En su libro, “La fuerza del silencio”, el Cardenal Sarah, como buen “maestro
espiritual” (cfr. post anterior: epílogo del Papa Benedicto XVI a la edición
italiana del libro), nos enseña a hacer oración. Para entrar en comunicación
con Dios es imprescindible el silencio interior. Las negritas son nuestras.
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Horas de
adoración silenciosa
“Por lo que respecta a mí, sé que los
momentos más importantes de mi jornada son esas horas inigualables que paso arrodillado en la oscuridad ante el
Santísimo Sacramento del Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo. Es
como si estuviera sumergido en Dios
y rodeado por todas partes de su presencia. Querría pertenecerle sólo a Él y
hundirme en la pureza de su Amor. Y, sin embargo, me doy cuenta de lo pobre que
soy, de lo lejos que estoy de amar al Señor como Él me ha amado hasta
entregarse por mí” (FS, p. 52).
En el prefacio de la edición
italiana de “La fuerza del silencio”,
Benedicto XVI dice que, al mostrarnos el camino del silencio, el Cardenal Sarah
nos ayuda a renovar nuestra comprensión de la Palabra del Señor y hacerla más
fresca. Por supuesto, casi no nos habla de él mismo, pero, de vez en cuando, nos da la oportunidad de echar una mirada a
su vida interior, dice el Papa emérito. El texto que acabamos de reproducir
es una de esas muestras que, como de paso, el cardenal nos ofrece de su vida de
oración rica y silenciosa.
Escuchar en
silencio la Palabra de Dios
“Las gracias divinas se derraman
sobre el hombre a través de la Sagrada Escritura escuchada y meditada en silencio” (FS, p. 25).
Palabra y
silencio
“Si bien
la palabra caracteriza al hombre, el
silencio es lo que lo define, porque la palabra hablada sólo adquiere
sentido en virtud de ese silencio” (FS, p. 20).
“Para
hablar de Dios hay que empezar por
callar” (FS. p. 145).
El silencio en
la liturgia
La
homilía de un sacerdote es “el eco de la
palabra que enseño el Maestro en los caminos de Galilea”. “También los
sacerdotes deben preparar las homilías en el silencio de la oración y la
contemplación” (FS, p. 145).
El
Cardenal Sarah cita al cardenal Ratzinger en una entrevista que le hacen sobre
la liturgia: “Dios es ante todo el gran
silencio. Hay que prescindir de la multiplicidad de las palabras para
encontrar la Palabra. Si no existe el silencio que nos permite entrar en su
profundidad, las palabras se hacen incomprensibles” (FS, p. 145).
“El
silencio es una actitud del alma. No
se impone, a riesgo de parecer exagerado, vacío y artificial. En las liturgias
de la Iglesia el silencio no puede ser una pausa entre dos ritos: es en sí mismo un rito, lo envuelve todo.
El silencio es la madera sobre la que deben estar talladas todas nuestras
liturgias, en las que nada debe romper esa atmósfera silenciosa que es su clima natural” (FS, p. 148).
“Etimológicamente,
convertirse,
significa girarse: volverse hacia
Dios. En la liturgia no existe verdadero silencio si en nuestro corazón no nos
volvemos hacia el Señor. Pero el verdadero silencio es el de nuestras pasiones,
un corazón purificado de inclinaciones carnales, limpio de odios y rencores,
orientado hacia la santidad de Dios” (FS, p. 146).
La Madre
Teresa: mujer silenciosa
La Madre Teresa “era mujer de silencio
porque era mujer de oración, y
estaba constantemente junto a Dios. Quería permanecer en el silencio de Dios.
Esta religiosa, muy poco aficionada a hablar, huía de la tempestad del ruido
mundano (…). Imitaba a Cristo en su silencio, su humildad, su mansedumbre y su
caridad. Le gustaba pasar horas enteras
delante de Jesús presente en la Eucaristía (…). Como Jesús, su corazón
tenía siempre sed de Amor. En todas las
capillas de las Hermanas Misioneras de la Caridad está inscrito el grito de
Jesús: Tengo sed” FS, pp. 51-52).
La “sed” de la que hablaba la Madre Teresa
es el deseo de Dios, que incluye el deseo de silencio.
Así define el Cardenal Julián Herranz el silencio
interior: «Es el divino silencio que se hace en el alma cuando el hombre
—invocando humildemente la ayuda del Espíritu Santo— consigue acallar en su
mente y en su corazón las voces de la imaginación incontrolada, del egoísmo o
de las pasiones, para escuchar —en una quietud humilde y enamorada—
solamente la voz de Dios» (Card. Julián Herranz, Atajos del silencio, p.
126).
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