Después
de la Resurrección Jesús, durante cuarenta días, enseñó muchas cosas a sus
discípulos, “por medio del Espíritu
Santo” (cfr. Primera Lectura de la Solemnidad de la Ascensión del Señor,
Ciclo A: Hch 1, 1-11).
Ahora,
veinte siglos después, el Espíritu santo no
se cansa de enseñar, aunque nosotros sí de aprender.
Diez días
después de su Ascensión a los Cielos, los apóstoles serán “bautizados con el Espíritu Santo” (ibídem). Sin embargo, la actividad del Paráclito sobre ellos ya
había comenzado, de una manera nueva,
desde el día de la Resurrección, cuando, al atardecer, Jesús se presenta en el
Cenáculo y les dice: “Reciban el
Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les son perdonados; a
quienes se los retengan, les son retenidos” (Jn 20, 22.23). La Iglesia ha
entendido siempre —y así lo ha definido— que Jesucristo con estas palabras confirió a los Apóstoles la potestad de
perdonar los pecados, poder que se ejerce en el sacramento de la Penitencia.
Durante
cuarenta días Jesús “les habló del Reino
de Dios” (cfr. Primera Lectura de la Misa), es decir, de la presencia de
Dios en el mundo, que no se refiere solamente al Reino futuro, sino también a
un Reino presente porque Cristo está
presente, por medio del Espíritu, “ayer,
hoy y siempre” (cfr. Hb 13, 8).
En la
Colecta de la Misa de la Vigilia de la Ascensión le pedimos a Dios nos conceda
“que él, de acuerdo a su promesa,
permanezca siempre con nosotros en la tierra, y nos permita con él vivir en el
cielo”.
Jesús está presente, con nosotros, de una
manera nueva: más fuerte incluso que la que tenía cuando vivió en la tierra, en
su carne mortal, porque es una presencia
espiritual, verdadera, inmediata y cercana, por medio de la Palabra y los
Sacramentos, en el Espíritu Santo.
Siempre
me ha llamado la atención lo que comenta el Papa Benedicto XVI, en Jesús de
Nazaret, sobre la presencia de Jesucristo en el mundo, y en cada uno de
nosotros, después de su Ascensión: “en
este contexto se inserta luego la mención de la nube que lo envuelve y lo
oculta a sus ojos (…). La observación sobre la nube tiene un carácter
claramente teológico. Presenta la desaparición de Jesús no como un viaje hacia
las estrellas, sino como un entrar en el misterio de Dios. Con eso se
alude a un orden de magnitud completamente diferente, a otra dimensión del ser”.
Antes de
su Ascensión, Jesús comió con sus discípulos, que le preguntaron: “Señor,
¿ahora sí vas a restablecer la soberanía
de Israel?” Y Jesús les contestó: “A ustedes no les toca conocer el tiempo
y la hora que el Padre ha determinado con su autoridad” (cfr. Primera
Lectura).
Al estar
“sentado a la derecha del Padre”,
después de su Ascensión, Jesús participa de la soberanía de Dios sobre todo el espacio. Jesús «no se ha marchado», sino que, en
virtud del mismo poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros, y
por nosotros en los demás y en el mundo.
En los discursos de despedida en el
Evangelio de Juan, Jesús dice precisamente esto a sus discípulos: «Me voy y
vuelvo a vuestro lado» (Jn 14, 28). Puesto que Jesús está junto al Padre,
no está lejos, sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo
lugar del mundo, como antes de la «ascensión»; con su poder que supera todo
espacio, Él no está ahora en un solo sitio, sino que está presente al lado
de todos, y todos lo pueden invocar en todo lugar y a lo largo de la historia.
Cristo, en el Espíritu Santo y por medio de Él,
está presente en cada uno de quienes nos incorporamos a Él por medio de la Cruz (especialmente por medio de su Presencia Eucarística), por medio de la
cual Jesús fue “elevado”.
El triunfo de Cristo se completa,
plenamente, en su Ascensión a los Cielos. Por eso la Iglesia nos invita a pedir
a Dios que nos conceda rebosar de alegría y darle gracias, pues la Ascensión de
Cristo “es también nuestra victoria”. “Tu
nobis Victor Rex, miserere” (Secuencia de Pascua). Que el Señor Victorioso,
sea siempre nuestro Rey y tenga piedad de nosotros.
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