Mañana celebramos en toda la
Iglesia la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Durante el mes de noviembre
haremos sufragios por todos los difuntos y, especialmente, por aquellos que han
estado más cerca de nosotros.
“Si eres apóstol, la muerte
será para ti una buena amiga que te facilita el camino” (San Josemaría Escrivá
de Balaguer, Camino, n. 735).
“No tengas miedo a la muerte.
–Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios
quiera..., donde Dios quiera. –No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y
del modo que más convenga..., enviada por tu Padre –Dios. –¡Bienvenida sea
nuestra hermana la muerte!” (Camino, n. 729).
Nos parece que meditar dos
textos de Benedicto XVI sobre este importante aspecto de nuestra vida, podría
ayudarnos a no tener miedo a la muerte, recibirla como una “hermana” o una “buena
amiga” y llenarnos de esperanza porque es la puerta hacia la vida eterna.
Destacamos en negritas algunas frases.
Encíclica
Spe Salvi, n. 6
“Los
sarcófagos de los tiempos del cristianismo muestran visiblemente esta
concepción [la existencia de un Dios que gobierna el mundo] en presencia de la
muerte, ante la cual es inevitable preguntarse por el sentido de la vida.
En los antiguos sarcófagos se interpreta la figura de Cristo mediante dos imágenes:
la del filósofo y la del pastor. En general, por filosofía no se
entendía entonces una difícil disciplina académica, como ocurre hoy. El
filósofo era más bien el que sabía enseñar el arte esencial: el arte de ser
hombre de manera recta, el arte de vivir y morir. Ciertamente, ya desde hacía
tiempo los hombres se habían percatado de que gran parte de los que se
presentaban como filósofos, como maestros de vida, no eran más que charlatanes
que con sus palabras querían ganar dinero, mientras que no tenían nada que
decir sobre la verdadera vida. Esto hacía que se buscase con más ahínco aún al
auténtico filósofo, que supiera indicar verdaderamente el camino de la vida.
Hacia finales del siglo III encontramos por vez primera en Roma, en el
sarcófago de un niño y en el contexto de la resurrección de Lázaro, la figura
de Cristo como el verdadero filósofo, que tiene el Evangelio en una mano y en
la otra el bastón de caminante propio del filósofo. Con este bastón Él vence a
la muerte; el Evangelio lleva la verdad que los filósofos deambulantes habían
buscado en vano. En esta imagen, que después perdurará en el arte de los
sarcófagos durante mucho tiempo, se muestra claramente lo que tanto las
personas cultas como las sencillas encontraban en Cristo: Él nos dice quién es
en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre. Él nos
indica el camino y este camino es la verdad. Él mismo es ambas cosas, y por eso
es también la vida que todos anhelamos. Él indica también el camino más allá de
la muerte; sólo quien es capaz de hacer todo esto es un verdadero maestro de
vida. Lo mismo puede verse en la imagen del pastor. Como ocurría para la
representación del filósofo, también para la representación de la figura del
pastor la Iglesia primitiva podía referirse a modelos ya existentes en el arte
romano. En éste, el pastor expresaba generalmente el sueño de una vida serena y
sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la
ciudad. Pero ahora la imagen era contemplada en un nuevo escenario que le daba
un contenido más profundo: « El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque
camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo... » (Sal
22,1-4). El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por
el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en
el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él
mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido,
y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se
encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña
incluso en la muerte y que con su « vara y su cayado me sosiega », de modo que
« nada temo » (cf. Sal 22,4), era la nueva « esperanza » que brotaba en
la vida de los creyentes”.
Homilía
el 2 de noviembre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Después de celebrar la
solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invita hoy a conmemorar a todos
los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada a los numerosos rostros que nos
han precedido y que han finalizado el camino terreno. En la audiencia de hoy,
por eso, quiero proponeros algunos sencillos pensamientos sobre la realidad de
la muerte, que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la
Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna.
Como ya dije ayer en el
Ángelus, en estos días se visita el cementerio para rezar por los seres
queridos que nos han dejado; es como ir a visitarlos para expresarles, una vez
más, nuestro afecto, para sentirlos todavía cercanos, recordando también, de
este modo, un artículo del Credo: en la comunión de los santos hay un estrecho
vínculo entre nosotros, que aún caminamos en esta tierra, y los numerosos
hermanos y hermanas que ya han alcanzado la eternidad.
El hombre desde siempre se ha
preocupado de sus muertos y ha tratado de darles una especie de segunda vida a
través de la atención, el cuidado y el afecto. En cierto sentido, se quiere
conservar su experiencia de vida; y, de modo paradójico, precisamente desde las
tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué
amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un
espejo de su mundo.
¿Por qué es así? Porque,
aunque la muerte sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra sociedad,
y continuamente se intenta quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la
muerte, esta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda
época y de todo lugar. Ante este misterio todos, incluso inconscientemente,
buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación,
que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la
muerte, en realidad, es una senda de esperanza; y recorrer nuestros
cementerios, así como leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un
camino marcado por la esperanza de eternidad.
Pero nos preguntamos: ¿Por qué
experimentamos temor ante la muerte? ¿Por qué una gran parte de la humanidad
nunca se ha resignado a creer que más allá de la muerte no existe simplemente
la nada? Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte
porque tenemos miedo a la nada, a este partir hacia algo que no conocemos, que
ignoramos. Y entonces hay en nosotros un sentido de rechazo pues no podemos
aceptar que todo lo bello y grande realizado durante toda una vida se borre improvisamente,
que caiga en el abismo de la nada. Sobre todo sentimos que el amor requiere y
pide eternidad, y no se puede aceptar que la muerte lo destruya en un momento.
También sentimos temor ante la
muerte porque, cuando nos encontramos hacia el final de la existencia, existe
la percepción de que hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos
gestionado nuestra vida, especialmente sobre aquellos puntos de sombra que, con
habilidad, frecuentemente sabemos remover o tratamos de remover de nuestra
conciencia. Diría que precisamente la cuestión del juicio, a menudo, está
implicada en el interés del hombre de todos los tiempos por los difuntos, en la
atención hacia las personas que han sido importantes para él y que ya no están
a su lado en el camino de la vida terrena. En cierto sentido, los gestos de
afecto, de amor, que rodean al difunto, son un modo de protegerlo basados en la
convicción de que esos gestos no quedan sin efecto sobre el juicio. Esto lo
podemos percibir en la mayor parte de las culturas que caracterizan la historia
del hombre.
Hoy el mundo se ha vuelto, al
menos aparentemente, mucho más racional; o mejor, se ha difundido la tendencia
a pensar que toda realidad se deba afrontar con los criterios de la ciencia
experimental, y que incluso a la gran cuestión de la muerte se deba responder
no tanto con la fe, cuanto partiendo de conocimientos experimentales,
empíricos. Sin embargo, no se llega a dar cuenta suficientemente de que
precisamente de este modo se acaba por caer en formas de espiritismo,
intentando tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi
imaginando que exista una realidad que, al final, sería una copia de la
presente.
Queridos amigos, la solemnidad
de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos dicen
que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede
también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre
exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir
empíricamente, la vida misma pierde su sentido profundo. El hombre necesita
eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado
limitada. El hombre se explica sólo si existe un Amor que supera todo
aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también
el espacio y el tiempo. El hombre se explica, encuentra su sentido más
profundo, solamente si existe Dios. Y nosotros sabemos que Dios salió de su
lejanía y se hizo cercano, entró en nuestra vida y nos dice: "Yo soy la resurrección
y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y
cree en mí no morirá para siempre" (Jn 11, 25-26).
Pensemos un momento en la
escena del Calvario y volvamos a escuchar las palabras que Jesús, desde lo alto
de la cruz, dirige al malhechor crucificado a su derecha: "En verdad te
digo: hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). Pensemos en los dos
discípulos que van hacia Emaús, cuando, después de recorrer un tramo de camino
con Jesús resucitado, lo reconocen y parten sin demora hacia Jerusalén para
anunciar la Resurrección del Señor (cf. Lc 24, 13-35). Con renovada claridad
vuelven a la mente las palabras del Maestro: "No se turbe vuestro corazón,
creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas;
si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar" (Jn 14,
1-2). Dios se manifestó verdaderamente, se hizo accesible, amó tanto al mundo
"que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca,
sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16), y en el supremo acto de amor de la
cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la venció, resucitó y nos abrió
también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de
la noche de la muerte que él mismo cruzó; él es el Buen Pastor, a cuya guía nos
podemos confiar sin ningún miedo, porque él conoce bien el camino, incluso a
través de la oscuridad.
Cada domingo reafirmamos esta
verdad al recitar el Credo. Y al ir a los cementerios y rezar con afecto y amor
por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con
fuerza nuestra fe en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y
testimoniarla al mundo: tras el presente no se encuentra la nada. Y
precisamente la fe en la vida eterna da al cristiano la valentía de amar aún
más intensamente nuestra tierra y de trabajar por construirle un futuro, por
darle una esperanza verdadera y firme. Gracias.
Sugerimos a nuestros lectores este vídeo del P. Santiago Martín: Benedicto XVI enseña de nuevo.
Que hermoso, no se puede esperar menos de nuestro querido y amado Benedicto XVI, una reflexion realista, profunda de nuestro caminar por la tierra y con la esperanza en la vida eterna, las citas biblicas mencionadas, desde este punto de vista del Maestro Benedicto XVI, llegan mas profundo a nuestro Corazon, a nuesta mente en donde Jesus, con un gran aplomo y amor al Padre Eterno, nos invita a la Esperanza, esperanza ganada a traves de su Pasion. Gracias Padre Eterno, gracias Santisima Trinidad, y gracias Benedicto XVI
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