Esta semana, hemos comenzado
el Tiempo Ordinario del Año Litúrgico.
En algunos países ya hemos celebrado, el lunes pasado, la Fiesta del Bautismo del Señor que, normalmente se
celebra el domingo siguiente a la Solemnidad de la Epifanía. En otros países se
celebrará mañana.
De cualquier manera, los
textos de la Liturgia de la Palabra,
en ambos casos, nos dirigen hacia la contemplación de Jesucristo el día de su Bautismo en el Jordán.
El Señor, después de haber
vivido unos 30 años en Nazaret, hacia el mes de enero del año 27, según algunos
exégetas, hace el largo viaje (de unos 100 kilómetros) desde Nazaret hasta cerca de Jericó, donde estaba bautizando Juan.
Los expertos en la Sagrada
Escritura afirman que ese año era un año
jubilar o sabático de los grandes, es decir, de los que se celebraban cada
49 o 50 años. Muchos galileos, como también de otros lugares de Palestina, habían
acudido a recibir el bautismo de
penitencia que predicaba Juan.
¿Qué decía Juan? Que era
necesaria la conversión, el cambio
interior, porque estaba cerca la aparición de quien no sólo bautizaría con
agua, sino que lo haría con el Espíritu
Santo y con fuego.
La misión de Juan era preparar
los caminos del Señor, enderezar sus
sendas, allanar los valles… En definitiva, ayudar a que los hombres de esa
época estuvieran bien dispuestos a recibirlo.
Jesús, como observa el Papa
Benedicto XVI, se pone en la “cola de
los pecadores” para recibir el bautismo de Juan. Desea ser uno más. Se
mezcla con la multitud de los penitentes, siendo el Cordero inocente y sin
mancha.
Algunos galileos se habían
unido al Bautista para tomarlo como maestro y escuchar su palabra de conversión.
Entre ellos estaban quienes serían los
primeros seis discípulos de Jesús: Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Felipe y
Bartolomé.
Jesús desea comenzar su vida pública con su
Bautismo en el Jordán. Juan, que era su pariente, lo reconoce y, al principio,
se resiste a bautizarlo. Pero Jesús le pide que lo haga, porque ese era el
designio de su Padre.
El Bautismo del Señor es el
comienzo de su “subida” a Jerusalén:
“con un bautismo tengo que ser bautizado y cómo está mi alma en prensa hasta
que se cumpla” (Lc 12, 50). Es el bautismo de su Pasión y Muerte en la Cruz
para salvación de los hombres.
Por eso, muchas
representaciones primitivas representan ese momento poniendo a Jesús debajo del
agua del Jordán, como en un sepulcro.
El Señor, con su Bautismo dio
al agua el poder de ser elemento de salvación, signo que unido a la invocación
de la Trinidad, será el sacramento de la
regeneración y unión con Cristo, Puerta de los demás sacramentos.
Efectivamente, en el Segundo Misterio luminoso del Rosario
meditamos la teofanía que tuvo lugar, cuando se abrieron los cielos, se escuchó
la voz del Padre y se posó sobre el Señor el Espíritu Santo en forma de paloma:
“Este es mi Hijo muy amado en quien me he complacido” (Mt 3, 17).
¿Qué fruto podemos sacar hoy
de esta reflexión sobre el Bautismo del Señor?
En primer lugar, agradecerle que nos haya hecho partícipes
de su Bautismo, a través del nuestro. Ese día comenzamos a ser propiamente
hijos de Dios. Ese día la Santísima Trinidad comenzó a inhabitar en nuestra
alma. Ese día recibimos la semilla de las virtudes teologales y los dones del
Espíritu Santo. ¡Qué gran día el de nuestro bautismo!
Además, podemos pedirle a Jesús
que nos de su gracia para buscar todos
los días la conversión personal, con un espíritu de penitencia cada vez más
decidido, para luchar contra el pecado y avanzar con generosidad por el camino
de la santidad.
Por último, también podemos
proponernos unirnos al Señor y a los
primeros apóstoles, en el comienzo de su vida pública, para ser también
nosotros apóstoles, evangelizadores de su Palabra, con nuestra oración, nuestro
ejemplo y nuestra caridad fraterna con quienes están más cerca y con todos nuestros
hermanos.
María, la Madre del Señor, permanecía en Nazaret, pero espiritualmente
estaba siempre junto a su Hijo. Ella nos enseñará a contemplar cada día el
Segundo Misterio luminoso del Rosario con más fervor y agradecimiento.
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