios.
Quien procura ganar todas las batallas, al final, el Señor le concederá también ganar la última, al final de su vida, y le
daré el premio de la Vida eterna.
Amar a Dios,
por lo tanto, es vivir una continua
conversión interior y exterior. Hacer examen y arrepentirnos de lo que no
está bien en nuestra vida. Jesús acoge a los pecadores (María Magdalena, la
Samaritana, Zaqueo, Mateo, la mujer sorprendida en adulterio, el Buen Ladrón...).
Pero lo hace siempre que previamente hayan reconocido sus pecados y se hayan
arrepentido.
Amar a Dios
es mantenernos en oración. Eso es lo
que nos enseña Jesús. Cristo es el Hijo de Dios, y su característica principal
es que siempre está en comunicación
vital con su Padre.
Una magnífica
manera de hacer oración es utilizar los
textos de la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios, para descubrir en Ella
qué es lo que Dios desea de nosotros, aquí y ahora. La Palabra de Dios ilumina nuestra mente y mueve nuestro
corazón. Si nos acostumbramos a leerla y meditarla diariamente, el Señor
nos concederá el don de la vida contemplativa.
Amar a Dios
es también amar a nuestros hermanos
y dar la vida por ellos, con entrañas de misericordia: amarlos en todas las
circunstancias, practicar las obras de misericordia corporales y espirituales.
La principal
obra de misericordia es buscar la
salvación de cada uno de nuestros hermanos, conducirlos hacia el amor de
Dios, orar, darles buen ejemplo y buscar poner todos los medios que están en
nuestra mano para que el Señor les de su gracia.
Meditemos unas palabras de Benedicto XVI en la
Fiesta de Todos los Santos del año 2010: “Dios quien nos ha amado primero y en
Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor.
¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al
amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos
entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda
con él. Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él,
tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos
amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a
nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo,
"perderse a sí mismos", y precisamente así nos hace felices”.
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A continuación
trascribimos el testimonio del Dr. Ortiz,
sobre el mensaje que dio la Virgen a las niñas el 18 de octubre de 1961, según
lo relata fray Eusebio García Pesquera
en su libro “Se fue con prisas a la
montaña”.
"A pesar
del ambiente que había tan propicio para la sugestión, pues la mayoría dela
gente, ilusionada, estaba esperando un gran milagro, yo no pude descubrir ni un
solo caso de tal sugestión... ¡Hecho muy importante!, si se tiene en cuenta que
algunos de mis colegas, con otros miembros de la Comisión, vienen sosteniendo que
se trata de "fenómenos de sugestión colectiva".
"Muchos de
los que habían subido al pueblo, al no suceder el Milagro, que ellos se tenían
imaginado, nunca anunciado por las niñas, bajaban totalmente defraudados, y
hasta de mal humor. Una mujer del pueblo, Angelita, cuñada de Maximina, escuchó
a un forastero que gritaba con indignación:
–¡Las niñas, a
la hoguera! ¡Y sus padres con ellas!
–Oiga, oiga –le
replicó la mujer–: ¡A usted sí que le debían quemar! ¿Qué telegrama le han
puesto para que subiera aquí?"
La ya citada
doña María, cuya aportación tanto nos ha servido para dar una visión de aquel
día inolvidable, termina su relato así: "Yo no acierto a decirle más; pero
estoy segura de que ese 18 de octubre tiene que estar plagado de anécdotas
interesantes y más o menos inexplicables. De una cosa no puedo dudar: que los
ángeles del Señor tuvieron que velar sobre cada uno de nosotros, para que, como
dice el salmo, "no tropezaran nuestro pies contra las piedras del
camino", o de los caminos... Creo que todos volvimos ilesos a casa; yo,
por lo menos, no he sabido nunca de ningún accidente. Y esto me parece un grandísimo
milagro.
"Todo lo de
aquel día se me ha quedado profundamente grabado en la memoria, dándome la
imagen de un día de ilusión y de penitencia, quizá pálida imagen de lo que
pueda ser el día del "Aviso" (El aviso es uno de los grandes anuncios
proféticos de Garabandal, uno delos capítulos pendientes de esta extraordinaria
historia. Hablaremos de él cuando le llegue la hora: aún estamos en el primer
año de los sucesos, 1961.), pues todo en el ambiente parecía estar para probarnos,
y realmente fue una jornada de purificación. Nunca cosa alguna me ha dado tanta
impresión del temor de Dios como lo sucedido en aquel día".
No cabe duda de
que el 18 de octubre de 1961, tan largamente esperado y que luego advino como
un signo tan distinto del que muchísimos se imaginaban, es uno de los momentos
estelares en el largo misterio de Garabandal. ¡Una fecha clave! Una jornada con
no sé qué de Sinaí... (Ex. 19., 16).
En ella llegó,
sobre Garabandal, la primera admonición pública del cielo.
Con ella empezó
la acción depuradora en las filas de "adictos", la primera criba de muchos
entusiasmos fáciles.
"Señor,
Señor, Dios nuestro: ¡qué admirable es tu nombre por toda la tierra!"
(salmo 8).
Me parece que al
18 de octubre de 1961 en Garabandal alcanza, de algún modo, cierto texto de un
viejo profeta de Israel:
"Que los
toques del cuerno (Desde muy antiguo los cuernos de ciertos animales han sido
habilitados como instrumento de potente llamada, para la caza o para la guerra;
en Israel, también para congregaciones religiosas).
retumben en
Sión;
dad la voz de alarma
sobre mi montaña santa:
que tiemblen
todos los habitantes del país,
porque se acerca
el día del Señor,
¡se viene
encima!
Día de oscuridad
y de espesas sombras,
día de
nubarrones y tinieblas...
Cual una luz de
aurora, se ha desplegado sobre los montes
un pueblo
innumerable y fuerte,
como no se había
visto, ni se volverá a ver" (Joel 2, 1-2).
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