sábado, 19 de octubre de 2019

Vivir en la Voluntad de Dios (3)


Recientemente se ha publicado el tercer libro del Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino. El título en castellano es: “Se hace tarde y anochece” (Editorial Palabra).  

EYCK, Jan van. El Retablo de Gante: Virgen María (detalle). 1426-29
  
Después de escribir sus dos primeros libros (“Dios o nada” y “La fuerza del silencio”), ahora, el Cardenal Sarah se detiene a analizar la situación actual del mundo y de la Iglesia, para denunciar abierta y claramente las tinieblas de nuestra época y también para alentarnos con una llamada a la esperanza.

En este “post” transcribiremos y comentaremos brevemente algunas de las citas que aparecen en el libro sobre la Voluntad de Dios. Las negritas son nuestras.

La primera de ellas es parte de la respuesta a la pregunta que le hace Nicolás Diat (el entrevistador): ¿Cree usted que el hombre no debe reducir a Dios a sus pequeños deseos? Robert Sarah responde sugiriendo cómo podría ser nuestra oración de petición a Dios, de la siguiente manera.

“No pretendo condenar las peticiones que los hombres puedan hacer implorando una ayuda divina. Los hermosos exvotos de las capillas, las iglesias y las catedrales demuestran hasta qué punto ha intervenido Dios en ayuda de los hombres. Pero el fundamento de la oración de petición es la confianza en la voluntad de Dios: lo demás se nos dará por añadidura. Si amamos a Dios, si estamos atentos a cumplir gozosamente su santa voluntad, si lo que deseamos por encima de todo es su luz —es decir, la ley de Dios en lo más profundo de nuestras entrañas para que ilumine nuestra vida (cfr. Sal 40, 9 y Hb 10, 5-9)—, Él, obviamente, acudirá en nuestra ayuda en las dificultades”.

Más adelante, Nicolás Diat le hace otra pregunta: Usted suele decir que el sacerdote es un hombre que reza y no un hombre de lo social. ¿Por qué esa insistencia? Y Sarah responde llevándonos al ejemplo de Jesús que siempre busca hacer la Voluntad de su Padre. Estas palabras se pueden aplicar a cualquier cristiano, pues todos tenemos alma sacerdotal.

El Hijo solo no puede nada. Jesús se lo dice con estas palabras: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5, 19). Y añade: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo: según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5, 30).
Esta es la auténtica naturaleza del sacerdocio. Nada de lo que es constitutivo de nuestro ministerio puede ser producto de nuestras capacidades personales. Y eso es así tanto cuando se administran los sacramentos como en el servicio de la palabra. No hemos sido enviados para manifestar nuestras opiniones personales, sino para anunciar el misterio de Cristo. No se nos ha encomendado hablar de nuestros sentimientos, sino ser portadores de una sola «palabra»: el Verbo de Dios hecho carne por nuestra salvación: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7, 16)”.

Y un poco más adelante, vuelve a insistir sobre el mismo asunto:

“Al sacerdote no tiene que preocuparle saber si cuenta con el aprecio de sus fieles. Lo único que debe preguntarse es si anuncia la palabra de Dios, si la doctrina que enseña es la de Dios, si cumple plenamente la voluntad de Dios. Lo que importa es lo invisible. No cabe duda de que debe satisfacer las expectativas de los fieles. Pero los fieles solo le piden ver a Jesús, escuchar su palabra y saborear su amor en los sacramentos de la reconciliación y en la belleza de la liturgia eucarística”.

El Cardenal Sarah, en una de sus respuestas sobre la relación que existe entre la dependencia de Dios (filiación divina) y la libertad humana, comenta lo siguiente citando a Benedicto XVI.

“La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Solo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad solo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos si vivimos según la verdad de nuestro ser, es decir, según la voluntad de Dios. Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre. Si vivimos contra el amor y contra la verdad —contra Dios—, entonces nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida, sino que obramos en interés de la muerte» (Benedicto XVI, 8 de diciembre de 2005).

El comentario del Cardenal Sarah, a estas palabras del Papa, es el siguiente:

“La dignidad del hombre consiste en ser fundamentalmente deudor y heredero. ¡Qué maravilloso, qué liberador es saber que existo porque soy amado! Soy fruto de la voluntad libre de Dios que, en su eternidad, ha querido mi existencia. ¡Qué confortador es saberse heredero de un linaje humano en el que los hijos nacen como el fruto más hermoso del amor de sus padres! ¡Qué fecundo es saberse deudor de una historia, de un país, de una civilización! No creo que haya que nacer huérfano para ser verdaderamente libre. Nuestra libertad solo tiene sentido si alguien distinto de nosotros le da un contenido gratuitamente y por amor. ¿Qué sería de nosotros si unos padres no nos enseñaran a caminar y a hablar? Heredar es la condición de una libertad auténtica”.

Nicolás Diat hace la siguiente pregunta al Cardenal Sarah: ¿El hecho de que existan valores que nadie puede alterar no es la mejor garantía de nuestra libertad? La respuesta es clara.

“Para muchos de nuestros contemporáneos la felicidad nace del mero consumo y de una libertad absoluta cuyas manifestaciones no frenan nada: todos se dejan llevar por sus deseos, sus inclinaciones y sus apetitos. Este disfrute materialista es agónico. El instinto, el placer, la ambición son los únicos amos de estas vidas desencantadas. La vulgaridad es casi animal. No obstante, el hombre seguirá siendo siempre una criatura divina. La verdadera libertad reside en el combate por unirse y responder a la voluntad del Padre. Alexander Solzhenitsyn y todos los prisioneros de los gulags soviéticos conocieron el precio de este camino. Sabían que Dios tiene siempre la última palabra. Por mucho que se niegue, Dios siempre será Dios: habita en medio de nosotros, porque es Él quien nos da la plenitud”.

Casi al final del libro, el Cardenal Sarah nos habla de la caridad como un vivir en la voluntad de Dios.

“No podemos hablar de caridad si no partimos del corazón de Jesús. La caridad no es una emoción. La caridad es una participación en el amor con que Dios nos ama, en el amor que se manifiesta en el sacrificio de la misa. Cuando los cristianos oyen la palabra caridad, piensan en dar algo de dinero a los pobres o a una organización caritativa. Pero es mucho más que eso. La caridad es la sangre que riega el corazón de Jesús. La caridad es esa sangre que ha de regar nuestra alma. La caridad es el amor que se entrega hasta la muerte. El amor nos hace abrazar a Dios, nos hace entrar en su comunión trinitaria, en la que todo es amor. La caridad manifiesta la presencia de Dios en el alma. San Agustín lo dice claramente: «Ves a la Trinidad si ves el amor, porque Dios es amor». La caridad es el don de Dios y es Dios mismo. Nos arrastra cada vez más lejos hacia la unión con Dios. El amor nunca llega a su fin ni está completo. Crece incesantemente para convertirse en comunión de voluntad con Dios. Por medio de la caridad, la voluntad de Dios se nos va haciendo poco a poco menos extraña y se convierte «en mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría», decía Benedicto XVI en Deus caritas est.

Podemos terminar con un consejo que nos da Robert Sarah a continuación:

“El santo es aquel que, fascinado por la belleza de Dios, renuncia a todo, incluso a sí mismo, y entra en el gran movimiento de retorno al Padre iniciado por Cristo. A eso estamos llamados todos. Querría repetírselo a los cristianos: estamos llamados a renunciar a todo, incluso a nosotros mismos, por amor a Dios (…).Todos hemos de vivir una renuncia radical, cada uno en nuestro estado de vida. Todos hemos de experimentar que basta con el amor de Dios”.

Tenemos a Nuestra Señora como Refugio y Ejemplo. Acudamos a Ella para que nos enseñe a vivir en la Voluntad de Dios.


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