Hay dos temas que sobre los cuales
nos gustaría reflexionar en este post: 1°) el que nos sugieren las lecturas del Tercer Domingo de Cuaresma
y 2°) la figura de San José, que
celebraremos este año el día 20 de marzo.
En el Tercer Domingo de Cuaresma
ocupa un lugar central la acción del
Espíritu Santo en nuestras almas. La Iglesia, después de habernos señalado
la necesidad de la lucha (Primer
Domingo de Cuaresma: Jesús lucha contra las tentaciones del demonio) y de la oración en nuestro camino hacia la
santidad (Segundo Domingo de Cuaresma: la Transfiguración, acontecimiento de
oración), nos presenta la necesidad ineludible del Don de Dios, el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida.
“La petición de
Jesús a la samaritana: "Dame de beber" (Jn 4, 7), que se lee en la
liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere
suscitar en nuestro corazón el deseo del don del "agua que brota para vida
eterna" (Jn 4, 14): es el don del
Espíritu Santo, que hace de los cristianos "adoradores
verdaderos" capaces de orar al Padre "en espíritu y en verdad"
(Jn 4, 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de
belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, "hasta
que descanse en Dios", según las célebres palabras de san Agustín”
(Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma
de 2011).
Mañana leeremos en la Misa la historia de la Samaritana, esa mujer
pecadora que va a buscar agua al pozo de Sicar, como lo hacía habitualmente, y se encuentra con Cristo que le pide de
beber: “Dame de beber”. El Papa califica esa expresión del Señor como “pasión de Dios por todo hombre”. A cada
uno, Jesús, nos pide de beber. Tiene “sed” de nosotros, de nuestro amor. Nos
espera en el Sagrario con “ansias”, con un gran deseo de que acudamos a Él y le
manifestemos nuestro amor.
¿Por qué nos busca Dios? Porque quiere suscitar en nosotros el deseo
del don del "agua que brota para vida eterna" (Jn 4, 14). Dar de
beber al Señor es abrirle nuestro corazón, escucharle, ponernos a su
disposición, ser humildes. Con nuestra humildad y apertura Él hará maravillas.
Pero necesita que cada uno correspondamos libremente a su amor.
Jesús envía a sus discípulos al
pueblo para que busquen alimentos. Pero Él se
queda en el pozo “esperando” a la mujer samaritana. Él espera todo lo que
sea necesario. Se hace el encontradizo y es el primero en entablar una
conversación con la mujer que llega al pozo: “Dame de beber”.
La Samaritana se abre al diálogo y, poco a poco, paso por paso, deja que el
Espíritu Santo entre en su alma. Ha ido a buscar agua al pozo y se encuentra
con un Agua que salta hasta la vida
eterna. “¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de
belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma
inquieta e insatisfecha, "hasta que descanse en Dios"” (Benedicto
XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2011).
En la primera lectura de la Misa de
mañana (cfr. Ex 17, 3-7), la Iglesia nos recuerda el peregrinaje de los hebreos por el desierto, y cómo, a pesar de su
dureza de corazón, Dios hace surgir agua de la roca de Meribá, en Masá. Lo hace
para que los israelitas se conviertan de
corazón y se abran al Don de Dios. Nosotros también peregrinamos por el Desierto de la Cuaresma y necesitamos
el Agua del Espíritu Santo para proseguir nuestro camino a la Tierra prometida,
al Nuevo Paraíso.
Así como los israelitas iban todos
juntos —formando un solo pueblo y alimentados por el maná, figura de la
Eucaristía—, también nosotros vamos unidos en la Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios
y Familia nuestra, hacia la Jerusalén
celestial.
En otro de sus mensajes de Cuaresma,
Benedicto XVI nos anima a vivir la práctica cuaresmal de la limosna que, en
definitiva, es vivir ocupándonos de los
demás.
“Los discípulos
del Señor, unidos a Cristo mediante la
Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como
miembros de un solo cuerpo. Esto
significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con
mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la
de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las
obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo
místico de Cristo, se verifica esta
reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón
por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente
se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se
multiplican. "Que todos los
miembros se preocupen los unos de los otros" (1Co 12, 25), afirma san
Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de
cuyas expresiones es la limosna –una típica práctica cuaresmal junto con la
oración y el ayuno–, radica en esta pertenencia común” (Benedicto XVI, Mensaje de Cuaresma de 2012).
Todo esto nos recuerda que San José,
a quien celebraremos pasado mañana, es Patrono
de la Iglesia, que siempre se ha acogido a su intercesión, pues es quien
hace cabeza en la Familia de Nazaret.
“Fecit me Dominus quasi patrem regis
et dominum universe domus eius: nolite pavere”, se lee en una antigua lectura
del Breviario Romano. El Señor lo ha hecho como padre del rey y señor de toda su casa. Por lo tanto no
hay nada que temer. Son palabras que se refieren a José, hijo de Jacob, a quien
el Faraón había puesto al frente de su casa.
Ahora, nosotros acudimos al Espíritu Santo “unientem Ecclesiam”
(Santo Tomás de Aquino), que une a la Iglesia; y a San José, para elevar nuestras plegarias por el Papa y por la unidad de la Iglesia.
Ya hemos hecho alusión en posts
anteriores sobre los mensajes que ha
recibido Marga de Jesús y de la Virgen, que hablan de la proximidad de un
posible cisma en la Iglesia. Como sabemos, esto es algo que está anunciado por hombres
y mujeres santos desde hace mucho. Sin embargo, lo central de esos mensajes no es anunciar el futuro. Han de ser
recibidos y estudiados en conjunto, en un clima de oración y teniendo presente
que lo importante es que, a través de ellos, el Espíritu Santo derrama sobre nosotros para que conozcamos el gran Amor que Dios nos tiene.
Confiemos pues en que “el Señor
anula los planes de las naciones, vuelve vanos los proyectos de los pueblos. Pero
el Designio del Señor se mantiene
eternamente, los proyectos de su corazón, de generación en generación”
(Salmo 33, 10-11).
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