miércoles, 30 de septiembre de 2020

"Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras" (San Jerónimo)

San Jerónimo, Doctor Máximo en exponer las Sagrada Escrituras, nació en Estridón, Dalmacia, estudió en Roma, y cultivó con esmero todos los saberes. Allí recibió el bautismo cristiano. Después, captado por el valor de la vida contemplativa, se entregó a la existencia ascética yendo a Oriente, donde se ordenó de presbítero (cfr. Francisco, Carta Apostólica Scripturae Sacrae Affectus, 30-IX-2020). 

San Jerónimo, de Giovanni Bellini (1433-1516).

Vuelto a Roma, fue secretario del papa Dámaso, hasta que, fijando su residencia en Belén de Judea vivió una vida monástica dedicado a traducir y explicar las Sagradas Escrituras, revelándose como insigne doctor. De modo admirable fue partícipe de muchas necesidades de la Iglesia y, finalmente, llegando a una edad provecta, descansó en la paz del Señor en septiembre del año de 420, hace justo mil seiscientos años. Su recuerdo no puede ayudar a valorar cada día más la Sagrada Escritura. Todos los días la leemos pero ¿verdaderamente nos alimentamos de ella?; ¿es para nosotros la fuerza que nos sostiene en el anuncio del Evangelio?; ¿constituye la principal fuente de nuestra oración?

Los Padres de la Iglesia, como San Jerónimo, enseñaron a sacar provecho de ella mediante la lectio divina. Benedicto XVI, hace exactamente diez años, el 30 de septiembre de 2010, escribió una Exhortación apostólica sobre la Palabra de Dios. Vale la pena reproducir algunos de sus párrafos que nos impulsen a ponerla en el centro de nuestras vidas, como aconsejaba San Jerónimo al sacerdote Nepoziano: "Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que nunca dejes de tener el Libro santo en tus manos. Aprende aquí lo que tú tienes que enseñar" (Verbum Domini, n. 72).

En la Verbum Domini se resumen los pasos de la lectio divina: “Se comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? (…). Sigue después la meditación (meditatio) en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar (…). Se llega sucesivamente al momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? (…). Por último, la lectio divina concluye con la contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? (…). La lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la caridad” (Ibidem, n. 87). María, que escuchaba en su corazón las palabras de su Hijo, nos ayude a imitarla. 

lunes, 28 de septiembre de 2020

Los Tres Arcángeles

Mañana celebramos la fiesta de los Tres Arcángeles. Para prepararnos, vamos a reflexionar un poco sobre cada uno de ellos.

San Miguel, San Rafael y San Gabriel

San Miguel (Quis sicut Deus) es el arcángel fuerte y fiel: «Hubo una batalla en el   cielo: Miguel y sus ángeles peleaban contra el dragón, y peleo el dragón y sus ángeles, y no pudieron triunfar ni fue hallado su lugar en el cielo» (Apoc 12, 7-8): Arcángel San Miguel, defiéndenos en la batalla: sé nuestro amparo contra la maldad y asechanzas del demonio. Pedimos suplicantes que Dios lo mantenga bajo su imperio; y tú, Príncipe de la milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan por el mundo tratando de perder a las almas. Amén (Oración de León XIII). Es el ángel de la fe, de la luz: "Dios mío, aclara mis dudas, disipa mis temores, dame luz para ver tus caminos". Es el arcángel protector —como en lo más alto del romano Castel Sant'Angelo, anunciando el fin de la peste— y defensor justiciero de los hombres en las tradiciones medievales del Juicio Final, donde se asegura de que las almas den su peso de fe, esperanza y amor en las balanzas, frente a las muecas del maligno.

San Gabriel (Fortitudo Dei) el arcángel de la Encarnación, que anuncia la venida de Jesucristo: «Estando ya Isabel en su sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a Nazareth (...). Y habiendo entrado el ángel a donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, ¡oh llena de gracia! el Señor es contigo, bendita tú eres entre las mujeres (...)» (Lc 1, 26-28). Es el ángel de la esperanza, que es como un ancla (así se representaba esta virtud en la primitiva iconografía cristiana) que nos hace fuertes. Gabriel es el conmovido mensajero de la Anunciación, y sólo podemos imaginarle tal como le pintó Fra Angélico, de rodillas, según dicen: rubio, aureolado de belleza, con alas de mariposa celeste, rindiéndose ante la doncella que acaba de decir "Hágase" y comunicando el gran misterio de la salvación.

San Rafael (Medicina Dei) es el arcángel amigo y buen compañero de viaje: «Cuando orabais tú y tu nuera Sara, yo presentaba ante el Santo  vuestras oraciones. Cuando enterrabas a los muertos también yo  te asistía. Cuando sin pereza te levantabas y dejabas de comer para ir a sepultarlos, no se me ocultaba esa buena obra, antes contigo yo estaba. Por eso me envió Dios a curarte a tí y a Sara,  tu nuera. Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que presentamos las oraciones de los justos y tienen entrada ate la majestad  del Santo» (Tob 12, 13-15). Es el ángel de la caridad, que cura todas las heridas (cfr. actuales catequesis del Papa sobre "Curar el mundo").

Los tres nos valgan, capitán, nuncio y guía

sábado, 26 de septiembre de 2020

Los sentimientos de Cristo

 Las lecturas del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario se centran en la importancia del arrepentimiento (1ª Lectura y Evangelio), que implica aprender a humillarse, siguiendo el ejemplo del Señor (2ª Lectura).

"Cristo con la Cruz a cuestas", de Tiziano (1565-1560)

«Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud y la justicia, él mismo salva su vida» (cfr. Ez 18, 25-28). Dios es misericordioso, lento para la ira y rico en perdón; pero es necesario el arrepentimiento del pecador. Es lo único que nos pide: que nos arrepintamos de modo sincero. ¿Qué es el arrepentimiento? Se suele utilizar la palabra “contrición” para indicar un arrepentimiento auténtico, con dolor de los pecados, por amor; es decir, con la conciencia de que hemos ofendido al Amor y deseamos reparar nuestro desamor con un acto de amor sincero. La contrición se define, en latín, como “compunctio cordis”. Es como si “puncionáramos” nuestro corazón para manifestar así cuánto nos duele haber pecado.

La parábola de los dos hijos, que nos presenta san Mateo en su evangelio, también nos habla del arrepentimiento; en este caso del hijo menor que, cuando es llamado por su padre a trabajar en la viña, «le respondió: ‘No quiero ir’, pero se arrepintió y fue» (cfr. Mt 21, 28-32). El Papa Francisco dijo en una de sus audiencias: «Una vez oí una bella frase: 'No hay santo sin pasado ni pecador sin futuro'. (...). El poder salvador de Dios no conoce enfermedades que no puedan ser curadas» (13 de abril de 2016). San Josemaría Escrivá solía decir que no hay ningún santo que no pueda convertirse en pecador, ni ningún pecador que pueda convertirse un gran santo. No bastan las buenas intenciones, como le sucedía al hijo mayor de la parábola. Hay que perseverar en el bien o, si estamos en el pecado, arrepentirse. En realidad, todos somos pecadores. Como decía el mismo san Josemaría: “soy un pecador que ama con locura a Jesucristo”.

El arrepentimiento auténtico supone el deseo sincero de conversión; lo que llamamos “propósito de enmienda”: decidirse a no volver a pecar: «me levantaré, e iré a mi Padre, y le diré: padre he pecado contra el cielo y contra ti» (Lc 15 18). Los “sentimientos de Cristo” de los que habla san Pablo a los Filipenses, son de humildad, de aceptación de la voluntad de Dios, de amor a la Cruz, de disposición de morir por los hermanos… (cfr. Fil 2, 1-11). Así imitamos a Cristo, con un corazón contrito y humillado que Dios nunca desprecia (cfr. Salmo 51), como el de María, la Inmaculada, que llora por los pecados de sus hijos.

jueves, 24 de septiembre de 2020

María y el Qohélet

La palabra “qohélet” significa, en hebrero, “la que congrega” (en femenino). En seguida, nos sugiere a una mujer que, por ejemplo en el mercado, reúne a sus amigas para comentarles algo. Ese nombre tomó el autor del libro del Eclesiastés, escrito en el siglo III antes de Cristo. Israel estaba bajo el influjo del helenismo, a través de la dinastía lágida, que gobernaba Egipto. El autor hebreo buscar reunir a sus hermanos y ponerlos en guardia, para que no se dejen  seducir por las “sabidurías humanas” que son “vanidad de vanidades y todo vanidad” (cfr. Qo 1, 2-11).

El autor del Qohélet, no tenía del todo claro la existencia de una vida ultraterrena (habrá que esperar al Libro de Daniel y al 2° Libro de los Macabeos). Sus consejos están dirigido a hacer feliz al hombre aquí en la tierra, cumpliendo los mandamientos de Dios. Por otra parte, no conocía la cercanía de un Dios que es Padre y cuida en todo a sus hijos (como, en cambio, aparece claro en las enseñanzas del Señor). Sin embargo, las palabras inspiradas del Qohélet no pueden dejar indiferente a nadie que las medite con calma. “No existe un hombre sobre la tierra que no pueda hacer suyas esas palabras” (cfr. Juan Pablo II, Laborem exercens, 27, comentario a Qo 2, 11).

La verdadera sabiduría, según el Qohélet, es el temor de Dios, es decir, el vivir según la voluntad de Dios en todo. Lo que verdaderamente hace feliz al hombre es trabajar bien, tratar bien a los demás, no robar, comportarse en todo con sinceridad, dar culto a Dios en el Templo… Lo demás es vanidad de vanidades y apacentarse de viento. Todo lo humano es valioso, pero si no olvidamos que ha sido creado por Dios para que lo sepamos usar bien.

Las palabras de Jesús toman en cuenta la sabiduría del Qohélet y de todo el Antiguo Testamento, pero la sobrepasan. Por eso la gente decía que era Juan Bautista, que había resucitado, o Elías o algún antiguo profeta vuelto a la vida. Y, ante la fama del Señor, que iba creciendo, Herodes se preguntaba quién era  “y tenía ganas de verlo” (cfr. Lc 9, 7-9). Finalmente tendrá una ocasión de estar con Jesús, el viernes santo. Pero Jesús, antes sus preguntas frívolas y mundanas, se queda en silencio.

Hoy celebramos a Santa María de la Merced. No olvidemos que un religioso mercedario, Fray Bartolomé de Olmedo, fue uno de los dos primeros sacerdotes que celebraron la Eucaristía en México. Acudamos a la Virgen para pedirle que sea Ella la que nos reúna en torno a su Hijo, la Verdadera Sabiduría. 

martes, 22 de septiembre de 2020

Fueron a ver a Jesús su madre y sus parientes

«En aquel tiempo, fueron a ver a Jesús su madre y sus parientes, pero no podían llegar hasta donde él estaba porque había mucha gente. Entonces alguien le fue a decir: “Tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte”. Pero él respondió: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8, 19-21).

Juan de Flandes, Las bodas de Caná (1500)

Vamos a reflexionar un poco sobre este texto de los evangelios, que habremos leído muchas veces. ¿Qué nos quiere decir el Espíritu Santo a través de él? Desde el punto de vista histórico, no sabemos si María continuaría viviendo en Nazaret durante la vida pública del Señor o acompañaría al grupo de mujeres que seguían al Señor (María Magdalena, Juana, Susana, etc.). La presencia de Nuestra Señora es muy discreta. Aparece contadas veces en el Evangelio. Sin embargo, no por eso dejaría de estar “muy presente” en la vida de Jesús.

En esta ocasión, acude al Señor con “sus hermanos”, es decir, algunos parientes de Nazaret que la acompañaban. Es llamativo que no pudieran acercarse a Cristo, como era su intención, por la gran muchedumbre que había en aquel lugar. Algunos ahí presentes la reconocen y van a decirle al Señor que ahí están su madre y sus hermanos. También es desconcertante, en un primer momento, la respuesta de Jesús: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8, 21). ¿Esa contestación significaba, de alguna manera, poca delicadeza con su madre? No, ciertamente. Recordamos otra intervención de María al inicio de la vida pública del Señor, en Caná de Galilea, en la que Jesús también le dice algo que parece duro, cuando la Virgen trata de remediar la falta de vino en las bodas: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Todavía no ha llegado mi hora» (cfr. Jn 2, 1-11).

Es claro que las respuestas del Señor son maneras de decir de aquella época. Lo importante es fijarse en el contexto de la situación y en el contenido de las palabras de Cristo. Jesús quiere hacer ver a sus discípulos que, en cualquier situación, la clave es buscar cuál es la voluntad de Dios en ese momento. Eso es lo que guía su conducta: el cumplimiento de la Voluntad de su Padre, que tenía previsto el milagro en las bodas de Caná y también que Jesús predicara el Reino. En las dos ocasiones, María es la que da pie a su Hijo para mostrarnos la Voluntad de su Padre: que le alabemos por sus milagros y escuchemos con agradecimiento su Palabra, en su Hijo amado. Nuestra Señora es la primera que nos da ejemplo. 

domingo, 20 de septiembre de 2020

Trabajar en la viña del Señor

El evangelio del Domingo XXV del tiempo ordinario trata sobre los trabajadores llamados a la viña del señor (cfr. Mt 20, 1-16). Además, san Pablo nos insta a llevar “una vida digna del Evangelio de Cristo” (cfr. Fil 1, 20-24.27). En ese texto, el Apóstol de las gentes abre su alma y dice que, para él, lo más cómodo sería morir, para estar con Cristo pero, por el bien de sus hermanos, se inclina por seguir trabajando en la viña del Señor.

Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682), La Sagrada Familia con San Juan Niño

El hombre fue hecho para trabajar (cfr. Gen 2, 15). Para quienes vivimos en el mundo, el trabajo es medio de santificación. Por él nos unimos a Cristo. Dios llama a todos a su viña, aunque a distintas horas, es decir, de distintas maneras. Cada hombre, delante de Dios, es único. Cada uno de nosotros tiene una vocación personal, que se va conformando a lo largo de la vida, y hemos de descubrir. Y ese camino implica un trabajo bien hecho: requiere que, aquello de lo que nos ocupamos, pueda ser ofrecido a Dios como un sacrificio agradable en su presencia; como el sacrificio de Abel.

La pereza es el primer frente en el que tenemos que luchar cada día. De la holgazanería se siguen todos los vicios. El perezoso no lleva una vida digna del  Evangelio. "Pasé al lado del campo del flojo, caminé alrededor de la viña de un tonto: ¡ortigas por todas partes, el suelo cubierto de zarzas, el muro de piedras caído! Después de haberlo visto, reflexioné y saqué la lección: se hace una corta siesta, se alarga el rato para cruzarse de brazos; ¡pero la pobreza se aproxima a ti como un merodeador, la miseria cae sobre ti como un hombre armado!" (Prov 24, 30-34).

Cada uno debe responder ante Dios del tiempo y los dones recibidos, para hacerlos rendir lo mejor posible No caben las comparaciones y envidias. Al final, el Señor nos recompensará por el amor que hemos puesto en el trabajo encomendado; por nuestra rectitud de intención; por el empeño que hemos puesto en hacerlo lo mejor posible. No es cuestión de tener “éxito”. No es lo mismo un trabajo “que sale bien” (para quedar bien) que un trabajo “bien hecho” (de cara a Dios). El resumen de amor a las almas es: trabajar mucho, bien y con alegría. Y, sobre el descanso, recordemos lo que decía Santa Teresa: “Si no es con Dios o por Dios, no hay descanso que no canse, porque se ve ausente de su verdadero descanso, y así es cosa muy clara que, como digo, no pasa en disimulación” (Libro de su Vida, 26, 1). Sigamos el ejemplo del trabajo oculto de María en Nazaret.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Los pies en el suelo y la cabeza en el Cielo

San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, solía decir una frase densa que tiene mucho contenido: “Los pies en el suelo y la cabeza en el Cielo”. A él no le gustaban las “milagrerías”, es decir, que buscáramos milagros para resolver los asuntos de esta tierra. Decía: “No necesito milagros: me sobra con los que hay en la Escritura. —En cambio, me hace falta tu cumplimiento del deber, tu correspondencia a la gracia” (Camino 362). Por otra parte, encarecía mucho que tuviéramos “la cabeza en el Cielo”, porque si no vivimos una fe operativa, que se manifieste en toda nuestra vida, no haremos nunca nada que tenga verdadero valor.

Pietro Novelli (1603-1647). "Resurrección de Cristo".

A la mayoría de nuestros contemporáneos les da “alergia” todo lo que pueda ser “extraordinario”: apariciones, visiones, revelaciones... De entrada, sospechamos que aquello es falso o raro. Quizá esta manera de pensar se deba a la mentalidad secularizada tan extendida, y a una manera de ver a Dios como Alguien muy lejano, que está más allá de las estrellas y que no se ocupa de nuestras menudencias.

Por una parte, es bueno “tener los pies en el suelo” y ser personas prácticas que viven la vida real y están “en el mundo” poniendo todo su empeño en encontrar a Dios en “lo ordinario”: la familia, el trabajo, los afanes de esta tierra que Dios ha creado buena y quiere que la llevemos a Él.

Por otra parte, sin embargo, es imprescindible “tener la cabeza en el Cielo”, y creer que Dios actúa constantemente en nuestra vida, que no se ha retirado a un lugar lejano y que se ocupa hasta de lo más pequeño de nuestras existencias. Y también, que Dios hace milagros, aunque ahora quizá no sean tan frecuentes, al menos esos grandes milagros que vemos en los evangelios. Pero, sobre todo, hemos de creer, de verdad, que Jesucristo ha resucitado y nos ha prometido que también nosotros resucitaremos con Él, para  a vida eterna, si correspondemos a su Amor. “Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres. Pero no es así, porque Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos” (1 Cor 15, 20). Algunas mujeres que seguían a Cristo “habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades” (cfr. Lc 8, 1-13).

Todos los días, al celebrar la Eucaristía, creemos que Cristo Resucitado está ahí, y que recibimos su Cuerpo, su Sangre y Su alma, resucitados; y también su Divinidad. Que María, Madre de la Esperanza, nos ayude a comprender que toda nuestra vida se fundamenta en la fe en la Resurrección de su Hijo. 

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Amor a nuestra Patria

 Hoy, todos los mexicanos celebramos la fiesta de nuestra Independencia. Es un día, por lo tanto, para rezar por nuestra Patria. El nacionalismo, es decir, el amor a la propia patria exclusivo y excluyente de las demás, no es agradable a Dios. Pero el amor recto a la patria, es parte del cuarto mandamiento de la Ley de Dios.


Recordemos lo que dice, al respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica: “Deber de los ciudadanos es contribuir con la autoridad civil al bien de la sociedad en un espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad. El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con su responsabilidad en la vida de la comunidad política” (n. 2239).

Toda la doctrina social de la Iglesia siempre nos ha recordado estos principios, de una manera u otra. Por ejemplo, San Pio X los enseñaba con las siguientes palabras: “Si el Catolicismo fuera un enemigo de la Patria, no sería una religión divina. La Patria es un nombre que trae a nuestra memoria los recuerdos más queridos, y bien sea porque llevamos la misma sangre que aquellos nacidos en nuestro propio suelo, o bien debido a la aún más noble semejanza de afectos y tradiciones, nuestra Patria es no sólo digna de amor, sino de predilección. Sentimos, pues, veneración por la Patria, que en suave unión con la Iglesia contribuye al verdadero bienestar de la Humanidad. Y ésta es la razón porqué los auténticos caudillos, campeones y salvadores de un país han surgido siempre de entre las filas de los mejores católicos” (San Pío X, Discurso, 20 de Abril de 1909).

El mayor bien que podemos hacer a nuestros compatriotas es vivir bien el Mandamiento del Amor ente nosotros, que empieza por practicarlo con quienes tenemos más cerca: nuestra familia. La familia es la célula central de la sociedad. Si todas las familias mexicanas viviéramos la caridad como nos lo enseña San Pablo en el llamado “Himno a la Caridad” (cfr. 1 Cor 12, 31 – 13, 13), haríamos realidad el ideal de concordia, unidad y verdadera fraternidad en nuestra patria. Una manera de comprenderlo mejor es volver a leer y a meditar la explicación que nos ofrece el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Amoris Laetitia (cfr. Capítulo 4°). Hoy, especialmente, nos encomendamos a Nuestra Señora de Guadalupe, Reina de México: ¡salva nuestra patria, y conserva nuestra fe!

lunes, 14 de septiembre de 2020

Señor, no soy digno

Todos los días, cuando celebramos la Sagrada Eucaristía, recordamos las palabras del oficial romano que tenía un criado muy querido a punto de morir. Él había enviado decirle a Jesús: Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano(cfr. Lc 7, 1-10). Nosotros, al preparamos para recibir la Eucaristía, le decimos: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

La pintura y la Corona en el Museo del PradoDescubrir el Arte, la revista  líder de arte en español
El Greco, "Caballero de la mano en el pecho" (c.1580)

En el Rito Extraordinario de la Misa, que se celebraba con anterioridad al Primer Domingo de Adviento de 1969 ―y que cualquier sacerdote puede celebrar ahora después del Motu Proprio Summorum Pontificum (2007)― estaban prescritos los “golpes de pecho” durante el Sacrificio de la Misa en varios momentos. Uno de ellos era al decir el “Señor, no soy digno”. Los primeros cristianos estaban familiarizados con esta práctica. Ahora, aunque no lo hagamos exteriormente, según el Rito Ordinario de la Misa, sí lo podemos hacer interiormente, para arrepentirnos de nuestros pecados y recibir a Jesús con mayor contrición.

San Agustín explica el significado del “golpe de pecho”: “¿Qué quiere decir esto, excepto que tú deseas traer a la luz lo que está oculto en tu seno, y por este acto limpiar tus pecados ocultos?” (Sermo de verbis Domini, 13). Y San Jerónimo dice: “Nos golpeamos el pecho porque el pecho es la sede de los malos pensamientos; queremos disipar estos pensamientos, queremos purificar nuestros corazones" (Comentario a Ezequiel, c. 18).

Dios “no desprecia un corazón contrito y humillado” (cfr. Salmo 51). El Rey David es un ejemplo de hombre que supo llorar y pedir perdón por sus cumplas. Dios tuvo misericordia de él por su gran arrepentimiento, y lo escogió para que de su linaje naciera el Mesías.

La reacción del Señor, ante la sencillez y humildad del oficial romano, es de asombro. “Al oír esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: “Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande”. Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado perfectamente sano” (cfr. Lc 7, 1-10).

El “Señor, yo no soy digno” lo podemos repetir, no sólo antes de la Comunión. Jesús está deseando siempre “entrar en nuestra casa”. En todo momento podemos pedirle que “diga una sola palabra” para que quedemos más limpios y podamos recibirlo con más amor, como lo recibió Nuestra Señora en Nazaret. 

sábado, 12 de septiembre de 2020

El Santísimo Nombre de María

Celebramos el Santísimo Nombre de María. La traducción más común de “María” es la de “Señora”. María es la Señora por excelencia. Así la honramos los cristianos. El Papa Inocencio XI adopta esta festividad para la Iglesia de Occidente en 1683, como una acción de gracias por el fin del sitio de Viena y la derrota de los turcos por las fuerzas de Juan Sobieski, rey de Polonia. En esta celebración los fieles encomiendan a Dios, por la intercesión de nuestra Santa Madre, las necesidades de la Iglesia, y dan gracias por su maternal protección y sus innumerables beneficios.  

La pintura provida que se hizo viral tras rechazo del aborto en México
"Nuestra Señora de la Vida", pintura de Ana Laura Salazar. Parroquia de San Josemaría en la Ciudad de México

“María” es un nombre lleno de dulzura. Recuerdo que hace años, en un club de muchachos se organizaba todos los años un concurso de repostería para las mamás de los chicos. Era una manera de invitarlas a que conocieran el club y vieran de cerca la formación que recibían sus hijos. Cada una de ellas preparaba un pastel y lo llevaba a la sede del club en donde se organizaba una comida con el esperado postre para terminar. Entonces se hacía una votación para designar cuál había sido el pastel más apreciado. Y, a la que lo había hecho, se le daba un premio y se le nombraba, solemnemente, “la mamá más dulce”.

Nosotros, sin necesidad de hacer un concurso parecido, tenemos la seguridad de que María es Nuestra Madre, la más Dulce de todas: la más cariñosa, la que está siempre pendiente de cada uno de sus hijos, la que pone todos los medios para que alcancemos la meta a la que su Hijo nos ha llamado.

Es muy fácil y gozoso acudir a la protección de Nuestra Señora. Podemos hacerlo con la popular oración de San Bernardo, el “Memorare” o “Acordaos”. Muchos santos la han rezado diariamente y, de modo especial, en los peligros.

Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! / que jamás se ha oído decir /
que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, / implorando vuestro auxilio, / haya sido desamparado. / Animado por esta confianza, a Vos acudo, / oh Madre, Virgen de las vírgenes, / y gimiendo bajo el peso de mis pecados / me atrevo a comparecer ante Vos. / Oh madre de Dios, no desechéis mis súplicas, / antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.

Otra oración, muy conocida en México, con la cual podemos también acudir con frecuencia a la Virgen, es la siguiente:

Dulce Madre no te alejes, / tu vista de mí no apartes. / Ven conmigo a todas partes / y solo nunca me dejes. / Y ya que me proteges tanto como verdadera Madre, / haz que me bendiga el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. 

jueves, 10 de septiembre de 2020

Fray Ejemplo

Ayer leíamos en la Liturgia de las Horas una lectura de San Bernardo sobre los dos grados de contemplación, que corresponden 1°) al temor de Dios y 2°) a la sabiduría. En el primero deseamos cumplir la Voluntad de Dios quitando de nuestra alma todo lo que estorbe. En el segundo, nos unimos plenamente al querer de Dios en sí mismo y vivimos continuamente en su Voluntad.

🎏 Ixcís 🎶 sur Twitter : "El mejor predicador se llama "Fray Ejemplo".  #FelizDomingo http://t.co/XuEYIugGE7"

Con el Salmo 138 podemos pedirle al Señor: “Tú me conoces, Señor, profundamente: tú conoces cuándo me siento y me levanto, desde lejos sabes mis pensamientos, tú observas mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares (…). Examíname, Dios mío, para conocer mi corazón, ponme a prueba para conocer mis sentimientos, y si mi camino se desvía, no dejes que me pierda”.

La verdadera sabiduría está relacionada con la delicadeza de conciencia, que nos lleva a ser “luz que ilumine a todos los de la casa” (Mt 5, 16), y no “piedra de tropiezo” (1 Cor 8, 9) que haga caer a nuestros hermanos.

Queremos edificar a los demás con nuestras palabras y obras. El Espíritu Santo es el Constructor, pero nosotros podemos colaborar con Él, como buenos arquitectos de la casa de Dios (cfr. 1 Cor 3, 10).

Se suele decir de una persona que es “edificante” o “ejemplar” en su conducta, cuando se comporta de modo que aporta muchos elementos positivos a la convivencia familiar, profesional o social. Jesús pedía a sus discípulos ser así, para que los demás vieran sus buenas obras y glorificaran a su Padre que está en los cielos (cfr. Mt 5, 16). Evidentemente no se trata de buscar “quedar bien” con falta de rectitud. Al dar buen ejemplo a los demás tratamos de agradar a Dios. No lo hacemos para que los demás nos alaben.

Hay un dicho que se aplica a lo que estamos meditando: “el mejor predicador es Fray Ejemplo”. Jesús comenzó a “hacer” y luego a “enseñar” (cfr. Hech 1, 1). Sólo nuestras obras avalarán nuestras palabras. El Señor da a sus discípulos pautas claras sobre qué significa comportarse bien y dar ejemplo a los demás (cfr. Lc 6, 27-38): amar a los enemigos, hacer el bien a todos, ser generosos para dar, ser misericordiosos, no juzgar… Todo esto requiere esforzarnos por vivir los pequeños detalles de educación humana, ser modestos, sencillos, naturales, vivir con moderación, ser prudentes y oportunos… En definitiva, pensar un poco en qué es lo que los demás esperan de mí, para llevarles a todos la luz de Cristo.

Invoquemos el dulce nombre de “María” para aprender de Ella a ser luz que ilumina y comportarnos siempre como buenos hijos de Dios. 

martes, 8 de septiembre de 2020

La genealogía del Señor

Celebramos la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora. En el texto evangélico de la Misa se puede leer la genealogía del Señor según San Mateo. Es la genealogía de José. San Lucas nos presenta otra genealogía. Algunos exégetas opinan que podría ser la de la Virgen. De cualquier manera, sabemos que Jesús era descendiente de David y, como todos los judíos, conocía bien quiénes eran sus antepasados, lo mismo que José y Nuestra Señora.

La Genealogía de Jesús - Padre Fortea - YouTube

En un tiempo en que los rápidos cambios culturales y sociales oscurecen el sentido de la tradición y exponen, especialmente a las nuevas generaciones, al riesgo de perder la relación con las propias raíces, es especialmente urgente la tarea de recordar a los demás la memoria de su propia identidad.

Todos sentimos la necesidad de estar enraizados en la historia humana, de buscar las raíces profundas de nuestra persona, de nuestra familia, de la cultura y sociedad a la que pertenecemos. En definitiva, todos buscamos el sentido de nuestra existencia. Pero las raíces más profundas de la humanidad, son las religiosas, porque, en última instancia, todos los hombres estamos emparentados, formamos parte de una misma familia y somos hijos de Dios. A la pregunta que se hace todo hombre sobre el origen de su existencia, se puede responder de muchas maneras. Los cristianos estamos convencidos de que Dios es la única respuesta profunda y plena. Además, creemos que, para ser verdaderamente humana, la cultura debe ahondar sus raíces en Jesucristo.

Meditemos unas palabras de Benedicto XVI en esta fiesta: «El pasaje evangélico que acabamos de escuchar amplía nuestros horizontes. Presenta la historia de Israel desde Abraham como una peregrinación que, con subidas y bajadas, por caminos cortos y por caminos largos, conduce en definitiva a Cristo. La genealogía con sus figuras luminosas y oscuras, con sus éxitos y sus fracasos, nos demuestra que Dios también escribe recto en los renglones torcidos de nuestra historia. Dios nos deja nuestra libertad y, sin embargo, sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa. Así esta genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios, una garantía de que Dios no nos deja caer y una invitación a orientar siempre de nuevo nuestra vida hacia él, a caminar siempre nuevamente hacia Cristo» (Homilía en el Santuario mariano de Mariazell, Austria, el 8-IX-2007). Jesús recibió de María su carne, su sangre, su comportamiento y su palabra; incluso su forma de pensar, la forma de su alma. A través de ella acogió la herencia de sus antepasados y el peso de su historia. 

domingo, 6 de septiembre de 2020

Aprender a amar en la Iglesia

Antiguamente, se solía decir que la misión de la Iglesia es la “salus animarum”, es decir, la salvación o la salud de las almas, entendiendo por “alma” a todo la persona humana, que es corporal y espiritual, pero poniendo énfasis en el bien espiritual del hombre. Esta definición de la misión de la Iglesia, como no podía ser de otra manera, sigue siendo válida. Ahora se puede expresar de otras formas pero, en el fondo, se viene a decir lo mismo. Por ejemplo, podemos definir la Iglesia como “la comunión de los hombres con Dios y entre sí, por Cristo, en el Espíritu Santo”. La misión de la Iglesia es “ser instrumento de comunión”, o “ser sacramento universal de salvación”.

Romano Guardini - CultorDeLivros
Siervo de Dios, Romano Guardini (1885-1968)

Lo que no podemos perder de vista nunca es que la misión de la Iglesia es dar gloria a Dios y buscar el bien de los hombres, especialmente el bien espiritual. Es importante subrayar esta prioridad. Todas las obras sociales y asistenciales que hagamos con nuestros hermanos, no tendrían sentido si no buscamos, ante todo, su bien espiritual: la salvación de su alma. Respetando siempre la libertad de cada uno, rezamos y ponemos todos los medios posibles para que todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad en el amor. Y creemos que Cristo es el único Mediador (cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 6 de agosto de 2000).

A la luz de este principio podemos leer y meditar los textos del Domingo XXIII del tiempo ordinario. Por ejemplo: “yo te pediré a ti cuentas de su vida” (cfr. Ez 33, 7-9); “el cumplimiento pleno de la ley consiste en amar” (cfr. Rom 13, 8-10); “no endurezcan su corazón” (Salmo 94); “Dios nos confió el mensaje de la reconciliación” (Aleluya); “si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas” (cfr. Mt 18, 15-20).

El hombre no es sólo entendimiento, voluntad y emociones; también es “relación”, que es constitutiva de su ser hombre: no algo añadido y accidental. Precisamente el Concilio Vaticano II puso de relieve este aspecto al fomentar la “espiritualidad de comunión”. Recordaremos la famosa frase de Romano Guardini recogida al comienzo de su libro El sentido de la Iglesia: “un acontecimiento religioso de alcance trascendental ha hecho aparición: la Iglesia nace en las almas”. Esta frase la pronunció en una conferencia que dictó al comienzo de su docencia universitaria en Bonn, en el año de 1922, hace casi cien años. María, Madre de la Iglesia, nos ayudará a tener un corazón grande para aprender a querer a nuestros hermanos, por amor a Dios. 

viernes, 4 de septiembre de 2020

El añejo es mejor

En el año 50 d.C., Corinto era una ciudad portuaria y cosmopolita. En su segundo viaje apostólico, San Pablo se encuentra con numerosas dificultades para evangelizar a sus habitantes, por su paganismo y relajamiento moral. Además, los judíos de la ciudad también lo habían rechazado. «Una noche el Señor le dijo a Pablo en una visión: “No tengas miedo, sigue hablando y no calles, pues en esta ciudad me he reservado un pueblo numeroso. Yo estoy contigo y nadie podrá hacerte daño”. Pablo siguió enseñando entre ellos la Palabra de Dios, y permaneció allí un año y seis meses» (Hechos 18, 9-11).

Vino añejo | Vino, Vinos, Imagenes para estados

No es de extrañar, por tanto, que años más tarde, cuando el apóstol les envíe su primera epístola (de 54 a 57 d.C), insista en no ser “carnales” sino “espirituales” (cfr. 1 Cor 3, 1-19), y a no tenerse por sabios según los criterios del mundo, porque la sabiduría de este mundo es ignorancia ante Dios. El que quiera ser verdaderamente sabio, que se haga ignorante, les dice (cfr. 1 Cor 3, 18-23). Ya entendemos que San Pablo utiliza la retórica en este tipo de frases. Lo que realmente quiere decirles es que hay una sabiduría que muchas veces los mundanos no comprenden, porque les parece inútil. En nuestra era tecnológica parece que lo que realmente importa es “lo útil”, lo que se puede medir y contar. Todos estamos inclinados a valorar, antes que nada, la eficacia de la acción.

En cambio, hay valores que nos cuesta entender: la adoración, la humildad, la caridad con todos, el servicio desinteresado, la amabilidad sin hacer distinción de personas, el sacrificio escondido y silencioso, la alegría del saberse hijo de Dios… Todas estas actitudes, profundamente cristianas, son con frecuencia despreciadas e infravaloradas en nuestro mundo. Pero en ellas está la verdadera sabiduría que San Pablo trata de enseñar a los ciudadanos de Corinto: “El mundo, la vida y la muerte, lo presente y lo futuro: todo es de ustedes; ustedes son de Cristo, y Cristo es de Dios” (1 Cor 3, 23).

Ante el temor del fracaso, del trabajo infructuoso, de las contrariedades de la vida, Jesús dice a San Pedro: “Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar”. Jesús quiere darnos de beber el “vino añejo” del Amor de Dios (cfr. Lc 5, 39). Y, metidos en esas profundidades, podremos echar nuestras redes para la pesca, como “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (cfr. 1 Cor 4, 1), sin juzgar a nadie antes de tiempo pues el Señor es quien habrá de juzgarnos y pondrá al descubierto las intenciones del corazón (cfr. 1 Cor 4, 1-5). María, “asiento de la Sabiduría” nos enseñara a ir “mar adentro”. 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Somos colaboradores de Cristo

Uno de los grandes empeños de San Pablo en su anuncio de Cristo, es tratar de elevar la mira de sus discípulos y de las comunidades a las que se dirige. Busca hacerles ver que, aunque vivamos en el mundo, no podemos enredarnos en las cosas de esta vida y olvidarnos de lo principal: que somos colaboradores de Cristo para que, a través nuestro, Él manifieste su poder salvífico. Esto es lo que da sentido a todo. Si no se ven las cosas terrenales con una perspectiva eterna, no valen la pena.

LA IGLESIA EN CORINTIO, RUPTURA CON EL PAGANISMO | DESDE OTRA PERSPECTIVA
La Iglesia de Corinto (siglo I)

En la Primera Carta que escribe a los fieles de Corinto, les anima a no ser carnales, sino espirituales (cfr. 1 Cor 3, 1-9). ¿Qué significa esto. Llama “carnales” a quienes se complican con envidias, rencillas, recelos y disputas humanas, formando partidos ―“yo soy de Apolo, yo de Cefas, yo de Pablo…”― y creando la división, en lugar de buscar ocultarse y desaparecer ―sin afán de protagonismo―, para sólo mostrar a Cristo, con todo el esplendor de la verdad sencilla y pura. Es bueno trabajar en el apostolado ―plantar, regar…―, pero sin olvidar que Cristo es quien pone el incremento. Cristo, a través de su Espíritu, es quien hace crecer y nos lleva a la plenitud de la madurez cristiana. Siempre necesitaremos la “leche espiritual”, de las enseñanzas elementales y básicas de nuestra fe: los mandamientos, las prácticas sencillas de piedad…, pero Dios nos quiere llevar a una mayor altura y profundidad en el conocimiento de su Hijo, en la práctica de las virtudes, en la vida contemplativa y de entrega a los demás. Todo esto es un don de Dios, y para apreciarlo y corresponder a él, necesitamos ser más espirituales, menos carnales: morir a nosotros mismos para dejar actuar al Espíritu Santo en nuestras vidas.

Es el ejemplo que vemos en el Señor desde el principio de su ministerio público: predica la palabra, impone sus manos sobre los niños y los enfermos, expulsa demonios, cura todo tipo de enfermedades, resucita muertos…, pero también se aparta a lugares desiertos y pide a sus discípulos que sean discretos, que no hagan alarde ni levanten la voz diciendo que Él es el Mesías (cfr. Lc 4, 38-44). Jesús quiere enseñarles que su misión es otra: ser colaboradores del Espíritu en las almas; dejarle actuar; no ponerle obstáculos; ser transparentes para que Él los utilice como mejor convenga; estar disponibles para seguir sus mociones. No se trata de “hacer muchas cosas” con un activismo desenfrenado, sino de “ser” muy de Dios: hombres y mujeres que saben estar en su lugar y santificarse en la misión, quizá oculta y sencilla, que Dios les ha confiado. María, que colabora mejor que ningún otro en la obra de salvación de su Hijo, nos enseñará a ser buenos colaboradores del Señor.