Dios desea que seamos perfectos. “Seréis
santos porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo” (Lev 19, 1; cfr.
Primera Lectura de la Misa de mañana, Domingo VII del Tiempo Ordinario). “Sed perfectos como es perfecto el Padre que
está en el cielo” (Mt 5, 48; cfr. Evangelio de la Misa).
¿Pero quién podrá llegar a ser perfecto?, se preguntaba el Papa
Benedicto XVI. Somos tan limitados. Estamos tan lejos de la perfección. Y
respondía los siguiente: “Nuestra
perfección es vivir con humildad como hijos de Dios cumpliendo concretamente su
voluntad” (Ángelus, 20-02-2011).
Es decir, Dios no pretende que lleguemos a la perfección meramente formal. La santidad que Él desea de nosotros
es la que procede de ola apretura para dejar que el Espíritu Santo haga su obra
en nosotros y del empeño por tratar de cumplir su voluntad, por amor: es la perfección de la caridad.
Y, ¿cuál es la voluntad de Dios?
Lo leeremos también en las lecturas del próximo domingo: amar a Dios con todo
el corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas…, y a todos
nuestros hermanos como a nosotros mismos. Ese es el primer mandamiento de la
Ley de Dios y el que encierra en sí todos los demás. “En aquel que cumple la palabra de Cristo, el amor de Dios ha llegado s
su plenitud” (cfr. versículo del Aleluya).
La voluntad de Dios es la misma para todos, pero cada uno tiene que
hacerla realidad en sus propias
circunstancias. Por ejemplo, una madre de familia, en su hogar, con su
marido, con sus hijos, sus nietos… Ahí debe buscar la santidad en primer lugar.
El Señor nos pide amar a todos, incluso
a nuestros enemigos. Con mayor razón tenemos que amar a los que están más
cerca de nosotros. No podemos ser luz de
la calle y oscuridad de la casa.
¡Qué difícil es vivir este mandamiento cabalmente! La santidad es una
meta asequible, pero difícil de lograr. Es un reto diario. Cada día tenemos la
ocasión de no odiar a nuestro hermano “ni en el secreto de tu corazón”, de “corregirlo, para que no cargues tú con su
pecado”, de no vengarse, ni guardar rencor (cfr. Primera Lectura).
También corregir es un acto de
caridad: corregir por amor. Colaborar con el Espíritu Santo, que es el
Modelador, en el perfeccionamiento y
santidad de nuestros hermanos. Por ejemplo, para unos padres, de sus hijos:
educándolos en la fortaleza y en la generosidad; ayudándoles a descubrir su
vocación humana, profesional y sobrenatural.
¿Cuál es el modelo que tenemos que seguir en este mandamiento? Dios
mismo. “El Señor es compasivo y
misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar” (Salmo 102).
¿Por qué tenemos que amar a nuestro hermano? Porque es templo de Dios.
“Quien destruye el templo de Dios será
destruido por Dios” (1 Cor 3, 16-23).
Pero Jesús va mucho más allá
del escueto 5° mandamiento, tal como se enuncia en el Decálogo: “no matarás”; o
del precepto indicado en la ley del talión, que estaba vigente en los pueblos
antiguos: “Ojo por ojo y diente por diente”. Jesús nos pide amar “hasta el
extremo”, es decir, sin límites.
Con esa lógica, la que nos
enseña Jesucristo, hemos de actuar siempre: perdonar todo, soportar todo, tener
paciencia con todo, como nos recuerda san Pablo en el Himno a la Caridad (1 Co
13) que el papa Francisco comenta detenidamente en la Exhortación apostólica Amoris laetitia (2016).
«El amor es paciente, es servicial;
el amor no tiene envidia, no hace alarde, no es arrogante, no obra con dureza, no busca su propio interés, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra
de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta» (1 Co 13,4-7) (Amoris laetitia, c. 4).
El Papa comienza explicando las dos primeras características del Amor:
la paciencia (más pasiva) y el espíritu de servicio (más activo). La
paciencia, sobre todo, es la capacidad de controlar el carácter. El servicio es
la capacidad de ser creativos pensando en los demás.
Luego vienen siete “no”, contra: 1°) la envidia (falta de aceptación de los distintos caminos de los
hombres); 2°) la presunción (alarde
y arrogancia) que nos hace hablar sólo de nosotros mismos; 3°) la dureza de corazón o falta de
amabilidad, cortesía, delicadeza y educación; 4°) el propio interés que nos lleva a no estar desprendidos de nosotros
mismos; 5°) la irritabilidad (sobre
todo la interior, que nos lleva a la amargura); 6°) el rencor y ausencia de perdón (el llevar las cuentas de los
demás), 7°) la falta de empatía
para, en lugar de alegrarnos con los demás, complacernos en el mal que sufren
nuestros hermanos.
Por fin, en cuatro puntos, el Papa comenta la “totalidad” que debe
haber en la Caridad: 1°) todo lo
disculpa (no critica, utiliza bien la lengua); 2°) todo lo cree (confía plenamente en los demás); 3°) todo lo espera (vive en la esperanza de
que todo se puede arreglar, con la gracia de Dios); 4°) todo lo soporta (es decir, ama “a pesar de los pesares”, superando
toda adversidad).
La caridad hay que vivirla radicalmente:
“no hagan resistencia al hombre malo”
(Mt 5, 38-48). ¿Qué quiere decir Jesús con esta frase, a primera vista
desconcertante? ¿Tenemos que dejarnos maltratar?
Es claro que todos tenemos el derecho a defendernos, en
cuanto es posible. Pero cuando esto no es posible, por distintas razones, y hay
que “soportar” el mal necesariamente; entonces Jesús nos da la receta: llévalo todo por amor. “Vence el mal con el
bien”. Saca de los males, bienes, y de los grandes males, grandes bienes. Ahoga
el mal en abundancia de bien.
El amor siempre es más fuerte que el odio. Al final, siempre triunfará el amor.
“No te prometo hacerte feliz en esta vida, sino en la otra”, le
decía la Virgen a santa Bernardette en una de las apariciones de Lourdes. Y
terminó su vida, en el convento de Nevers, dando gracias por todo. En realidad,
fue felicísima en su vida, pero también sufrió mucho.
Si alguien nos hace algún mal, el
consejo del Señor es claro: “rogad por
los que os persiguen y calumnian para que sean hijos de su Padre celestial,
que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los
justos y los injustos” (Evangelio).
Dios desea la salvación de todos sus
hijos, buenos y malos. Mientras estamos en la tierra, el más grande pecador se puede convertir en el mayor santo, y
viceversa. No hay nada definido.
¿Cuál es el camino para salvar a las
almas? Amar. Vivir de amor, de caridad. Ejercitar
la caridad constantemente con todos. Y todo, con alegría: amor, gozo, paz.
Son los primeros frutos del Espíritu
Santo.
Podemos terminar nuestra reflexión
mirando el ejemplo de Nuestra Madre, la
Señora del Dulce Nombre, la Madre de la Misericordia, vida, dulzura y
esperanza nuestra (cfr. Salve Regina),
que pasó su vida bendiciendo y alabando a Dios, y sembrando la alegría y la
paz, en su hogar de Nazaret y luego en la Iglesia, que es el hogar de todos los
que creemos en Cristo, es Nuestra
Familia.
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