domingo, 15 de noviembre de 2020

¿Cómo correspondemos a los dones de Dios?

Como estoy recuperándome del Covid (pido tus oraciones) no me siento con ánimos de escribir algo más elaborado. Prefiero transcribirte un comentario de Benedicto XVI a los textos del Domingo 33° del Tiempo ordinario (16-XI-2008).

«La Palabra de Dios de este domingo, penúltimo del año litúrgico, nos invita a estar vigilantes y activos, en espera de la vuelta del Señor Jesús al final de los tiempos. La página del Evangelio narra la célebre parábola de los talentos, referida por san Mateo (cf. Mt 25, 14-30). El "talento" era una antigua moneda romana, de gran valor, y precisamente a causa de la popularidad de esta parábola se ha convertido en sinónimo de dote personal, que cada uno está llamado a hacer fructificar. En realidad, el texto habla de "un hombre que, al ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda" (Mt 25, 14).

El hombre de esta parábola representa a Cristo mismo; los siervos son los discípulos; y los talentos son los dones que Jesús les encomienda. Por tanto, estos dones, no sólo representan las cualidades naturales, sino también las riquezas que el Señor Jesús nos ha dejado como herencia para que las hagamos fructificar: su Palabra, depositada en el santo Evangelio; el Bautismo, que nos renueva en el Espíritu Santo; la oración -el "padrenuestro"- que elevamos a Dios como hijos unidos en el Hijo; su perdón, que nos ha ordenado llevar a todos; y el sacramento de su Cuerpo inmolado y de su Sangre derramada. En una palabra: el reino de Dios, que es él mismo, presente y vivo en medio de nosotros.

Este es el tesoro que Jesús encomendó a sus amigos al final de su breve existencia terrena. La parábola de hoy insiste en la actitud interior con la que se debe acoger y valorar este don. La actitud equivocada es la del miedo: el siervo que tiene miedo de su señor y teme su regreso, esconde la moneda bajo tierra y no produce ningún fruto. Esto sucede, por ejemplo, a quien, habiendo recibido el Bautismo, la Comunión y la Confirmación, entierra después dichos dones bajo una capa de prejuicios, bajo una falsa imagen de Dios que paraliza la fe y las obras, defraudando las expectativas del Señor.

Pero la parábola da más relieve a los buenos frutos producidos por los discípulos que, felices por el don recibido, no lo mantuvieron escondido por temor y celos, sino que lo hicieron fructificar, compartiéndolo, repartiéndolo. Sí; lo que Cristo nos ha dado se multiplica dándolo. Es un tesoro que hemos recibido para gastarlo, invertirlo y compartirlo con todos, como nos enseña el apóstol san Pablo, gran administrador de los talentos de Jesús». María nos ayudará a ser "siervos buenos y fieles", para que podamos participar un día en "el gozo de nuestro Señor". 

viernes, 13 de noviembre de 2020

El mandamiento del Amor

“Hermanos: Me ha dado mucha alegría enterarme de que muchos de ustedes viven de acuerdo con la verdad, según el mandamiento que hemos recibido del Padre. Les ruego, pues, hermanos, que nos amemos los unos a los otros. No se trata de un mandamiento nuevo, sino del mismo que tenemos desde el principio. El amor consiste en vivir de acuerdo con los mandamientos de Dios. Y el mandamiento consiste en vivir de acuerdo con el amor, como lo han escuchado desde el principio” (Cfr. Jn 1, 4-9). San Juan nos anima a vivir “de acuerdo con el amor”, que es el mandamiento central de la ley y abarca las dos tablas. Veamos algunos cometarios de Juan Pablo II en la Encíclica Veritatis Splendor (1993) que nos ayudan a vivir bien y ordenadamente el mandamiento del amor.

Lo central es la primera tabla de la Ley, que el hombre no puede "cumplir" si no es por la participación en la Bondad de Jesús que nos la comunica cuando nos acercamos a él: "ven y sígueme" (cfr. Veritatis Splendor, n. 11).

Jesús detalla al joven rico el modo de interpretar el mandamiento del amor a Dios, que se concreta en el amor al prójimo (segunda tabla de la Ley), y, más específicamente, en los preceptos negativos, que "expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama"; así se "comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta" (cfr. Ibidem, 13).

Los dos mandamientos —amar a Dios y amar al prójimo— están unidos en la Cruz de Cristo que muere por amor a su Padre y a la humanidad. Jesús explica el segundo, consecuencia necesaria del primero, en la parábola del buen samaritano y en el "discurso" sobre el juicio final (cfr. Ibidem, n. 14).

El Amor (la gracia) y la Ley se relacionan de la siguiente manera, con palabras de San Agustín: «la Ley ha sido dada para que se implorase la gracia [porque la Ley hace al hombre humilde al ver que no puede cumplirla con sus fuerzas]. La gracia ha sido dada para que se observase la ley» [porque con la gracia es la única manera de poder cumplir la ley] (cfr. Ibidem, n. 23). La Nueva Ley del Amor nos da el precepto, pero también la fuerza con la que cumplirlo; ambos aspectos están unidos: la fuerza del amor de Cristo nos posibilita cumplir el mandamiento del amor, y el cumplimiento de los preceptos de Jesús, nos habilita para permanecer en el amor de Cristo; por eso S. Agustín decía: «da quod iubes et iube quod vis» (da lo que mandas y manda lo que quieras) (cfr. Ibidem, n. 24).

miércoles, 11 de noviembre de 2020

San Martín de Tours

A lo largo del Año Litúrgico celebramos las solemnidades, fiestas y memorias del Señor, Nuestra Madre y de muchos santos y santas. Uno de los que ha tenido gran devoción en el pueblo cristiano es San Martín de Tours (11 de noviembre). De hecho, por ejemplo, en España, durante la Edad Media, era uno de los nombres que más se utilizaba para bautizar a los niños, después de Pedro y Juan. Yo le tengo especial devoción porque, antes del siglo XVIII, mi apellido completo era Martín Cano. Un antepasado mío, que vivió en la primera mitad de ese sigo, decidió quedarse sólo con el “Cano”. Aunque San Martín es un santo francés, tuvo gran devoción en toda Europa.

Nació en Hungría hacia el año 316. Sus padres lo llevaron a Italia siendo niño. Ahí ingresó en el Ejército Romano cuando tenía 15 años de edad, y fue destinado a Las Galias. En Amiens tuvo lugar el famoso episodio de su vida en el que se encontró con un pobre que no tenía con qué cubrirse y Martín, partió su capa en dos y le dio la mitad a aquel hombre. Esa noche tuvo una visión de Jesús que le decía: “Martín, hoy me cubriste con tu manto”. Este suceso le llevó a dar el paso de su bautismo, pues ya era catecúmeno desde hacía tiempo. Además, se presentó ante su general y le dijo: "Hasta ahora te he servido como soldado. Déjame de ahora en adelante servir a Jesucristo propagando su santa religión". Y, desde entonces decidió dar prioridad a la salvación de su alma llevando una vida retirada del mundo. Fue discípulo de San Hilario de Poitiers y fundó el primer convento que hubo en  Francia, con algunos amigos que le siguieron. "Fui soldado por obligación y por deber, y monje por inclinación y para salvar mi alma", solía decir.

En el año 371 fue invitado a la ciudad de Tours y ahí fue aclamado obispo por elección popular. Algo parecido a lo que le sucedió a San Agustín, en Hipona, un poco más tarde. En Tous fundó otro convento que pronto tuvo ya 80 monjes. Además, recorrió todo el territorio de su diócesis dejando un sacerdote en cada pueblo. Él fue el fundador de las parroquias rurales en Francia.

Uno de sus rasgos más notables era su amabilidad. Se le aplicaban a la perfección las palabras de San Pablo a Tito: “Recuérdales a todos que deben someterse a los gobernantes y a las autoridades, que sean obedientes, que estén dispuestos para toda clase de obras buenas, que no insulten a nadie, que eviten los pleitos, que sean sencillos y traten a todos con amabilidad”. Son famosas su palabras en el lecho de muerte (397): "Señor, si en algo puedo ser útil todavía, no rehúso ni rechazo cualquier trabajo y ocupación que me quieras mandar". 

lunes, 9 de noviembre de 2020

El Misterio del Templo

La fiesta de la Dedicación de la Basílica Lateranense nos recuerda que somos “piedras vivas” en la construcción del Templo de Dios, que es casa de oración. En Jesucristo se cumple la plenitud de la Presencia de Dios entre nosotros, que culminará en su Segunda Venida.

«Desde ahora, realizada ya la Encarnación sostiene Y.M.J. Congar, existe un templo perfecto que es el cuerpo de Jesucristo. Es el templo teándrico, que asume, para infundirle una verdad y una dignidad superior, al templo espiritual de las almas, al que une a Sí en un cuerpo místico o comunional, y al templo cósmico de un mundo del que es rey, sacerdote y Salvador, y al que hará participar de la gloria de los hijos se Dios. Todo ello va realizándose ya, pero aguarda su consumación. En el presente régimen, que es a la vez de realidad y de espera, esta unión del mundo y de las almas al templo santo del cuerpo de Cristo se opera «in mysterio», mediante los sacramentos: el sacramento de la eucaristía y el sacramento de las iglesias. La eucaristía, cuerpo sacramental de Cristo, alimenta en nuestras almas la gracia, por la cual somos el templo espiritual de Dios; es el sacramento de la unidad, el signo del amor por el que formamos un sólo cuerpo, el cuerpo comunional de Cristo. Es, finalmente, para nuestros mismos cuerpos, una promesa de resurrección (Jn. 6, 54). Es también, para mundo entero, germen de transformación gloriosa por el poder de Cristo. Tiene, por lo tanto, un valor cósmico, y no sólo como promesa de restauración, sino también como signo, por cuanto se elabora con elementos del mundo y mediante el trabajo del hombre. También la liturgia destaca el valor de la eucaristía como alabanza y acción de gracias por parte de la creación. También las iglesias sirven a la vida de nuestras almas en cuanto templos espirituales, por cuanto son lugares de oración; sirven asimismo a nuestra unión en un cuerpo comunional, puesto que son el lugar de la asamblea cristiana. Y como la eucaristía, aún en mayor medida, asumen los elementos del mundo y el trabajo del hombre. Son ellas también las primicias de la creación, ofrecidas a Dios y atraídas hacia la sociedad del cuerpo de Cristo, que las reunirá y consagrará a todas. Por tal motivo, las ricas catedrales y, más modestamente, las iglesias y capillas diseminadas sobre la superficie de la tierra, convocan a los elementos del mundo y recogen todo vestigio de belleza para la alabanza del Señor, al tiempo que representan el glorioso cortejo de los santos. Son signo y promesa de que todo será reunido, lo visible y lo invisible, lo corporal y lo espiritual, en el único templo de Dios y del Cordero» (El Misterio del Templo, Ed. Estela, 1964, p. 274-275). 

sábado, 7 de noviembre de 2020

Los novísimos

La parábola de las diez vírgenes nos recuerda la necesidad de estar vigilantes, porque no sabemos ni el día ni la hora (cfr. Mt 25, 1-13). La Iglesia, a lo largo del mes de noviembre, nos invita a meditar sobre los novísimos, las realidades últimas (postrimerías) que, a lo largo de la historia de la Iglesia, han sido siempre como una antorcha que ilumina nuestro camino en la tierra. Los cuatro novísimos clásicos son muerte, juicio, infierno y gloria. A ellos se añade el purgatorio. El Papa Benedicto XVI, en su Encíclica Spe salvi, dedica varios números a considerarlos despacio. Vale la pena transcribir algunos párrafos que nos ayuden a tenerlos presentes.
Mateo Cerezo (1663-64),
El juicio de un alma (Museo del Prado)

La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son [el cielo]” (n. 45).

“No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres -eso podemos suponer- queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma” (n. 46).

“Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva [en el purgatorio], es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos” (n. 47). 

jueves, 5 de noviembre de 2020

"Todo lo considero como basura, con tal de ganar a Cristo" (Fil, 3, 8)

En nuestra época están muy mal vistos los “radicales”, es decir, las personas que se van a los extremos y no suelen escuchar ni tener capacidad de diálogo. La mayoría de las cuestiones que tratamos los hombres suelen ser “opinables”, es decir, no son ni totalmente blancas ni totalmente negras. Manejar los distintos tonos de gris, suele ser una buena cualidad. Muchas veces hay que escuchar a los demás y matizar nuestros juicios, sin pretender que sean absolutos.

Rostro de Cristo, Rembrandt (1606-1669)

Sin embargo, este juicio negativo hacia lo que es “radical” habría que matizarlo cuando se trata de defender verdades que no son “opinables”. Hay algunas ocasiones en las que nos encontramos con verdades absolutas, que proceden de la razón natural (por ejemplo, los primeros principios) o de la revelación divina. Todo lo que Dios ha revelado lo podemos creer todos, fácilmente, con certeza y sin mezcla de error, porque Él no puede ni engañarse ni engañarnos. Es el radicalismo cristiano, por el que los mártires están dispuestos a dar su vida. Y el de San Francisco de Así que decía que había que leer el Evangelio “sine glosa”, de modo directo y sin interpretarlo con una visión meramente humana, ideológica.

En la Carta a los Filipenses, San Pablo se muestra como un hombre “radical” cuando habla de Jesucristo. “Ponemos nuestra gloria en Cristo Jesús y no confiamos en motivos humanos (…). Todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo. Más aún, pienso que nada vale la pena en comparación con el bien supremo, que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor he renunciado a todo, y todo lo considero como basura, con tal de ganar a Cristo” (cfr. Fil 3, 3-8).

Cuando se trata de Jesucristo, no hay términos medios. Para un discípulo de Jesús, el Señor es lo primero. Todo lo demás es basura en comparación con el fin de nuestra vida que dar gloria a Dios: conocer, amar y unirnos estrechamente a Jesucristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida.

Cada día tendríamos que preguntarnos: ¿En este día que comienza, estoy decidido a buscar a Cristo, a encontrarlo, a tener un trato de amistad con Él, a amarlo con todo mi corazón? ¿Deseo vivir en Cristo y llevarlo a mis hermanas y hermanos con mis palabras y obras? ¿Vivo de esta fe en Cristo? ¿Puedo decir, con San Pablo, “Para mí, el vivir es Cristo, y la muerte una ganancia”? Y Cristo nos enseña a amar, por ejemplo, en las parábolas de la misericordia: de la oveja perdida, de la dracma perdida, del hijo pródigo (cfr. Lc 15). Que Nuestra Madre nos ayude a ser fuertes y “radicales” en nuestra entrega a Jesucristo. 

martes, 3 de noviembre de 2020

La aceptación de la muerte

Es muy conocido el texto cristológico de la Carta a los Filipenses (2, 5-11): “Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz”.

Hoy podemos fijarnos en la última frase. Tener los mismos sentimientos de Cristo, según San Pablo, es buscar ser verdaderamente humildes. ¿En qué consiste la humildad? Como decía Santa Teresa de Jesús: “la humildad es la verdad”. Hay una relación íntima entre estas dos virtudes humanas: la sinceridad y la humildad. Es más humilde el que vive en la Verdad. No es “su verdad”. Nuestra “verdad” subjetiva, necesita purificarse continuamente. Una manera de hacerlo es acudir frecuentemente al Sacramento de la Penitencia. Poco a poco, la gracia de Dios nos va ayudando a conocernos mejor y a reconocer que, por nosotros mismo, somos poca cosa y, además, pecadores. También descubriremos la acción de Dios en nuestra vida, para darle gracias por sus dones.

La palabra humildad deriva de “humus”, tierra. Somos polvo y ceniza. Jesucristo se hizo uno de nosotros y se anonadó, tomando la forma de siervo. Pero, además, aceptó la muerte, y una muerte de cruz. Eso es tener los mismos sentimientos de Cristo: aceptar la muerte, aceptar la cruz, para reparar por nuestros pecados y por los pecados de toda la humanidad.

Estamos en el mes de noviembre que la Iglesia dedica a ofrecer sufragios por los difuntos. La meditación sobre la muerte nos hará mucho bien, como al poeta castellano Jorge Manrique, cuando compuso las Coplas a la muerte de su padre: «Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando, cómo se pasa la vida, como se viene la muerte, tan callando. Cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor. Nuestras vidas son los ríos que van a dar en el mar que es el morir. Allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir. Allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos alegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos».

Recordemos también unas palabras de San John Henry Newman: "Únicamente la caridad os hará capaces de vivir bien y de morir bien”. Le pedimos a María que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. 

domingo, 1 de noviembre de 2020

Llamada a la santidad

La Solemnidad de Todos los Santos nos invita a recordar la llamada universal a la santidad, que proclamó el Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática Lumen Gentium: “Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (n. 11). “En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4)” (n. 39). “Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado” (n. 42).

Pero, ¿qué es la santidad?, ¿qué tenemos que hacer para alcanzarla?, ¿en qué se nota que una persona va por el camino de la santidad o se aleja de él?

Es natural que, cada uno, nos hagamos estas preguntas u otras parecidas. Sabemos que sólo Dios es Santo y Bueno, como le dijo Jesús al joven rico (cfr. Mc 10, 18). Además, en este mundo no hay ningún “santo”. Todos somos pecadores. Un gran “santo” puede convertirse en un gran pecador, y un gran pecador, en un gran santo. Alcanzaremos la plenitud de la santidad en la vida eterna.

Por otra parte, sólo Dios conoce lo que hay en cada hombre (cfr. Jn 2, 24). Nosotros podemos equivocarnos al juzgar a las personas. Alguien que no tiene apariencia de santo puede llevar una vida de santidad mayor que otro, que parece muy santo.

Todos recibimos muchos dones de Dios, pero en diversa medida. Lo decisivo es cómo correspondemos a esas gracias. Qué tan generosos somos, habiendo conocido el gran amor que el Padre nos tiene, en Jesucristo, responder decididamente a las inspiraciones y dones del Espíritu Santo.

Las virtudes heroicas que se piden a los santos, para su canonización, no son sucesos notables que ellos mismos hayan realizado por sí mismos, sino obras que Dios ha hecho a través de ellos, porque han sido muy dóciles a la gracia. Han sido hombres y mujeres de mucha oración: amigos verdaderos de Dios, que hablan con el Amigo y reciben la fuerza de Él, como Moisés, que hablaba cara a cara con el Señor (cfr. Ex 3, 11).

Ese es el secreto de la santidad de María: su profunda unión con Dios.