Nuevamente adelantamos nuestro “post” semanal, que
ordinariamente publicamos los sábados. El motivo, en esta ocasión, es la
preparación para el 100° aniversario de
la primera aparición de la Virgen en Fátima, el 13 de mayo de 1917.
Como es natural, en los últimos días se ha escrito
mucho sobre Fátima. Y no es para menos. Quienes hemos presenciado directamente un éxtasis de alguien a quien, en ese
momento, Jesús o la Virgen le están comunicando algo (como, por ejemplo,
nosotros tuvimos la dicha de vivir en Garabandal, durante el verano de 1962, en
varias ocasiones), sabemos la huella
profunda que deja lo sobrenatural en nuestras vidas.
Es verdad que deberíamos “experimentar” esa huella cada vez que recibimos un Sacramento
(como el de la Penitencia o el de la Eucaristía). En realidad, deberíamos estar
continuamente dando gracias a Dios por la vida
nueva que nos ha ganado con su muerte y resurrección; por la gracia que tan abundantemente nos otorga.
Sin embargo, los hombres necesitamos también de otros consuelos divinos, más
extraordinarios. No son indispensables, pero ¡cuánto ayudan!
Esta es la razón por la que María quiso aparecerse a los pastorcitos de Fátima. Vivían en un ambiente
familiar de profunda fe. Sin las apariciones, hubieran podido haber
transcurrido su vida como católicos ejemplares (como sus padres, sus abuelos, y
el resto de las personas que vivían entonces en Ajustrel). Pero el Señor quiso que su Madre viniera a
visitarnos de una manera extraordinaria, con una misión concreta: la
conversión de los pecadores.
Los milagros y fenómenos extraordinarios sirven para encender nuestra fe.
¡Cuántas personas acudimos a los Santuarios Marianos, como Guadalupe, Lourdes o
Fátima, para avivar nuestro amor a María y a Jesús! ¿Por qué vamos precisamente
ahí? Porque esos lugares son testimonio
de que Dios existe y ha actuado, muchas veces a lo largo de la historia, de
manera clara y patente: con hechos que el hombre no puede explicar y sabe que
proceden del Poder infinito de Nuestro Creador y Redentor.
Indudablemente, las más de cincuenta mil personas que presenciaron el milagro del sol,
el 13 de octubre de 1917, no quedaron
indiferentes después del suceso. Para la gran mayoría habrá sido un
acontecimiento que marcó sus vidas para siempre.
Así lo relata brevemente Joaquín Esteban Perruca en El Mensaje de Fátima (Ed. Palabra.
Madrid, 1987):
“El 13 de octubre de 1917, en una aldea de Portugal, miles y miles de
personas contemplaron. Asombradas, un prodigio en el cielo. Había estado
lloviendo durante toda la mañana, pero, a eso del mediodía, cesó la lluvia, las
nubes se disiparon y el sol empezó a brillar en el firmamento. De pronto, se convirtió en un disco de plata rodeado
de una brillante corona. Luego, se puso a temblar, a dar vueltas sobre sí
mismo, como una rueda de fuego,
proyectando en todas direcciones haces de luz
de distintos colores: verde, rojo, azul, anaranjado...
El fenómeno se repitió por tres
veces y al final, el sol, zigzagueando, pareció desprenderse del firmamento
y avanzar hacia la tierra. Cuando ya estaba muy cerca de la multitud, que,
aterrada, había caído de rodillas, se
detuvo repentinamente y, zigzagueando de nuevo, se alejó como se había acercado
y se colocó otra vez en su lugar en el cielo.
Todo duró como unos diez
minutos, y quienes lo vieron habían llegado a Fátima —que así se llamaba la
aldea— atraídos por lo que, desde hacía meses, estaba allá sucediendo: la
Santísima Virgen se había aparecido varias veces a tres pastorcitos, y en una
de esas apariciones, les había prometido
que en esa fecha —13 de octubre— haría una gran milagro para que todo el mundo creyera. Y el milagro se había producido”.
La misión de los tres pastorcitos fue ser testigos de Dios y luego, de comunicar al mundo su Verdad y su Bondad.
Dos de ellos —Francisco y Jacinto— serán canonizados por el Papa Francisco
en unos días. Tuvieron muy poco tiempo para dar su testimonio pero, finalmente,
fueron instrumentos dóciles y humildes
en las manos de Dios. Por eso son santos.
Nuestra Madre les
confirmó los medios, que ellos ya habían aprendido de sus padres, para
alcanzar la santidad: la oración, la renuncia al propio yo, la entrega a los
demás en la vida diaria, la frecuencia de los sacramentos.
En estos próximos días, preparándonos para el 100°
aniversario de Fátima, podemos repetir mucho la oración del Ángel de la Paz (primera
aparición del Ángel en la primavera de 1916) que, postrado de rodillas e
inclinada la cabeza hasta casi tocar el suelo, repitió por tres veces:
“Dios
mío, creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, por los
que no adoran, por los que no esperan ni te aman”.
También podemos hacer sacrificios pequeños. El Ángel, en su segunda aparición (verano de 1916) les dijo:
“De
todas las cosas podéis hacer un sacrificio. Ofrecédselos al Señor en reparación
de tantos pecados con los que es ofendido y como súplica por la conversión de los pecadores. Procurad así atraer la paz
sobre vuestra patria... Sobre todo, aceptad con resignación los sufrimientos
que Dios os envíe...”.
También podemos repetir la oración que, en su tercera aparición, les sugirió el Ángel
a los niños (otoño de 2016), mientras sostenía en sus manos un cáliz con una
hostia de la cual caían algunas gotas de sangres, y que luego quedó
misteriosamente suspendido en el aire:
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo te adoro profundamente y te ofrezco
los preciosísimos Cuerpo, Alma, Sangre y Divinidad de nuestro Señor Jesucristo,
presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes con
los que él es ofendido. Por los infinitos méritos de su Sagrado Corazón y por
los del Corazón Inmaculado de María, te pido la conversión de los pobres
pecadores”.
En esa ocasión, como sucedió a Conchita en Garabandal
(18 de julio de 1962), el Ángel dio la
Comunión a los tres pastorcitos.
Con las tres apariciones del Ángel de la Paz, Dios preparó a los niños para recibir el mensaje
de la Virgen al año siguiente. Efectivamente, fue un 13 de mayo de 1917,
hace hora cien años, cuando Francisco, Jacinta y Lucia vieron por primera vez a
la Virgen.
Aquel día era el domingo anterior a la festividad de
la Ascensión del Señor. Los niños habían
asistido a Misa con sus padres. Justo al mediodía, estaban cuidando sus
ovejas en la Cova da Iria. De pronto vieron dos “relámpagos” sucesivos. Llenos
de temor se refugiaron y reunieron a sus ovejas. Pero, cerca de ellos, descubrieron
una carrasca que brillaba envuelta
en una cegadora claridad, y, sobre ella, una hermosa Señora que resplandecía como el sol. Era joven, muy joven.
Así la describe Joaquín Esteban Perruca:
“Llevaba una túnica blanca, como la nieve, ajustada al cuello por un
cordón dorado cuyos extremos descendían hasta la cintura; cubría su cabeza con
un manto también blanco, con los bordes dorados. Era bellísima, con un rostro
de facciones delicadas y unos ojos muy negros que brillaban como el sol. Tenía las manos juntas sobre el pecho y del brazo derecho colgaba un bonito rosario de cuentas
blancas, rematado por una cruz plateada.
Y sonreía, aunque en su rostro se
reflejaba como una o de tristeza...”.
María les pide encontrarse con Ella, en ese lugar, seis veces seguidas, cada día 13. Pero
¿qué más les pide la Virgen en la primera aparición?
En primer lugar ofrecer
sus sufrimientos en reparación por los pecados de los hombres:
“¿Queréis
ofrecer a Dios sacrificios y aceptar todos los sufrimientos que os envíe en
reparación por tantos pecados que ofenden a su Divina Majestad? ¿Queréis sufrir
para obtener la conversión de los pecadores, para reparar las blasfemias y
todas las ofensas hechas al Inmaculado Corazón de María?”.
Luego les otorga, como Madre de Dios, la fuerza para cumplir su misión. María separó
las manos, haciendo brotar de ellas unos haces de luz misteriosa que penetró en los niños “hasta lo más profundo de
su alma”. Entonces cayeron de rodillas,
y, movidos por un impulso irresistible, que
venía de Dios, rezaron: “¡Oh,
Santísima Trinidad, yo te adoro!” “¡Dios mío, yo te amo!” (cfr. relato de Joaquín
Esteban Perruca).
Por último, la
Virgen recomendó a los pastorcitos que
rezaran todos los das el Rosario.
Lucia se
atrevió a hacerle la última pregunta:
— ¿Podrías
decirme si la guerra terminará pronto o durará mucho?
— “No te lo puedo decir ahora —repuso la
Señora—, porque antes he de decirte lo
que quiero...”.
Dichas estas
palabras, la Aparición se fue alejando
hacia el oriente, sin mover los pies, hasta que se desvaneció en la luz del
día.
¿Qué podemos hacer en este mes de mayo, recordando la primera aparición de la Virgen en
Fátima?
La conclusión es clara. Nuestra Señora nos vuelve a pedir, cien años después:
1) Que no tengamos miedo al
dolor y que ofrezcamos nuestros
sufrimientos (los que cada uno recibe enviados por la Providencia llena de
misericordia del Señor), con alegría —en adoración de la Santísima Trinidad—, delante de Jesús en la Eucaristía;
2) Qué lo hagamos en reparación por todo lo que ofendemos los
hombres a Dios en el mundo, es decir, con sentido de reparación; y
3) Que no dejemos de rezar el Santo Rosario todos los días
por esta intención que María tiene en el centro de su Inmaculado Corazón.
En resumen, lo
que la Virgen quiere es nuestra conversión y la de todos los hombres. Es
Nuestra Madre y no parará hasta llevarnos al cielo, como a los tres pastorcitos
de Fátima.
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