En las lecturas de la Misa de mañana, Domingo XIX durante
el año, descubrimos, escuchando la Voz del Espíritu en silencio, dónde y
cómo Dios se manifiesta.
• 1R 19, 9a. 11-13a. Ponte de pie en el monte ante el
Señor.
• Sal 84. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos
tu salvación.
• Rm 9, 1-5. Quisiera ser un proscrito por el bien de
mis hermanos.
• Mt 14, 22-23. Mándame ir hacia ti andando sobre el
agua.
En la Primera Lectura, tomada del Primer Libro de los
Reyes, Yahvé se manifiesta a Elías, en el monte Horeb, de una manera
desconcertante, a primera vista: a través de una suave brisa o leve
susurro. No en el huracán. No en el terremoto, no en el fuego.
En el Evangelio —que nos relata el episodio en que
Jesús calma un fuerte viento en el Mar de Genesaret, y manda a Pedro ir hacia
Él, caminando sobre las aguas—, el Señor se aparece a sus discípulos en el
silencio de la noche.
En la Segunda Lectura se puede reflexionar sobre la
pena que tiene San Pablo porque los de su raza, —los israelitas, los que forman
el Pueblo escogido— no se abren a la Nueva Alianza instaurada en Jesucristo.
Dios ha querido abrir la salvación a todas las naciones, en la Iglesia, a
través de la cual se manifiesta ahora al mundo. Pero los judíos, aunque son los
destinatarios de las promesas, rechazan el plan de Dios porque, en definitiva,
no alcanzan a ver sus designios en esa pequeña semilla de mostaza,
insignificante, que es la Iglesia.
Las tres lecturas nos hablan, por tanto, de los
misteriosos modos en los que Dios se manifiesta. Lo hace, sobre todo, de
modo ordinario: en nuestra vida corriente. Todos los días recibimos mil
llamadas suyas. Tendríamos que descubrir a Dios en el orden de la Creación, en el
milagro que supone nuestra propia existencia, en los sucesos de la vida diaria
que nos gritan la presencia del Señor, muy cerca de nosotros.
Todo depende de nuestra capacidad de percibir los signos
de Dios a nuestro alrededor. Si hacemos oración y procuramos mantener un
diálogo continuo con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no nos será difícil
ver a Dios en todo, y darle gracias por todo.
“Lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente”,
reza un viejo refrán escolástico. Todo depende de nuestra sensibilidad
espiritual, del amor de Dios que está en nuestro corazón. Dios lo ha puesto
ahí, como una semilla, pero hay que cultivarlo y facilitar que crezca y
se desarrolle.
Dios habla en el silencio. ¡Qué importante es callar,
para escuchar la voz de Dios y dejar que Él nos hable!
“El viento sopla donde quiere”, dice Jesús en el famoso
coloquio con Nicodemo. El Espíritu puede manifestarse en la vida de los hombres
en las formas más libres e inesperadas. El “se recrea en el orbe de la tierra”.
Pero existe una regla, una exigencia ordinaria se impone a todo el que
quiera captar las ondas del Espíritu. Y esta es: la interioridad. La
cita para el encuentro con el inefable Huésped está fijada dentro del alma. Dulces
hospes animae, dice el admirable himno litúrgico de Pentecostés. El hombre
es “templo” del Espíritu Santo, nos repite San Pablo (cfr. Pablo VI, Catequesis
del 17 de mayo de 1972).
Es necesario el silencio interior para escuchar la
palabra de Dios, para experimentar la presencia, para sentir la vocación de
Dios. Nuestra psicología hoy es demasiado extravertida: la escena
exterior es tan absorbente que nuestra atención está prevalentemente fuera de nosotros,
estamos casi siempre fuera de nuestra casa personal; no sabemos meditar, no
sabemos rezar; no sabemos hacer callar el estruendo interior de los
intereses exteriores, de las imágenes, de las pasiones (ibídem).
“Es el Espíritu Santo muy amante del reposo y quietud;
pero de ese reposo que siente el alma cuando no busca ni quiere otra cosa que a
su Dios” (Francisca Javiera del Valle, Decenario del Espíritu Santo, p.
54).
«La actividad del Espíritu Santo pasa inadvertida. Es
como el rocío que empapa la tierra y la torna fecunda, como la brisa que
refresca el rostro, como la lumbre que irradia su calor en la casa, como el
aire que respiramos casi sin darnos cuenta» (Don Álvaro del Portillo, Carta del
1° mayo de 1986).
Se comprende que sólo podremos encontrar a Dios si entramos
en nosotros mismos mediante el silencio interior. «Es el divino silencio
que se hace en el alma cuando el hombre —invocando humildemente la ayuda del
Espíritu Santo— consigue acallar en su mente y en su corazón las voces de la
imaginación incontrolada, del egoísmo o de las pasiones, para escuchar —en
una quietud humilde y enamorada— solamente la voz de Dios» (Card. Julián
Herranz, Atajos del silencio, p. 126).
Lo dice la Madre Teresa de Calcuta: «El fruto del
silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es
el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz».
Ella (la Madre Teresa de Calcuta) sabía que en la raíz de la
unión con Dios estaba el silencio, ya que Dios era el «amigo del
silencio». Decía:
“Necesitamos silencio para estar a solas con Dios, para
hablar con él, para escucharle, para sopesar sus palabras en lo más hondo de
nuestro corazón. Necesitamos estar a solas y en silencio con Dios para
sentirnos renovadas y transformadas. El silencio nos da una nueva visión de la
vida. En él nos sentimos llenas de la energía del propio Dios, que hace que lo
hagamos todo con alegría”.
Su silencio debía ser necesariamente interior, ya que la
mayoría de las veces estaba rodeada de ruido e inquietud. Por tanto, para
posibilitar el auténtico silencio interior dijo a las hermanas que debían
practicar:
Silencio de los ojos, abriéndolos continuamente a la
belleza y la bondad de Dios en todas partes, y cerrándolos a los defectos de
los demás y a todo lo que es pecaminoso o perturbador para el espíritu”.
Silencio de los oídos, atentos siempre a la voz de
Dios y al llanto del pobre y el necesitado, cerrándolos a todas las voces que
vienen del mal o de cuanto de negativo hay en la naturaleza humana, por
ejemplo, la murmuración, el chismorreo, los comentarios poco caritativos.
Silencio de la lengua, para alabar a Dios y decir Su
palabra, que da vida y que es la Verdad que ilumina e inspira, aporta paz,
esperanza y alegría, y evitar la autodefensa y cualquier palabra que provoque
confusión, inquietud, dolor y muerte.
Silencio de la mente, abriéndola a la Verdad y al
conocimiento de Dios a través de la plegaria y la contemplación, como María
cuando meditó en las maravillas del Señor en su corazón, y cerrándola a todas
las mentiras, distracciones y los pensamientos destructivos, como juicios
temerarios, desconfianzas en relación con los demás, pensamientos y deseos de
venganza.
Silencio del corazón, amando a Dios con toda el alma,
la mente y la fuerza, y a los demás como Dios los ama, deseando sólo a Dios y
evitando todo egoísmo, odio, envidia, celos y codicia” (Kathryn Spink, Madre Teresa, Plaza & Janés, México
1977, pp. 111-112).
Por tanto, no hay que tener miedo a que la práctica continua
de la oración nos aísle de los demás: «Recogerse no es alejarse,
aislarse. Es abrazar. Es re-coger en Dios a los otros y a las cosas que tenemos
a nuestro alrededor» (Cita de San Josemaría Escrivá, recogida por J. Herranz, Atajos
del silencio).
Reproducimos, a continuación, varios trozos de mensajes a
Marga, de Jesús y de la Virgen (ver
sitios sobre el Tomo Rojo y el Tomo Azul) en los
que el Señor y María le hablan del silencio.
— 25 de mayo de 1999 (Virgen): “¿Habéis preguntado
por los gustos de Dios? Escuchad, escuchadle, habla en el silencio. Haced
silencio. ¡Tanto ruido en vuestras almas! Escuchad..., escuchad...”.
— 20 de julio de 1999 (Virgen): “Dios nunca fuerza,
El invita, El llama con Susurros de Amor a su criatura que, si está muy
pendiente del mundo, no le oye. Ha de hacer silencio, que es donde se oye el
Murmullo suave de la Voz de Dios, que es como Arroyuelo limpio que cae en dulce
Cascada y moja a sus pequeñuelos. Poneos debajo, recibid el Agua de la
Salvación”.
— 1 de marzo de 2005 (Jesús): “Manifestaciones
extraordinarias: Es el camino que Yo empleo para esta Hora, donde casi nadie me
escucha ya. Manifestaciones extraordinarias, porque las ordinarias no las
atienden. ¡No me escucháis! No me escucháis ya.
Os hablo a través de los libros, de las buenas lecturas que
nadie compra.
Os hablo a través de la Biblia, la Palabra de Dios que nadie
lee.
Os hablo a través de la Eucaristía que (casi) nadie recibe
en Gracia.
Os hablo a través de la oración, que nadie hace.
Os hablo a través del silencio, que nadie emplea, a través
de la pobreza y las privaciones voluntarias, que nadie busca.
Y finalmente os hablo a través de mi Madre, a quien ya nadie
acude. ¡¡¿Cómo podréis escucharme?!!”.
— 19 de abril de 2007 (Jesús): “En casa, tu Ángel
vela tu sueño, acaricia tu rostro y enciende una luz en tu cabeza. Te habla:
«Marga... recuerda... uno sólo es el Señor, al Señor sólo adorarás, sólo a Él
darás culto»." Su Voz, apenas perceptible por el oído, podrás oírla en tu
alma, si estás en sintonía con él, si haces silencio. Verás, sin televisión,
cómo se llena tu casa de las Voces espirituales del Espíritu de Dios. Cómo te
llaman a todas horas a la oración, al contacto con Él. Cómo todas las
realidades se hacen hermosas. Así, comunícate con los Ángeles de la Guarda de
tus hijos y de tu marido. Así, cuando alguien llame al teléfono o a la puerta,
encontrará una Marga siempre dispuesta a ayudarle y a escucharle”.
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