La
riqueza que tiene la devoción al
Espíritu Santo en la tradición de la Iglesia es enorme. Los cristianos, a
lo largo de los siglos, han desplegado tal manifestación
de amor al Espíritu de la Verdad, que es imposible terminar de agradecer el
Don de Dios sobre nosotros.
El
Espíritu Santo es Señor y Dador de Vida, Altísimo Don de Dios, Caridad Increada…
Las oraciones multiseculares que se han rezado en la Iglesia, por ejemplo el Veni Creator
Spiritus o la Secuencia de la Solemnidad de Pentecostés (Veni
Sancte Spiritus) son joyas que la liturgia de la Iglesia nos ofrece
para nuestra meditación y gozo espiritual.
En este post nos gustaría fijarnos en tres puntos para nuestra reflexión
personal.
1. El Don de
Sabiduría en nuestras almas
De entre
los siete dones del Espíritu Santo, sobresale el Don de Sabiduría. Es el don por el que juzgamos acertadamente de
las cosas pertenecientes a nuestro fin último y salvación.
El
Espíritu Santo, fundamentalmente, lo que hace es llevarnos a Jesucristo. Busca que pongamos a Jesús en el centro de nuestra vida, para
conocerlo, tratarlo y amarlo. Desea que tengamos una oración contemplativa en
medio del mundo, para ser “otros Cristos, el mismo Cristo”, como decía san
Josemaría Escrivá de Balaguer.
Jesucristo
es la Sabiduría Increada. El Espíritu
Santo nos lleva hacia Él. En Cristo lo tenemos todo. Él es el Camino, la Verdad
y la Vida.
Nosotros,
con la gracia de Dios, hemos de acoger con generosidad las mociones del Espíritu Santo que habla en el fondo del corazón (cfr.
Mt 10, 20).
El 17 de
mayo de 1972, Pablo VI decía que debemos preparar un “espacio tranquilo y sagrado en el corazón para la llama de
Pentecostés”. “Existe una regla, una exigencia ordinaria se impone a todo el
que quiera captar las ondas del Espíritu. Y esta es: la interioridad. La cita para el encuentro con el inefable Huésped
está fijada dentro del alma. Dulces hospes animae, dice el admirable
himno litúrgico de Pentecostés. El hombre es “templo” del Espíritu Santo, nos
repite San Pablo. Pentecostés va precedido de una novena de recogimiento y de oración. Es necesario el silencio
interior para escuchar la palabra de Dios, para experimentar la presencia, para
sentir la vocación de Dios”. “La conclusión es lógica: es necesario dar a la vida interior su puesto en el
programa de nuestra agitada existencia; un puesto primario, un puesto
silencioso, un puesto real”.
Y, para
conseguir eso, hay que procurar quitar
toda la rutina de nuestra vida, todo el formalismo, para que nuestro amor sea
sincero, auténtico. Sólo así podremos permitir que actúe en nuestra alma el Espíritu
de Verdad.
2. Los frutos
del Espíritu en la Iglesia
Desde el
fondo de nuestro corazón, lleno del Don de Sabiduría, brotarán los Frutos del Espíritu Santo. Sobre
todo, los tres primeros: Caridad, Paz y Alegría.
¡Qué
necesario es todo esto, actualmente, en la vida de los cristianos, en la vida
de la Iglesia!
Los tres
frutos primeros del Espíritu Santo se pueden resumir en uno: unidad. El Espíritu es el que une en la Iglesia. El pecado ha disgregado al
hombre en su unidad interna y en su unidad con los demás. Lo que hace el Espíritu
es regenerar esa primitiva unidad, por los Sacramentos.
En su oración sacerdotal (cfr. Jn 17), Jesús toca cuatro grandes temas: la vida eterna, la verdad, la glorificación
del nombre de Dios y la unidad. El Señor pide
expresamente la unidad para sus discípulos, como signo para que todos los
hombres crean en Él.
“El Señor
repite por cuatro veces esta petición;
en dos de ellas, la razón que se indica para dicha unidad es que el mundo crea,
más aún, que «reconozca» que Jesús ha sido enviado por el Padre: «Padre santo,
guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros»
(v. 11). «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos
también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (v.
21). «Que sean uno, como nosotros somos uno;... para que sean completamente
uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado» (v. 21s)” (Benedicto XVI,
Jesús de Nazarteh).
Para facilitar
la acción del Espíritu que une, hay que procurar evitar el perfeccionismo, y llenarnos de espíritu de comprensión,
disculpa y aceptación de los defectos de los demás; de respeto y aprecio de las
distintas opciones; tener un tono
positivo en las conversaciones, que permite enfocar mejor las cuestiones
(cfr. Carta pastoral de Mons. Fernando
Ocáriz, 14-II-2017), para ser sembradores
de paz y de alegría.
3. La transformación
del mundo
Por último,
el Espíritu Santo es Viento impetuoso,
Fuego ardiente que se propaga. Nosotros
colaboramos a ese “incendio”, a esa transformación del mundo si nos dejamos
mover por el Espíritu.
Desde el
día de Pentecostés, los apóstoles, enriquecidos por el Don de Lenguas, anuncian con valentía el Evangelio y se convierten
miles de personas.
“El
viento sopla donde quiere” (cfr. Jn 3), dice Cristo a Nicodemo. El dinamismo
del Espíritu rompe todos nuestros
esquemas. Donde está el Espíritu está la Libertad, la auténtica libertad
del cristiano.
Por eso,
es necesario quitar de nuestro horizonte apostólico todo “burocratismo”, para lanzarnos a la gran aventura que Dios
quiere llevar a cabo con nosotros. No caben las miras estrechamente humanas.
Hace falta abrirse al dilatado horizonte de Dios.
Por
supuesto, en la Iglesia son necesarios los dogmas, las normas y las
instituciones pero, en ese marco —que es muy claro y rico— tenemos la libertad de los hijos de Dios, que nos
permite movernos con soltura para colaborar con el plan de Dios, que supera
todas nuestras expectativas.
“Estamos
llamados a contribuir, con iniciativa y espontaneidad, a mejorar el mundo y la
cultura de nuestro tiempo, de modo que se
abran a los planes de Dios para la humanidad: cogitationes cordis
eius, los proyectos de su corazón, que se mantienen de generación
en generación (Sal 33 [32] 11)” (Mons. Fernando Ocáriz,
Carta pastoral del 14-II-2017, n. 8).
Mañana
celebramos la Solemnidad de Pentecostés.
Deseamos permanecer unidos, en el Cenáculo, con María y los discípulos, para sentir la Fuerza del Paráclito, que llena nuevamente nuestros corazones con
el Amor de Dios.
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