En el domingo pasado meditábamos el comienzo de la vida pública de Cristo,
que es llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el demonio.
Jesús dedica los 40 primeros días de
su misión evangelizadora a la oración y al ayuno. Antes, había sido bautizado
por Juan en el Jordán, y se había
escuchado la voz del Padre que daba testimonio de Él: “Este es mi hijo en
quien tengo mi complacencia” (Mt 3, 16-17).
Mañana, en el Evangelio del Segundo Domingo de Cuaresma, escucharemos
nuevamente las mismas palabras del Padre, pero esta vez su testimonio del Hijo
es al final de la vida pública,
cuando faltan sólo seis meses para su pasión y muerte en Jerusalén.
Jesús había estados unos días antes
con sus discípulos en Cesarea de Filipo.
Ahí les había anunciado claramente que tendría que padecer, morir y resucitar
al tercer día.
“Y comenzó a enseñarles que el
Hijo del Hombre debía padecer mucho,
ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los
escribas, y ser llevado a muerte” (Marcos 8,31; Cf. Mateo 16, 21-28; Lucas 9,
22-27).
Pedro había intentado disuadirlo, pero el Señor lo reprende duramente porque
no sus pensamientos no eran los de Dios.
“Pedro, tomándolo aparte, se
puso a reprenderle. Pero él se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a
Pedro y le dijo: - «¡Apártate de mí Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres” (Mc 8,
32-33).
La dificultad que tiene Pedro para aceptar el anuncio del Señor, también la tienen los otros apóstoles,
según lo narra el Evangelio un poco más adelante: cuando el Señor predice —por
segunda vez— su pasión tampoco ellos lo
comprenden. Mateo nos dice en su Evangelio que “se pusieron muy tristes”
(17,23), y Lucas afirma que “ellos no entendían este lenguaje, y les resultaba
tan oscuro, que no lo comprendían; y temían preguntarle sobre este asunto”
(9,45). (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 554).
Jesús, en la última etapa de su
vida, quiere fortalecer la fe de los apóstoles
porque, como dice san Pablo, «es
necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios»
(Hch 14,22) (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 556).
Por eso, al comenzar Jesús su “subida”
a Jerusalén, se propone pasar por el
Monte Tabor, para que sus discípulos sean testigos de su gloria.
“Los padecimientos del tiempo
presente no son nada comparados con la
gloria futura que se va a manifestar en nosotros” (Rm 8,18).
Ahí, Jesús se transfigura en
presencia de Pedro, Juan y Santiago, y también de Moisés y Elías. Lo cubre una
nube y se oye la voz del Padre, como
en el Jordán. Pero en esta ocasión Dios Padre añade algo más: “escúchenle”. Las palabras de Cristo son
luz que ilumina nuestros senderos. Él mismo es la Luz.
Juan Pablo II, en su Carta sobre
el Rosario, propone la
Transfiguración del Señor como uno de los misterios de Luz, para que nos dispongamos a vivir con Jesucristo
el momento doloroso de la
Pasión : “Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración ,
que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece en
el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados
para que lo «escuchen» (cfr. Lc 9, 35) y se dispongan a vivir con Él
el momento doloroso de la
Pasión , a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo”.
Juan Pablo II, comienza su Carta sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano (Salvifici Doloris, 11 febrero 1984) con unas palabras de San Pablo,
a las que califica como un “descubrimiento definitivo que va acompañado de alegría”: «Ahora me alegro de mis padecimientos
por vosotros».
Los discípulos experimentan la alegría del Evangelio en el Monte Tabor, porque
escuchan a Jesús y ahora ven su Rostro resplandeciente. La Transfiguración es
un acontecimiento de oración. La
oración, la escucha atenta de la Palabra de Dios, es la que da sentido al
sufrimiento, que se convierte en un gran
gozo.
Terminamos con unas consideraciones
del Catecismo de la Iglesia Católica
y de san Josemaría Escrivá de Balaguer
sobre el sufrimiento y el dolor.
“La fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta
a prueba. El mundo en que vivimos parece
con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la
muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden
estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación. A veces Dios puede
aparecer ausente e incapaz de impedir el mal. La enfermedad y el sufrimiento se
han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana.
En la enfermedad, el hombre experimenta
su impotencia, sus límites y su finitud” (CCE 164; 272; 1500).
“Ahora bien, Dios Padre ha revelado su omnipotencia de la
manera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su
Hijo, por los cuales ha vencido el mal.
Así, Cristo crucificado es «poder de
Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la
sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de
los hombres» (1 Co 2, 24-25). En la Resurrección y en la exaltación de Cristo es donde el Padre «desplegó el vigor de su
fuerza» y manifestó «la soberana grandeza de su poder para con nosotros,
los creyentes» (Ef 1, 19-22)” (CCE 272).
“El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste
entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz,
pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. En esta tensión de suplicio y de
aceptación de la voluntad del Padre, Jesús
va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican. Precisamente,
esa admisión sobrenatural del dolor
supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz , ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La
actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica
desventura, es la satisfacción de quien
pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los
cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con
nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar —lucha de paz— contra el
mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual
condición humana no es la definitiva;
que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres” (Es Cristo que pasa, 68).
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