Después de leer y meditar los textos
sagrados que nos presenta la liturgia
dominical de mañana (IV Domingo del tiempo ordinario), surge en nuestro
corazón la siguiente pregunta: ¿qué es
lo que más deseo en esta vida?
Si nos metemos de verdad en las
oraciones, salmos y lecturas que nos presenta la Iglesia mañana se llenará de alegría y agradecimiento
nuestra alma, por la Verdad y la Bondad que Dios nos manifiesta en todo
momento.
La Oración colecta, por ejemplo, resume admirablemente el mayor deseo
que puede tener un hombre: amar con toda el alma.
“Concédenos,
Señor Dios nuestro, adorarte con toda el
alma y amar a todos los hombres con afecto espiritual. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y
es Dios por los siglos de los siglos”.
A Dios le adoramos, le alabamos y le amamos con todo nuestro corazón,
porque es Bueno, porque es eterna su Misericordia. Y a nuestros hermanos, los
hombres, también queremos amarles, con
afecto espiritual (porque son hijos de Dios, porque merecen todo nuestro
respeto, porque son imagen del Dios vivo).
Para poder amar de esta manera, que
es el supremo bien del hombre, es
necesario ser humilde, la virtud que
hoy la Liturgia nos invita a valorar sobre todas las demás virtudes humanas.
“Busquen la
justicia, busquen la humildad. Quizá
puedan así quedar a cubierto el día de la ira del Señor” (cfr. Primera Lectura,
Sof 2, 3; 3, 12-13).
En el Antiguo Testamento “justicia”
equivale a “santidad”. Santo es el que agrada a Dios, el que cumple su voluntad. Y ¿cómo la cumplimos mejor? Siendo humildes. Por eso el Espíritu
Santo nos alienta a buscar la humildad, pidiéndola como un don, y luchando por practicarla
todos los días, en nuestra vida ordinaria.
Es interesante hacer notar que la
humildad es la mejor manera de “quedar
cubiertos el día de la ira del Señor”. ¿Cuál es ese día? Con esta
expresión, la Sagrada Escritura designa el Tiempo
de la Tribulación.
El Señor se complace con los pequeños y humildes de corazón.
“El Señor siempre
es fiel a su palabra, y es quien hace justicia al oprimido; él proporciona pan
a los hambrientos y libera al cautivo. Abre el Señor los ojos de los ciegos y
alivia al agobiado (…). A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los
planes del inicuo” (cfr. Salmo 145).
Nos acercamos al 100° aniversario de las apariciones de
Fátima. Son emocionantes los diálogos de los pastorcitos de Fátima con la
Virgen. María, que es la humilde esclava del Señor, escoge a gente sencilla para comunicar sus
mensajes de amor. Sigue el ejemplo de su Hijo.
“Pues Dios ha elegido a los ignorantes de este
mundo, para humillar a los sabios; a los débiles del mundo, para avergonzar
a los fuertes; a los insignificantes y
despreciados del mundo, es decir, a los que no valen nada, para reducir a
la nada a los que valen; de manera que nadie pueda presumir delante de Dios”
(Segunda Lectura, 1 Co 1, 26-31).
En efecto, podemos reconocer el Rostro de Jesús en las
Bienaventuranzas, que mañana meditaremos una vez más, según el Evangelio de san
Mateo (cfr. Mt 5, 1-12). El estilo de
vida de Jesús y de sus discípulos es
el de la humildad y el servicio, la escucha atenta a la voz del Espíritu y
el abandono confiado en manos de la Providencia.
Santo
Tomás de Aquino y los autores medievales ponen en relación cada una de las
bienaventuranzas con las virtudes y los dones del Espíritu Santo.
Por ejemplo, la tercera bienaventuranza (“dichosos los mansos porque heredarán
la tierra”) corresponde al don de piedad.
Dice santo Tomás que esta
bienaventuranza “tiene una cierta coincidencia con la piedad, en cuanto que por
la mansedumbre se quitan los obstáculos para los actos de piedad” (cfr. S.
Th. II-II. q. 121, a. 2).
La mansedumbre es uno de los frutos del Espíritu Santo y está
íntimamente relacionada con la virtud de
la humildad. Nos hace capaces de abrirnos al Espíritu Santo para oír su voz
y sumergirnos en el diálogo de amor
que Dios desea tener con nosotros cada día.
Aprendamos a ser serenos y mansos de corazón, como María
que crea un clima sereno
que cura la brusquedad y la impaciencia. La serenidad es un tejido profundo del alma que está hecho de ilusión y
de paciencia. Ilusión de María, cuando recibe el anuncio del ángel,
cuando va de visita a casa de su prima Isabel, cuando espera a Jesús, cuando
medita en su corazón las grandes maravillas que contempla; cuando le pide a
Jesús que adelante la hora de sus milagros. María se llena de paciencia, durante su larga vida oculta en Nazaret;
sobre todo al pie de la Cruz. La serenidad es una actitud necesaria en nuestra
vida interior. Nos da hondura, calma, visión amplia, tranquilidad, orden (Cfr.
Dorronsoro, J. M., Tiempo para creer,
p. 55).
Excelente programa de un café con Galat entrevistando al valiente sacerdote sancionado por defender la Tradición y el Magisterio de nuestra Santa Madre Iglesia: https://m.youtube.com/watch?v=_IS-4G8NHfI
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