miércoles, 30 de diciembre de 2020

"El Señor añadira"

En los próximos días celebraremos dos solemnidades importantes: la Maternidad divina de María (1° de enero) y la Epifanía del Señor (domingo 3 de enero).

La primera coincide con el inicio del Nuevo Año, y es una de las cuatro fiestas principales de nuestra Señora (Maternidad divina, Asunción, Inmaculada y Nuestra Señora de Guadalupe, en México).

San José con el Niño, Murillo (1617-1682)

Ese día también recordamos la circuncisión de Jesús, al octavo día de su nacimiento. San José ―fiel cumplidor de la Ley de Dios y obediente a los mandatos del Señor―, hizo lo que el ángel le había dicho:

El Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. "Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados»” (Mt 1, 20-21).

Se trata del nombre propio y personal de Jesús. En los dos versículos siguientes, el Ángel también señala a José el nombre profético del Señor:

Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: «Dios con nosotros»” (Mt 1, 22-23).

Al final del capítulo, Mateo afirma: “Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús” (Mt 1, 25).

Para un hombre de fe, como es José, el nombre de cada persona representa su propia identidad, no sólo porque nos distingue de los demás, sino porque nos define. El nombre que recibimos al nacer no es fortuito. Es, en cierta manera, profético y captura nuestra esencia. Es la llave de nuestra alma, afirma un pensador judío. La palabra en hebreo para ‘alma’ es neshamá. La parte central de esta palabra, las letras del medio shin y mem, forman la palabra shem, que significa ‘nombre’. Tu nombre es la llave para conocer tu alma.

José, es el padre legal de Jesús. La genealogía del Señor, según san Mateo, es la de José. A él, padre virginal del Señor, le corresponde poner el nombre a su hijo.

Aquel día de la octava de la Navidad, José reflexionaría sobre su propio nombre, recibido también a los ocho días de su nacimiento. Jacob, su padre, hijo de Matán, le puso “José”, el mismo nombre de uno de los hijos de Jacob, el patriarca.   

El nombre “José” proviene del hebreo Yôsef. El verbo יסף (yasap) significa añadir, incrementar o hacer de nuevo. Este verbo es la palabra habitual que se emplea cuando simplemente se añade algo. Se convierte en nombre cuando Raquel, la segunda esposa de Jacob, queda embarazada después de muchos años de infertilidad:

Entonces se acordó Dios de Raquel. La escuchó y le dio hijos. Ella concibió y dio a luz un hijo, y dijo: “Dios ha quitado mi afrenta”. Y llamó su nombre José, diciendo: “¡El Señor me añada otro hijo! (Génesis 30, 22-24)”.

Algunos exégetas afirman que “José” significa “Él [el Señor] añadirá”, explicando que el nombre de Dios está sobreentendido, aunque no es parte explícita de este nombre hebreo.

 San José María Escrivá (1902-1975) hace una interpretación espiritual de este nombre, que nos puede ayudar a introducirnos en el alma de José que, a lo largo de toda su vida intentaría comprender mejor porqué Dios, en su providencia, le había dado a él el nombre de “José”.

Pero el nombre de José significa, en hebreo, Dios añadirá. Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió —si se me permite hablar así— la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad” (Es Cristo que pasa, 40).

Antes de conocer a María, José había comprobado muchas veces que los dones recibidos de Dios eran abundantes. Cada día, el Señor, añadía a su vida nuevas gracias que le hacían estar siempre alegre y agradecido. Pero al conocer a Nuestra Señora, desposarse con Ella y descubrir que sería la Madre del Mesías, José descubrió plenamente el significado de su nombre. Dios había añadido a su vida gracias sobreabundantes: lo más grande que se puede desear.

Quizá todo esto esté relacionado con el “silencio de José”, sobre el cual tendremos ocasión de reflexionar en otra ocasión. Es el silencio elocuente de alguien que no encuentra palabras para mostrar su agradecimiento.

Además, San José, al experimentar tan vivamente la generosidad de Dios, él mismo se convierte en un santo que da abundantemente, como lo afirma Santa Teresa de Jesús (cfr. San José para Santa Teresa):

«Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, y de los peligros de que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece que les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; pero a este glorioso santo tengo experiencia de que socorre en todas, y quiere el Señor darnos a entender, que así como le estuvo sometido en la tierra, pues como tenía nombre de padre, siendo custodio, le podía mandar, así en el cielo hace cuánto le pide» (Vida, 6, 6).

El Señor añadirá a nuestras vidas, durante este Año de San José, muchas gracias, si procuramos acudir a él como poderoso intercesor, cada día. Él nos llevará a su Esposa y María a Jesús, especialmente durante estas fiestas navideñas en las que nos encontramos. 

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Reflexiones en el Año de San José

El 15 de noviembre pasado escribí la última  entrada de este blog. En ella pedía oraciones para recuperarme, pues hacía unos días había comenzado con los síntomas de COVID y no me sentía bien para escribir. Dos días después, tuve que ingresar en un hospital y mi salud empeoró notablemente pues, además de la neumonía, me sobrevino una trombo embolia pulmonar. Finalmente, gracias a Dios, el 27 de noviembre regresé a mi casa y ahora sí me estoy recuperando, aunque el proceso de curación será lento.

Bartolomé Esteban Murillo, La Adoración de los pastores, c.1650.
Museo del Prado

En este tiempo no he podido escribir, pero ahora, nuevamente, me siento con ánimos de hacerlo para, en la medida de mis posibilidades, compartir con los lectores del blog,  nuestro amor a Jesucristo y a la Iglesia, aún en estos tiempos de pandemia que se alargan.  

Desde mi primer contagio ha transcurrido más de un mes y medio. Han sido días difíciles, de sufrimiento e incertidumbre, pero también de crecimiento interior. El silencio y la soledad forzada del hospital me ayudaron mucho a crecer en vida de oración. Busqué volver a la infancia espiritual, acudiendo a Nuestra Señora y a San José, mi patrono, porque fui bautizado con su nombre.

Tuve una gran alegría al conocer que el Papa Francisco, el 8 de diciembre pasado, proclamó un Año de San José, y escribió la Carta ApostólicaPatris Corde con ocasión del 150° aniversario de declaración de San José como Patrono de la Iglesia Universal, que hizo Pío IX en 1870.

En ese documento, el papa nos abre un panorama muy amplio para meditar en la vida y enseñanzas del santo patriarca como 1) padre amado, 2) padre en la ternura 3) padre en la obediencia, 4) padre en la acogida, 5) padre en la valentía creativa, 6) padre trabajador y 7) padre en la sombra.

En el retiro de Adviento para sacerdotes que hubo en la Arquidiócesis de México, el Señor Nuncio Franco Coppola, les animaba a ser, ante todo, padres. Y decía que le ha llamado siempre la atención que aquí, en nuestro país, a diferencia de lo que sucede en otros países, a los sacerdotes se les llama “padres”, porque realmente lo son.

San José es padre virginal de Jesús. Nosotros podemos aprender mucho de él en este Año que apenas está comenzando.

Las próximas entradas, que procuraré salgan los miércoles (día dedicado a San José) serán “reflexiones sobre San José”, y trataré de meditar sobre diferentes aspectos teológicos, litúrgicos, históricos, devocionales, etc., que nos ayuden a darnos un poco cuenta del tesoro que tenemos en las consideraciones que la Iglesia ha hecho, a lo largo de los siglos, sobre la figura de San José.

El viernes próximo celebraremos la Natividad de Nuestro Señor y el domingo es la Fiesta de la Sagrada Familia. Sugiero a los sacerdotes que, en la homilía de las Misas que celebren (y que quizá se trasmita por zoom a los fieles), se detengan un poco más de lo usual en la figura de José: el hombre del silencio que adora a Jesús Niño  y está a la sombra, el padre que cuida que no le falte nada, el esposo que está vigilante y atento a lo que María necesite en el hogar de Nazaret.

Quizá nos puede servir esa oración tan bonita que sugiere el papa en la nota 10 de su Carta Apostólica reciente:

“Todos los días, durante más de cuarenta años, después de Laudes, recito una oración a san José tomada de un libro de devociones francés del siglo XIX, de la Congregación de las Religiosas de Jesús y María, que expresa devoción, confianza y un cierto reto a san José:

«Glorioso patriarca san José, cuyo poder sabe hacer posibles las cosas imposibles, ven en mi ayuda en estos momentos de angustia y dificultad. Toma bajo tu protección las situaciones tan graves y difíciles que te confío, para que tengan una buena solución. Mi amado Padre, toda mi confianza está puesta en ti. Que no se diga que te haya invocado en vano y, como puedes hacer todo con Jesús y María, muéstrame que tu bondad es tan grande como tu poder. Amén».

En estos momentos de la historia de la humanidad necesitamos la ayuda de San José, intercesor poderoso delante de María, su esposa, y de Jesús. 

domingo, 15 de noviembre de 2020

¿Cómo correspondemos a los dones de Dios?

Como estoy recuperándome del Covid (pido tus oraciones) no me siento con ánimos de escribir algo más elaborado. Prefiero transcribirte un comentario de Benedicto XVI a los textos del Domingo 33° del Tiempo ordinario (16-XI-2008).

«La Palabra de Dios de este domingo, penúltimo del año litúrgico, nos invita a estar vigilantes y activos, en espera de la vuelta del Señor Jesús al final de los tiempos. La página del Evangelio narra la célebre parábola de los talentos, referida por san Mateo (cf. Mt 25, 14-30). El "talento" era una antigua moneda romana, de gran valor, y precisamente a causa de la popularidad de esta parábola se ha convertido en sinónimo de dote personal, que cada uno está llamado a hacer fructificar. En realidad, el texto habla de "un hombre que, al ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda" (Mt 25, 14).

El hombre de esta parábola representa a Cristo mismo; los siervos son los discípulos; y los talentos son los dones que Jesús les encomienda. Por tanto, estos dones, no sólo representan las cualidades naturales, sino también las riquezas que el Señor Jesús nos ha dejado como herencia para que las hagamos fructificar: su Palabra, depositada en el santo Evangelio; el Bautismo, que nos renueva en el Espíritu Santo; la oración -el "padrenuestro"- que elevamos a Dios como hijos unidos en el Hijo; su perdón, que nos ha ordenado llevar a todos; y el sacramento de su Cuerpo inmolado y de su Sangre derramada. En una palabra: el reino de Dios, que es él mismo, presente y vivo en medio de nosotros.

Este es el tesoro que Jesús encomendó a sus amigos al final de su breve existencia terrena. La parábola de hoy insiste en la actitud interior con la que se debe acoger y valorar este don. La actitud equivocada es la del miedo: el siervo que tiene miedo de su señor y teme su regreso, esconde la moneda bajo tierra y no produce ningún fruto. Esto sucede, por ejemplo, a quien, habiendo recibido el Bautismo, la Comunión y la Confirmación, entierra después dichos dones bajo una capa de prejuicios, bajo una falsa imagen de Dios que paraliza la fe y las obras, defraudando las expectativas del Señor.

Pero la parábola da más relieve a los buenos frutos producidos por los discípulos que, felices por el don recibido, no lo mantuvieron escondido por temor y celos, sino que lo hicieron fructificar, compartiéndolo, repartiéndolo. Sí; lo que Cristo nos ha dado se multiplica dándolo. Es un tesoro que hemos recibido para gastarlo, invertirlo y compartirlo con todos, como nos enseña el apóstol san Pablo, gran administrador de los talentos de Jesús». María nos ayudará a ser "siervos buenos y fieles", para que podamos participar un día en "el gozo de nuestro Señor". 

viernes, 13 de noviembre de 2020

El mandamiento del Amor

“Hermanos: Me ha dado mucha alegría enterarme de que muchos de ustedes viven de acuerdo con la verdad, según el mandamiento que hemos recibido del Padre. Les ruego, pues, hermanos, que nos amemos los unos a los otros. No se trata de un mandamiento nuevo, sino del mismo que tenemos desde el principio. El amor consiste en vivir de acuerdo con los mandamientos de Dios. Y el mandamiento consiste en vivir de acuerdo con el amor, como lo han escuchado desde el principio” (Cfr. Jn 1, 4-9). San Juan nos anima a vivir “de acuerdo con el amor”, que es el mandamiento central de la ley y abarca las dos tablas. Veamos algunos cometarios de Juan Pablo II en la Encíclica Veritatis Splendor (1993) que nos ayudan a vivir bien y ordenadamente el mandamiento del amor.

Lo central es la primera tabla de la Ley, que el hombre no puede "cumplir" si no es por la participación en la Bondad de Jesús que nos la comunica cuando nos acercamos a él: "ven y sígueme" (cfr. Veritatis Splendor, n. 11).

Jesús detalla al joven rico el modo de interpretar el mandamiento del amor a Dios, que se concreta en el amor al prójimo (segunda tabla de la Ley), y, más específicamente, en los preceptos negativos, que "expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama"; así se "comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta" (cfr. Ibidem, 13).

Los dos mandamientos —amar a Dios y amar al prójimo— están unidos en la Cruz de Cristo que muere por amor a su Padre y a la humanidad. Jesús explica el segundo, consecuencia necesaria del primero, en la parábola del buen samaritano y en el "discurso" sobre el juicio final (cfr. Ibidem, n. 14).

El Amor (la gracia) y la Ley se relacionan de la siguiente manera, con palabras de San Agustín: «la Ley ha sido dada para que se implorase la gracia [porque la Ley hace al hombre humilde al ver que no puede cumplirla con sus fuerzas]. La gracia ha sido dada para que se observase la ley» [porque con la gracia es la única manera de poder cumplir la ley] (cfr. Ibidem, n. 23). La Nueva Ley del Amor nos da el precepto, pero también la fuerza con la que cumplirlo; ambos aspectos están unidos: la fuerza del amor de Cristo nos posibilita cumplir el mandamiento del amor, y el cumplimiento de los preceptos de Jesús, nos habilita para permanecer en el amor de Cristo; por eso S. Agustín decía: «da quod iubes et iube quod vis» (da lo que mandas y manda lo que quieras) (cfr. Ibidem, n. 24).

miércoles, 11 de noviembre de 2020

San Martín de Tours

A lo largo del Año Litúrgico celebramos las solemnidades, fiestas y memorias del Señor, Nuestra Madre y de muchos santos y santas. Uno de los que ha tenido gran devoción en el pueblo cristiano es San Martín de Tours (11 de noviembre). De hecho, por ejemplo, en España, durante la Edad Media, era uno de los nombres que más se utilizaba para bautizar a los niños, después de Pedro y Juan. Yo le tengo especial devoción porque, antes del siglo XVIII, mi apellido completo era Martín Cano. Un antepasado mío, que vivió en la primera mitad de ese sigo, decidió quedarse sólo con el “Cano”. Aunque San Martín es un santo francés, tuvo gran devoción en toda Europa.

Nació en Hungría hacia el año 316. Sus padres lo llevaron a Italia siendo niño. Ahí ingresó en el Ejército Romano cuando tenía 15 años de edad, y fue destinado a Las Galias. En Amiens tuvo lugar el famoso episodio de su vida en el que se encontró con un pobre que no tenía con qué cubrirse y Martín, partió su capa en dos y le dio la mitad a aquel hombre. Esa noche tuvo una visión de Jesús que le decía: “Martín, hoy me cubriste con tu manto”. Este suceso le llevó a dar el paso de su bautismo, pues ya era catecúmeno desde hacía tiempo. Además, se presentó ante su general y le dijo: "Hasta ahora te he servido como soldado. Déjame de ahora en adelante servir a Jesucristo propagando su santa religión". Y, desde entonces decidió dar prioridad a la salvación de su alma llevando una vida retirada del mundo. Fue discípulo de San Hilario de Poitiers y fundó el primer convento que hubo en  Francia, con algunos amigos que le siguieron. "Fui soldado por obligación y por deber, y monje por inclinación y para salvar mi alma", solía decir.

En el año 371 fue invitado a la ciudad de Tours y ahí fue aclamado obispo por elección popular. Algo parecido a lo que le sucedió a San Agustín, en Hipona, un poco más tarde. En Tous fundó otro convento que pronto tuvo ya 80 monjes. Además, recorrió todo el territorio de su diócesis dejando un sacerdote en cada pueblo. Él fue el fundador de las parroquias rurales en Francia.

Uno de sus rasgos más notables era su amabilidad. Se le aplicaban a la perfección las palabras de San Pablo a Tito: “Recuérdales a todos que deben someterse a los gobernantes y a las autoridades, que sean obedientes, que estén dispuestos para toda clase de obras buenas, que no insulten a nadie, que eviten los pleitos, que sean sencillos y traten a todos con amabilidad”. Son famosas su palabras en el lecho de muerte (397): "Señor, si en algo puedo ser útil todavía, no rehúso ni rechazo cualquier trabajo y ocupación que me quieras mandar". 

lunes, 9 de noviembre de 2020

El Misterio del Templo

La fiesta de la Dedicación de la Basílica Lateranense nos recuerda que somos “piedras vivas” en la construcción del Templo de Dios, que es casa de oración. En Jesucristo se cumple la plenitud de la Presencia de Dios entre nosotros, que culminará en su Segunda Venida.

«Desde ahora, realizada ya la Encarnación sostiene Y.M.J. Congar, existe un templo perfecto que es el cuerpo de Jesucristo. Es el templo teándrico, que asume, para infundirle una verdad y una dignidad superior, al templo espiritual de las almas, al que une a Sí en un cuerpo místico o comunional, y al templo cósmico de un mundo del que es rey, sacerdote y Salvador, y al que hará participar de la gloria de los hijos se Dios. Todo ello va realizándose ya, pero aguarda su consumación. En el presente régimen, que es a la vez de realidad y de espera, esta unión del mundo y de las almas al templo santo del cuerpo de Cristo se opera «in mysterio», mediante los sacramentos: el sacramento de la eucaristía y el sacramento de las iglesias. La eucaristía, cuerpo sacramental de Cristo, alimenta en nuestras almas la gracia, por la cual somos el templo espiritual de Dios; es el sacramento de la unidad, el signo del amor por el que formamos un sólo cuerpo, el cuerpo comunional de Cristo. Es, finalmente, para nuestros mismos cuerpos, una promesa de resurrección (Jn. 6, 54). Es también, para mundo entero, germen de transformación gloriosa por el poder de Cristo. Tiene, por lo tanto, un valor cósmico, y no sólo como promesa de restauración, sino también como signo, por cuanto se elabora con elementos del mundo y mediante el trabajo del hombre. También la liturgia destaca el valor de la eucaristía como alabanza y acción de gracias por parte de la creación. También las iglesias sirven a la vida de nuestras almas en cuanto templos espirituales, por cuanto son lugares de oración; sirven asimismo a nuestra unión en un cuerpo comunional, puesto que son el lugar de la asamblea cristiana. Y como la eucaristía, aún en mayor medida, asumen los elementos del mundo y el trabajo del hombre. Son ellas también las primicias de la creación, ofrecidas a Dios y atraídas hacia la sociedad del cuerpo de Cristo, que las reunirá y consagrará a todas. Por tal motivo, las ricas catedrales y, más modestamente, las iglesias y capillas diseminadas sobre la superficie de la tierra, convocan a los elementos del mundo y recogen todo vestigio de belleza para la alabanza del Señor, al tiempo que representan el glorioso cortejo de los santos. Son signo y promesa de que todo será reunido, lo visible y lo invisible, lo corporal y lo espiritual, en el único templo de Dios y del Cordero» (El Misterio del Templo, Ed. Estela, 1964, p. 274-275). 

sábado, 7 de noviembre de 2020

Los novísimos

La parábola de las diez vírgenes nos recuerda la necesidad de estar vigilantes, porque no sabemos ni el día ni la hora (cfr. Mt 25, 1-13). La Iglesia, a lo largo del mes de noviembre, nos invita a meditar sobre los novísimos, las realidades últimas (postrimerías) que, a lo largo de la historia de la Iglesia, han sido siempre como una antorcha que ilumina nuestro camino en la tierra. Los cuatro novísimos clásicos son muerte, juicio, infierno y gloria. A ellos se añade el purgatorio. El Papa Benedicto XVI, en su Encíclica Spe salvi, dedica varios números a considerarlos despacio. Vale la pena transcribir algunos párrafos que nos ayuden a tenerlos presentes.
Mateo Cerezo (1663-64),
El juicio de un alma (Museo del Prado)

La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son [el cielo]” (n. 45).

“No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres -eso podemos suponer- queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma” (n. 46).

“Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva [en el purgatorio], es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos” (n. 47). 

jueves, 5 de noviembre de 2020

"Todo lo considero como basura, con tal de ganar a Cristo" (Fil, 3, 8)

En nuestra época están muy mal vistos los “radicales”, es decir, las personas que se van a los extremos y no suelen escuchar ni tener capacidad de diálogo. La mayoría de las cuestiones que tratamos los hombres suelen ser “opinables”, es decir, no son ni totalmente blancas ni totalmente negras. Manejar los distintos tonos de gris, suele ser una buena cualidad. Muchas veces hay que escuchar a los demás y matizar nuestros juicios, sin pretender que sean absolutos.

Rostro de Cristo, Rembrandt (1606-1669)

Sin embargo, este juicio negativo hacia lo que es “radical” habría que matizarlo cuando se trata de defender verdades que no son “opinables”. Hay algunas ocasiones en las que nos encontramos con verdades absolutas, que proceden de la razón natural (por ejemplo, los primeros principios) o de la revelación divina. Todo lo que Dios ha revelado lo podemos creer todos, fácilmente, con certeza y sin mezcla de error, porque Él no puede ni engañarse ni engañarnos. Es el radicalismo cristiano, por el que los mártires están dispuestos a dar su vida. Y el de San Francisco de Así que decía que había que leer el Evangelio “sine glosa”, de modo directo y sin interpretarlo con una visión meramente humana, ideológica.

En la Carta a los Filipenses, San Pablo se muestra como un hombre “radical” cuando habla de Jesucristo. “Ponemos nuestra gloria en Cristo Jesús y no confiamos en motivos humanos (…). Todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo. Más aún, pienso que nada vale la pena en comparación con el bien supremo, que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor he renunciado a todo, y todo lo considero como basura, con tal de ganar a Cristo” (cfr. Fil 3, 3-8).

Cuando se trata de Jesucristo, no hay términos medios. Para un discípulo de Jesús, el Señor es lo primero. Todo lo demás es basura en comparación con el fin de nuestra vida que dar gloria a Dios: conocer, amar y unirnos estrechamente a Jesucristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida.

Cada día tendríamos que preguntarnos: ¿En este día que comienza, estoy decidido a buscar a Cristo, a encontrarlo, a tener un trato de amistad con Él, a amarlo con todo mi corazón? ¿Deseo vivir en Cristo y llevarlo a mis hermanas y hermanos con mis palabras y obras? ¿Vivo de esta fe en Cristo? ¿Puedo decir, con San Pablo, “Para mí, el vivir es Cristo, y la muerte una ganancia”? Y Cristo nos enseña a amar, por ejemplo, en las parábolas de la misericordia: de la oveja perdida, de la dracma perdida, del hijo pródigo (cfr. Lc 15). Que Nuestra Madre nos ayude a ser fuertes y “radicales” en nuestra entrega a Jesucristo. 

martes, 3 de noviembre de 2020

La aceptación de la muerte

Es muy conocido el texto cristológico de la Carta a los Filipenses (2, 5-11): “Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz”.

Hoy podemos fijarnos en la última frase. Tener los mismos sentimientos de Cristo, según San Pablo, es buscar ser verdaderamente humildes. ¿En qué consiste la humildad? Como decía Santa Teresa de Jesús: “la humildad es la verdad”. Hay una relación íntima entre estas dos virtudes humanas: la sinceridad y la humildad. Es más humilde el que vive en la Verdad. No es “su verdad”. Nuestra “verdad” subjetiva, necesita purificarse continuamente. Una manera de hacerlo es acudir frecuentemente al Sacramento de la Penitencia. Poco a poco, la gracia de Dios nos va ayudando a conocernos mejor y a reconocer que, por nosotros mismo, somos poca cosa y, además, pecadores. También descubriremos la acción de Dios en nuestra vida, para darle gracias por sus dones.

La palabra humildad deriva de “humus”, tierra. Somos polvo y ceniza. Jesucristo se hizo uno de nosotros y se anonadó, tomando la forma de siervo. Pero, además, aceptó la muerte, y una muerte de cruz. Eso es tener los mismos sentimientos de Cristo: aceptar la muerte, aceptar la cruz, para reparar por nuestros pecados y por los pecados de toda la humanidad.

Estamos en el mes de noviembre que la Iglesia dedica a ofrecer sufragios por los difuntos. La meditación sobre la muerte nos hará mucho bien, como al poeta castellano Jorge Manrique, cuando compuso las Coplas a la muerte de su padre: «Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando, cómo se pasa la vida, como se viene la muerte, tan callando. Cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor. Nuestras vidas son los ríos que van a dar en el mar que es el morir. Allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir. Allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos alegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos».

Recordemos también unas palabras de San John Henry Newman: "Únicamente la caridad os hará capaces de vivir bien y de morir bien”. Le pedimos a María que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. 

domingo, 1 de noviembre de 2020

Llamada a la santidad

La Solemnidad de Todos los Santos nos invita a recordar la llamada universal a la santidad, que proclamó el Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática Lumen Gentium: “Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (n. 11). “En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4)” (n. 39). “Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado” (n. 42).

Pero, ¿qué es la santidad?, ¿qué tenemos que hacer para alcanzarla?, ¿en qué se nota que una persona va por el camino de la santidad o se aleja de él?

Es natural que, cada uno, nos hagamos estas preguntas u otras parecidas. Sabemos que sólo Dios es Santo y Bueno, como le dijo Jesús al joven rico (cfr. Mc 10, 18). Además, en este mundo no hay ningún “santo”. Todos somos pecadores. Un gran “santo” puede convertirse en un gran pecador, y un gran pecador, en un gran santo. Alcanzaremos la plenitud de la santidad en la vida eterna.

Por otra parte, sólo Dios conoce lo que hay en cada hombre (cfr. Jn 2, 24). Nosotros podemos equivocarnos al juzgar a las personas. Alguien que no tiene apariencia de santo puede llevar una vida de santidad mayor que otro, que parece muy santo.

Todos recibimos muchos dones de Dios, pero en diversa medida. Lo decisivo es cómo correspondemos a esas gracias. Qué tan generosos somos, habiendo conocido el gran amor que el Padre nos tiene, en Jesucristo, responder decididamente a las inspiraciones y dones del Espíritu Santo.

Las virtudes heroicas que se piden a los santos, para su canonización, no son sucesos notables que ellos mismos hayan realizado por sí mismos, sino obras que Dios ha hecho a través de ellos, porque han sido muy dóciles a la gracia. Han sido hombres y mujeres de mucha oración: amigos verdaderos de Dios, que hablan con el Amigo y reciben la fuerza de Él, como Moisés, que hablaba cara a cara con el Señor (cfr. Ex 3, 11).

Ese es el secreto de la santidad de María: su profunda unión con Dios. 

viernes, 30 de octubre de 2020

Avanzar por el Camino

Hay un refrán conocido que dice: “el que no avanza, retrocede”. Mientras vivimos en la tierra, va pasando el tiempo, pero cada segundo es una ocasión de ir hacia delante. “Tempus breve est” (1 Cor 7, 29) dice san Pablo. Es corto el tiempo para amar. Hay que aprovecharlo para seguir avanzando, mientras tenemos tiempo.

Una de las comunidades más queridas de san Pablo es la de Filipos. “Gaudium et corona mea” (Fil 4, 1). Son su gozo y su corona. Desde el principio de la carta que les escribe, manifiesta el gran amor que les tiene: “Dios es testigo de cuánto los amo a todos ustedes con el amor entrañable con que los ama Cristo Jesús. Y ésta es mi oración por ustedes: Que su amor siga creciendo más y más y se traduzca en un mayor conocimiento y sensibilidad espiritual” (cfr. Fil 1, 1-11).

Pero, aunque los alaba por su fidelidad y colaboración en el anuncio del Evangelio, les insiste también en que no pueden conformarse con lo ya alcanzado, sino que tienen que seguir creciendo: “Estoy convencido de que aquel que comenzó en ustedes esta obra, la irá perfeccionando siempre hasta el día de la venida de Cristo Jesús” (Ibidem).

Estas últimas palabras están en la liturgia de la ordenación sacerdotal. La Iglesia pide para que sus sacerdotes se asemejen cada vez más a Cristo. El Espíritu Santo, que es el Santificador, irá llevándonos hacia la configuración plena con Jesucristo, de modo que seamos otro Cristo, el mismo Cristo.

Ya no soy el que vivo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2, 20). Para parecernos más a Cristo tenemos tres caminos, que son los que la Iglesia nos ha recomendado siempre: 1°) el conocimiento de Jesucristo a través de la lectura y meditación diaria de la Sagrada Escritura, especialmente de los Evangelios, de modo que seamos como uno de aquellos personajes que aparecen y sigamos al Señor muy de cerca, en la vida ordinaria; 2°) la frecuencia de sacramentos (particularmente de la Penitencia y la Eucaristía), que son como las huellas que de Cristo ha dejado en la tierra, para que sigamos sus pisadas; y 3°) la práctica del mandamiento del amor hacia nuestros hermanos, pues en cada uno está a Cristo.   

Así podrán escoger siempre lo mejor ―nos dice san Pablo―y llegarán limpios e irreprochables al día de la venida de Cristo, llenos de los frutos de la justicia, que nos viene de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios” (cfr. Fil 1, 1-11).  

María, que escogió lo mejor, nos ayudará a avanzar por el Camino. 

miércoles, 28 de octubre de 2020

Santos Simón el Cananeo y Judas Tadeo

En esta ocasión, fiesta de los santos Simón el Cananeo y Judas Tadeo, apóstoles, transcribiré algunos párrafos de la catequesis de Benedicto XVI, del 11 de octubre de 2006. Buena lectura.

«Es muy posible que este Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista de los zelotas, al menos se distinguiera por un celo ardiente por la identidad judía y, consiguientemente, por Dios, por su pueblo y por la Ley divina. Si es así, Simón está en los antípodas de Mateo que, por el contrario, como publicano procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales y religiosos, sin exclusiones. A él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas.

Y es hermoso que en el grupo de sus seguidores, todos, a pesar de ser diferentes, convivían juntos, superando las imaginables dificultades: de hecho, Jesús mismo es el motivo de cohesión, en el que todos se encuentran unidos. Esto constituye claramente una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a poner de relieve las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que en Jesucristo se nos da la fuerza para superar nuestros conflictos.

Conviene también  recordar  que  el grupo de los Doce es la prefiguración de la Iglesia, en la que deben encontrar espacio todos los  carismas,  pueblos  y razas, así como  todas  las  cualidades  humanas, que  encuentran  su armonía y su unidad en la comunión con Jesús (…).

Tadeo le dice al Señor: "Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?". Es una cuestión de gran actualidad; también nosotros preguntamos al Señor: ¿por qué el Resucitado no se ha manifestado en toda su gloria a sus adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué sólo se manifestó a sus discípulos? La respuesta de Jesús es misteriosa y profunda. El Señor dice: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y pondremos nuestra morada en él" (Jn 14, 22-23). Esto quiere decir que al Resucitado hay que verlo y percibirlo también con el corazón, de manera que Dios pueda poner su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por eso su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Sólo así vemos al Resucitado».

¿Cómo lo miraría Nuestra Señora? Así queremos nosotros ver a Cristo. 

lunes, 26 de octubre de 2020

El sentido común

Hay un viejo dicho que dice: “el sentido común es el menos común de los sentidos”. Y es verdad. No es fácil encontrar el sentido común en nuestra época. Y, sin embargo, es tan necesario…

El sentido común es la capacidad para juzgar razonablemente las situaciones de la vida cotidiana y decidir con acierto. Se basa en la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad. El pecado, las ideologías, las elucubraciones humanas equivocadas, nos han llevado a que cada vez sea más raro encontrar personas con sentido común. Indudablemente, una persona que vive bien, tiene más facilidad para pensar bien. También se suele decir que “el que no vive como piensa acaba pensando como vive”. Los malos hábitos llevan a pensar mal, a tener poco sentido común, a engañarse a sí mismo.

Por otra parte, la fe, la capacidad de aceptar el misterio en nuestra vida, refuerza el sentido común natural. Un persona de fe, aunque no tenga mucha cultura, sabe razonar mejor que un “sabio” según el mundo, que no tenga el sentido del misterio en el que estamos envueltos, que no se abra a la trascendencia.

Todo este preámbulo surgió en mi mente después de leer el texto de Lc 13, 10-17. Te aconsejo meditarlo, bajo la perspectiva del sentido común, y sacar tus propias consecuencias: «Un sábado, estaba Jesús enseñando en una sinagoga. Había ahí una mujer que llevaba dieciocho años enferma por causa de un espíritu malo. Estaba encorvada y no podía enderezarse. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Le impuso las manos y, al instante, la mujer se enderezó y empezó a alabar a Dios.

Pero el jefe de la sinagoga, indignado de que Jesús hubiera hecho una curación en sábado, le dijo a la gente: “Hay seis días de la semana en que se puede trabajar; vengan, pues, durante esos días a que los curen y no el sábado”.

Entonces el Señor dijo: “¡Hipócritas! ¿Acaso no desata cada uno de ustedes su buey o su burro del pesebre para llevarlo a abrevar, aunque sea sábado? Y a esta hija de Abraham, a la que Satanás tuvo atada durante dieciocho años, ¿no era bueno desatarla de esa atadura, aun en día de sábado?».

Cuando Jesús dijo esto, sus enemigos quedaron en vergüenza; en cambio, la gente [con sentido común y fe] se alegraba de todas las maravillas que él hacía”. 

sábado, 24 de octubre de 2020

Lección de amor

     El evangelio de la Misa del Domingo XXX del tiempo ordinario (Ciclo A), nos presenta la enseñanza de Jesús sobre el Mandamiento del Amor (cfr. Mt 22, 34-40). El Evangelio, la Buena Nueva, que anuncia la Iglesia es que Dios envió a su Hijo, para manifestarnos su Amor y darnos la gracia para que nosotros vivamos en ese Amor. Sin embargo, aunque todos los hombres llevamos grabado en el corazón ese mandamiento y, con el Bautismo, el Espíritu Santo purifica y regenera nuestra conciencia de esa verdad, es necesario recomenzar a aprender a amar, una y otra vez. Hay que reconocer que todavía nos falta mucho para amar, de verdad, a Dios y a nuestros hermanos, en las circunstancias ordinarias de la vida corriente.
Pablo Picasso, Ciencia y caridad (1897)

     En este sentido, me parece oportuno hacer referencia a un escrito en el que el P. Carlos Cardona, analizaba “Camino”, el conocido libro de San Josemaría Escrivá, como un libro que enseña a amar. Lleva por título: “Camino, una lección de amor, Ed. Rialp, 1988”. Copio algunos párrafos que ilustran la necesidad de aprender a amar y de enseñar a los demás a amar.

     “El motivo conductor [de Camino] era siempre el mismo: el amor a Dios, el Amor, porque «¡no hay más amor que el Amor!» (Camino, n. 417)”. “«Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor», es la primera exhortación de Camino. «Enamórate, y no "le" dejarás», es su último consejo. Y a lo largo de 999 puntos, este libro todo entero está dedicado a enseñar a amar. A amar siempre, en todo momento y en cualquier circunstancia: a amar intensa y totalmente”.

     “Es el amor el que cualifica la vida del hombre, le hace radicalmente bueno o malo según la dirección de su amor, y es el amor el que proporciona a la persona su valor real y decisivo. Aquí y sólo aquí es donde realmente somos todos iguales: en nuestra capacidad de amar”. “Aquí ya no es cuestión de estar dotados —como para -la ciencia o el arte o cualquier otra ocupación sectorial humana—: en la capacidad de amar somos todos realmente iguales. Y es ahí donde al final podemos ser todos diferentes, según lo que cada uno haya hecho libremente con su amor, según lo que haya amado sobre todas las cosas (,,,).  Camino enseña a hacer de todo un acto de amor. «Hacedlo todo por Amor. —Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. —La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo» (n. 813). Y el heroísmo en la caridad, en el Amor, es justamente la esencia de la santidad a la que todos estamos llamados, sin excepción”. Nuestra Madre, con su vida, nos muestra el camino del Amor.

jueves, 22 de octubre de 2020

Totus tuus

Hace 42 años, todos vivimos en la Iglesia una experiencia única, que quedó grabada profundamente en nuestros corazones. Al fallecimiento de San Pablo VI (6 de agosto) siguió la elección de Juan Pablo I (26 de agosto), su muerte (28 de septiembre), la elección de San Juan Pablo II (16 de octubre) y el inicio de su pontificado (22 de octubre).

Estábamos en pleno período postconciliar. Por una parte había un gran entusiasmo por la renovación que se suscitaba en la Iglesia, pero también se podían observar signos preocupantes que le llevaron a Pablo VI a decir que el humo de Satanás se había metido dentro de la Iglesia. La confusión reinante llevaba a unos a desviarse de la Tradición de la Iglesia y a otros a rechazar las enseñanzas del Concilio Vaticano II.

El Venerable Juan Pablo I (9 de noviembre de 2017), con su simpatía y buen humor, desde el principio de su pontificado nos había cautivado. Era el “Papa de la sonrisa”. Sus catequesis, por ejemplo, sobre las tres virtudes teologales, llenas de imágenes vivas, eran una muestra del nuevo camino que debía tomar la Iglesia, para llevar el Evangelio a un  mundo que se alejaba de Dios.

El desconcierto que causó su muerte fue como un jarro de agua fría. Pero la Providencia nos tenía reservada una sorpresa: un Papa que venía de lejos, no italiano, muy joven (58 años de edad), y que había participado muy de cerca en la redacción de la Gaudium et spes. ¡Qué marca más profunda dejó San Juan Pablo II en su pontificado, el segundo más prolongado de la historia!    

Hoy podemos meditar la Colecta de su Misa y, cada uno, sacar mucho provecho de ella: “Dios nuestro, rico en misericordia, que has querido que san Juan Pablo II, Papa guiara a toda tu Iglesia, te pedimos que, instruidos por sus enseñanzas, nos concedas abrir confiadamente nuestros corazones a la gracia salvadora de Cristo, único redentor del hombre. Él que vive y reina contigo”.

San Juan Pablo II es el Papa que anuncia la Misericordia de Dios (Dives in misericordia); que repetía continuamente la oración de Santa Faustina Kowalska  “Jesús, en ti confío”; que guio firmemente a la Iglesia con sus sólidas enseñanzas ancladas en la Palabra de Dios y la Tradición de la Iglesia (trece Encíclicas riquísimas) y que, desde el día de su elección ("¡No teman! ¡Abran, más todavía, abran de par en par las puertas a Cristo!"), proclamó la centralidad de Jesucristo como único redentor del hombre (Declaracion Dominus Iesus). 

martes, 20 de octubre de 2020

¿Cómo estar vigilantes?

San Pablo, en la Carta a los de Éfeso, les habla de esperanza. Benedicto XVI, en su Encíclica Spe salvi (2007, n° 6) recuerda la situación de los paganos que no tenían a Cristo vivían “sin Dios y sin esperanza, en el mundo” (Ef 2, 12). Nosotros, en cambio, ya no somos “extranjeros ni advenedizos; son conciudadanos de los santos y pertenecen a la familia de Dios, porque han sido edificados sobre el cimiento de los apóstoles y de los profetas, siendo Cristo Jesús la piedra angular” (Ef 12, 22).

Este es el fundamento de nuestra dignidad de hijos de Dios. Sobre él hemos de construir toda nuestra vida. Aquí se basa nuestra esperanza. Nos encontraremos con Cristo, cuando vuelva. Y no hay que esperar al final de los tiempos. Nos podemos encontrar con Él cada día, en cada momento, fundados en la esperanza: En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue y toque. Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. Yo les aseguro que se recogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá. Y si llega a medianoche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos” (Lc 12, 35-38).

Fundados en el terreno firme de nuestra dignidad cristiana, ¿cómo podemos estar vigilantes? Hace poco leía un libro titulado “Viaje al Centro del hombre” y que tiene tres capítulos, que son como tres “expediciones” que hay que emprender, para llegar al centro del hombre y conseguir una buena vida (digna, sencilla y feliz): 1°) En el terreno firme de la dignidad, 2) por la selva de lo superfluo y 3) Escalada hacia las propias cumbres (Cfr. Carlos Llano Cifuentes, Viaje al Centro del Hombre, Rialp, 1999).

Me parecen muy sugestivos los títulos de los capítulos. Después de tratar sobre la dignidad del hombre (vida digna o verdadera), dice que, para llegar a la meta (el Amor de Dios), es necesario no quedarse atrapado en la selva de los superfluo (lo temporal, pasajero y caduco); es decir, llevar una vida sencilla o bella; y, además, elevarse hacia las propias cumbres, que son las del Amor (a Dios y a nuestros hermanos), mediante la donación sincera de nosotros mismos. Sólo asá alcanzaremos una vida feliz o buena.

Jesús va por delante y nos anima a “estar vigilantes”. ¿Cómo? Teniendo en cuenta estos tres elementos de nuestro seguimiento de Cristo, que aparecen claramente en el ejemplo que nos da Nuestra Señora

domingo, 18 de octubre de 2020

¿Qué es la Misión, en la Iglesia?

El Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND) nos invita a reflexionar sobre qué es la misión y porqué es importante que todos participemos en ella.

Jesús escoge a sus apóstoles después de haber pasado la noche en oración. Esto es significativo: la oración precede a la misión. Los llama para que estén con él y para enviarlos. Esto también nos dice mucho. Lo primero es la búsqueda de la santidad (estar con Jesús) y apostolado (servir). En la Plegaria Eucarística II le damos gracias al Padre porque nos hace dignos “de servirte en tu presencia” (“astare coram te et tibi ministrare”).   

El apostolado es misión. Ambas palabras tienen una misma etimología. El término saliah, en hebrero quiere decir enviado, pero con un matiz particular: el que es enviado y hace las veces del que lo envía, es el embajador. Eliezer, enviado por Abraham e Isaac, escoge a Rebeca para esposa de Isaac, esta da su consentimiento y el matrimonio se considera definitivo. «El que os recibe, me recibe; el que me recibe, recibe al que me envió» (Mt 10,40).

Jesús envía, pero él, a su vez, es enviado por el Padre junto con el Espíritu Santo. «Como me envía el Padre, así os envío yo» (Jn 20, 21). El origen del envío apostólico hay que buscarlo en las misiones trinitarias: primero la misión creadora y luego la misión re-creadora, por las que el Padre —que es invisible y nunca se manifiesta directamente— actúa. Por medio de su «dos manos» (el Hijo y el Espíritu Santo) santas y venerables, como dice San Ireneo, que nos tocan, nos toman y nos consagran a Él, el Padre nos crea y nos re-crea.

Nuestra misión apostólica consiste en ser imágenes vivas del Padre, que deben imprimir en los otros el sello filial y llenar esta efigie con el Espíritu, que la animará en ellos.

En la Iglesia todos somos misioneros y profetas. «El profeta es aquel que dice la verdad en virtud de su contacto con Dios; la verdad para el presente que naturalmente también ilumina el futuro (…); hacer presente en este momento la verdad de Dios e indicar el camino que hay que tomar; (…) el profeta (…) ayuda a comprender y a vivir la fe como esperanza (…). Veo el núcleo o la raíz del elemento profético en este «cara a cara» con Dios, en «conversar con Él como un amigo». Sólo en virtud de este encuentro directo con Dios, el profeta puede hablar en el tiempo (…). Cristo es el profeta definitivo, porque es el Hijo (…). (Entrevista al Cardenal Ratzinger, de Niels Christian Hvidt, El problema de la profecía cristiana, 16 de marzo de 1998). María es la primera “profeta” de su Hijo. 

viernes, 16 de octubre de 2020

Marcados por el Espíritu Santo

San Pablo explica a la comunidad de Éfeso que ellos, los que han recibido el Bautismo, han sido marcados con el sello del Espíritu Santo, que es la garantía de que alcanzarán la herencia prometida. Y les anima, mientras llega el momento de la liberación, al final de los tiempos, a alabar a Dios con toda el alma; para eso han sido destinados: para la alabanza continua de su gloria (cfr. Ef 1, 11-14).

La Iglesia es como una Ciudad amurallada

El Salmo 32 nos invita a repetir: “Alabemos al Señor con alegría”. “Que los justos aclamen al Señor; es propio de los justos alabarlo”. “Feliz la nación cuyo Dios es el Señor, dichoso el pueblo que escogió por suyo”.

¿Es bueno sentirse “escogidos”? ¿No es una forma de elitismo? No, por supuesto que no. La palabra "iglesia" viene del latín ecclesia, y este del griego, ekklesia (κκλησία). San Pablo usó esta palabra para referirse a la congregación de creyentes cristianos.  Es una palabra compuesta por la preposición griega ek (κ), que denota un origen y que puede traducirse independientemente como desde; y kaleo (καλέω), que significa llamar, escoger. La definición más genérica es la de "una reunión de ciudadanos llamados desde sus hogares a un lugar público"; es decir, escogidos para reunirse en una asamblea. Los ekkletoi (los llamados, los escogidos) constituyen la Ekklesia.

Si no “sentimos” profundamente el gozo de haber sido “escogidos”, “llamados” por Cristo a su Iglesia, no comprenderemos la urgencia de salir a las plazas y a los cruces de caminos para invitar a nuestros hermanos a pertenecer a la Ekklesia, y a seguir a Cristo reunidos en este Misterio de Comunión de los hombres entre sí, por Cristo, en el Espíritu Santo.

Ahora, la belleza de la Iglesia está como oculta por las consecuencias del pecado original y nuestros pecados personales. Pero llegará el momento de la liberación y, entonces, no habrá nada oculto que no llegue a descubrirse, ni nada secreto que no llegue a conocerse. La verdad “se proclamará desde las azoteas” (cfr. Lc 12, 1-7).

¿Cuál es la conclusión que podemos sacar de estos textos de la Escritura? Lo que nos dice el Señor continuamente: no temer, ser valientes para vivir como cristianos. Saber que, cada uno de nosotros, valemos toda la Sangre de Cristo. Sentir vivamente el gozo de ser suyos y de haber sido elegidos por Él. Anunciarlo en todas nuestras palabras y obras. María no se avergonzaba de ser la Madre de Jesús. Al contrario, lo manifestaba siempre, agradecida por el don recibido. 

miércoles, 14 de octubre de 2020

El fruto del Espíritu

Como sabemos, san Pablo escribe a los Gálatas para prevenirles, ante algunos “judaizantes” que habían llegado a la comunidad y les querían hacer volver a la práctica del judaísmo, es decir, a ponerse bajo la Ley de Moisés.

Miniatura de la Bible historiale de Guiard des Moulins(siglo XV)

En esa Carta, el Apóstol no pierde ocasión de hacerles ver que Jesucristo, el Hijo de Dios, ha transformado totalmente el modo de entender la Ley hasta entonces. La Ley era buena, como un “pedagogo”, pero insuficiente. Cristo enseña una Nueva Ley de libertad y amor. Es la Ley del Espíritu no de la carne. Por eso les recuerda cuales son las obras, desordenadas, de la carne (“la lujuria, la impureza, el libertinaje, la idolatría, la brujería, las enemistades, los pleitos, las rivalidades, la ira, las rencillas, las divisiones, las discordias, las envidias, las borracheras, las orgías) y cuál es el fruto del Espíritu (“el amor, la alegría, la paz, la generosidad, la benignidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio de sí mismo).

“Es sumamente significativo que Pablo ―comenta Benedicto XVI―, cuando enumera los diferentes elementos de los frutos del Espíritu, menciona en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, etc.» (Gálatas 5, 22). Y, dado que por definición el amor une, el Espíritu es ante todo creador de comunión dentro de la comunidad cristiana, como decimos al inicio de la misa con una expresión de san Pablo: «… la comunión del Espíritu Santo [es decir, la que por Él actúa] sea con todos vosotros» (2 Corintios 13,13). Ahora bien, por otra parte, también es verdad que el Espíritu nos estimula a entablar relaciones de caridad con todos los hombres. De este modo, cuando amamos dejamos espacio al Espíritu, le permitimos expresarse en plenitud. Se comprende de este modo el motivo por el que Pablo une en la misma página de la carta a los Romanos estas dos exhortaciones: «Sed fervorosos en el Espíritu» y «No devolváis a nadie mal por mal» (Romanos 12, 11.17) (Benedicto XVI, 15-XI-2006)”.

Los fariseos estaban pendientes de mil detalles que prescribían la Ley de Moisés y sus tradiciones, pero se olvidaban de la justicia y del amor de Dios (cfr. Lc 11, 42-46). Jesús les indica que, sin descuidar la Ley (que para ellos había sido una guía excepcional, sobre todo los preceptos morales), no se olviden de lo más importante: vivir el espíritu de la Ley (de libertad y amor), que Él viene a recordar ahora a todos; también a nosotros, que anteponemos la preocupación por las cosas materiales a la vida en el Espíritu. Nuestra Madre nos enseñará a ocuparnos en aquello que nos pide nuestro deber, pero dando la prioridad a la Voz del Espíritu en todo. 

lunes, 12 de octubre de 2020

La libertad, la Cruz y María

Hay tres temas sobres los cuales podemos reflexionar hoy: la libertad, la Cruz y María.

Nuestra Señora del Pilar, patrona de la hispanidad

La primera lectura de la Misa, tomada de la Carta de San Pablo a los Gálatas, nos invita a agradecer la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cfr. Gal 5, 1). No somos hijos de la esclava, sino de la libre. El don de la libertad caracteriza a la creatura espiritual: los ángeles y los hombres. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, que ha querido ―como decía san Josemaría Escrivá― “correr el riesgo de nuestra libertad”. No hay nada que nos pueda quitar la verdadera libertad. Sólo el pecado esclaviza, pero podemos arrepentirnos y volver a ser libres. La libertad nos ha sido dada para amar. Ese es su fin: el amor. Amar a Dios y a nuestros hermanos. Eso es lo que nos hace verdaderamente crecer en la libertad y dignidad de los hijos de Dios. Todos los días podemos utilizar bien o mal nuestra libertad. Cuanto más estamos orientados hacia Dios, somos más libres. La fe y el amor nos hacen más libres. En el mundo en que vivimos hay muchas personas que están como encadenadas, por su desconocimiento del amor de Dios.

El evangelio que leemos hoy nos da pie para abordar el segundo tema: la Cruz. El profeta Jonás llega a Nínive marcado por el signo de la muerte en su cuerpo. Ha sido arrojado de la nave que lo llevaba a Tarsis (España) y ha tenido que permanecer tres días en el vientre de aquel gran pez (una ballena). Jesucristo aprovecha esta historia, bien conocida por sus oyentes, para hablarles del “signo” que piden los judíos: “no se les dará otro signo que el de Jonás” (cfr. Lc 11, 29-32). Es la señal de la muerte de Cristo y de su resurrección. El mismo Jesús es la Señal que se les da a aquella generación. Los habitantes de Nínive se convirtieron, pero no muchos de los que escuchaban la palabra del Hijo de Dios. La Cruz es siempre una señal que produce escándalo. Muchos se alejan de la fe en Cristo porque se encuentran con la Cruz. Nosotros hemos de abrazarnos a ella y llevarla en nuestro cuerpo, aceptando las contrariedades diarias y todo lo que dispone la Providencia en nuestra vida para nuestra purificación y crecimiento espiritual.

Por último, no podemos dejar a un lado una breve consideración sobre la fiesta que hoy se celebra, especialmente en España, pero también en todos los países de América: Nuestra Señora del Pilar. Según la tradición, María se apareció a Santiago apóstol, a las orillas del Río Ebro, hacia el año 40, cuando Ella vivía aún. Se le apareció, se dice, “en carne mortal”. María nunca nos deja solos. 

sábado, 10 de octubre de 2020

"Compelle intrare" (Lc 14, 23)

En el evangelio del Domingo XXVIII del tiempo ordinario, el rey que prepara un banquete de bodas para su hijo, manda a sus criados a convidar al banquete a todos los que encuentren en los cruces de los caminos (cfr. Mt 22, 1-14), incluso “empujándolos” (“compelle intrare”), como dice San Lucas en el pasaje paralelo (Lc 14, 23). Es el deseo que tiene el Señor de que todos los hombres acojan el festín que su Padre ha preparado (cfr. Is 25, 6-10, en la primera lectura). Sin quitarnos la libertad, busca por todos los medios posibles que aceptemos su invitación. San Josemaría Escrivá, en su homilía “La libertad, don de Dios” (cfr. Amigos de Dios, 37) comenta esta parábola. Transcribo íntegra la cita. 

«En la parábola de los invitados a la cena, el padre de familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los caminos y cercados e impele —compelle intrare— a los que halles a que vengan. ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima libertad de cada conciencia?

Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto..., si alguno quiere venir en pos de mí... Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él.

Cuando se respira ese ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud. El que peca contra Dios conserva el libre albedrío en cuanto a la libertad de coacción, pero lo ha perdido en cuanto a la libertad de culpa. Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad».

En una carta de 1942, San Josemaría explica más detalles del “compelle intrare”: «No es como un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios (...). Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía human, y tendremos el contenido del compelle intrare» (Carta 24-X-1942, n. 9).