El Domingo
IV de Pascua es el Domingo del Buen Pastor y la Jornada mundial de
oración por las vocaciones. Ese día, el Papa suele ordenar presbíteros de
la diócesis de Roma.
La Liturgia
de la Palabra se centra en la figura de Jesucristo, Buen Pastor. En la Primera
Lectura (Hch 4, 8-12), escuchamos nuevamente a san Pedro (como en domingos
anteriores) hablando con gran confianza a los judíos sobre el Misterio Pascual.
No tiene miedo en decir la verdad: que ellos, en colaboración con la autoridad
romana, llevaron a la muerte a Jesús y cometieron un gran pecado, pues desecharon
la Piedra Angular de la construcción de Dios. Y no duda en afirmar que “ningún
otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda
salvarnos”.
Sólo Jesús es
la Verdad, el Camino y la Vida. Es conveniente recordar la Declaración
Dominus Iesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe (6 de agosto de
2000). En ese documento, el Cardenal Ratzinger, entonces Prefecto de esa
Congregación, afirmaba, en el n. 5 (las negritas son nuestras):
“Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez
más difundida, es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y
completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser, en efecto, firmemente
creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, el Hijo de
Dios encarnado, el cual es «el camino, la verdad y la vida» (cf. Jn 14,6), se
da la revelación de la plenitud de la verdad divina: «Nadie conoce bien
al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). «A Dios nadie lo ha visto
jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado» (Jn
1,18); «porque en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente»
(Col 2,9-10)”.
Esta verdad
es compatible con esta otra:
“Sin embargo, queriendo llamar a sí a todas las gentes en Cristo y
comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor, Dios no deja de
hacerse presente en muchos modos «no sólo en cada individuo, sino también
en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya expresión principal y
esencial son las religiones, aunque contengan “lagunas,
insuficiencias y errores”» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio,
55; cf. también 56. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 53). Por
lo tanto, los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y
guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos
elementos de bondad y gracia que están en ellos presentes” (Declaración Dominus
Iesus, n. 8).
Por eso, al
final del Evangelio de la Misa (Jn 10, 11-18), Jesús dice: “Tengo, además,
otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y
escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor”.
Es importante
tener en cuenta que
“Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en
la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en
comunión con él” (Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium
ecclesiae, n. 1: AAS 65 (1973) 396-408) (Declaración Dominus Iesus, n.
17).
“«Por lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de
Cristo como la suma —diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo—
de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que
la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba
ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades» (Congr.
para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 1). En efecto, «los elementos de esta
Iglesia ya dada existen juntos y en plenitud en la Iglesia católica, y sin esta
plenitud en las otras Comunidades» (Juan Pablo II, Enc. Ut
unum sint, 14). «Por
consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y Comunidades separadas tienen
sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la
salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como
medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de
la verdad que se confió a la Iglesia» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis
redintegratio, 3)” (Declaración Dominus Iesus, n. 17).
Al final de
la Declaración (n. 20) se resume lo anterior de la siguiente manera:
“Ante todo, debe ser firmemente creído que la «Iglesia peregrinante es
necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de
salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él,
inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn
3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres
entran por el bautismo como por una puerta» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, 14. Cf. Decr. Ad gentes, 7; Decr. Unitatis redintegratio,
3). Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios
(cf. 1 Tm 2,4); por lo tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos
verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los
hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris
missio, 9. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 846‑847)”.
El 7 de mayo
de 2006, Benedicto XVI, al hablar de la vocación en la Iglesia, decía lo
siguiente:
“La vocación cristiana es siempre la renovación de esta amistad
personal con Jesucristo, que da pleno sentido a la propia existencia y la
hace disponible para el reino de Dios. La Iglesia vive de esta amistad, alimentada
por la Palabra y los sacramentos” (Ángelus).
Y, el 29 de abril
de 2012, decía:
“El Señor llama siempre, pero muchas veces no lo escuchamos.
Estamos distraídos por muchas cosas, por otras voces más superficiales; y luego
tenemos miedo de escuchar la voz del Señor, porque pensamos que puede
quitarnos nuestra libertad. En realidad, cada uno de nosotros es fruto del
amor: ciertamente, del amor de los padres, pero, más profundamente, del amor de
Dios. La Biblia dice: aunque tu madre no te quisiera, yo te quiero, porque te
conozco y te amo (cf. Is 49, 15). En el momento que me doy cuenta de este
amor, mi vida cambia: se convierte en una respuesta a este amor, más grande
que cualquier otro, y así se realiza plenamente mi libertad” (Ángelus).
Estos textos
del magisterio de la Iglesia nos pueden ayudar a centrar cada vez más nuestra
vida en Cristo, porque sólo en Él encontraremos la salvación. Al mismo
tiempo, crecerá nuestro amor a la Esposa de Cristo, la Iglesia, que
subsiste solamente en la Iglesia Católica. Y pediremos al Señor, Buen
Pastor, que conceda su gracia (como de hecho lo hace) a todos los hombres, para
que todos los elegidos lleguemos a formar parte de su rebaño. Lo hacemos con la
Oración Colecta de la Misa del Domingo Cuarto de Pascua:
“Omnipotens sempiterne Deus, deduc
nos ad societatem caelestium gaudiorum, ut eo perveniat humilitas gregis, quo
processit fortitudo pastoris”. “Dios
todopoderoso y eterno, que has dado a tu Iglesia el gozo inmenso de la
resurrección de Jesucristo, concédenos también la alegría eterna del reino
de tus elegidos, para que así el débil rebaño de tu Hijo tenga parte
en la admirable victoria de Pastor. Él, que vive y reina contigo”.
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