sábado, 28 de septiembre de 2019

La conquista de la vida eterna


San Pablo, en su Primera Carta a su joven discípulo Timoteo, lo anima con palabras vibrantes: “Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos testigos” (1 Tim 6, 12).  

Los tres arcángeles con Tobías, 1470, Francesco Botticini


Este texto, que leeremos mañana en la 2ª Lectura de la Misa del 26° Domingo del Tiempo Ordinario, nos da pie para comenzar nuestra reflexión de este sábado.

¡La vida eterna! El Papa Benedicto, en su Encíclica Spe Salvi, nos recuerda las tres preguntas que hacía el sacerdote a las puertas de la Iglesia a los padres y padrinos que acompañaban al niño que iba a recibir el Bautismo.

“El sacerdote preguntaba ante todo a los padres qué nombre habían elegido para el niño, y continuaba después con la pregunta: "¿Qué pedís a la Iglesia?". Se respondía: "La fe". Y "¿Qué te da la fe?". "La vida eterna". Según este diálogo, los padres buscaban para el niño la entrada en la fe, la comunión con los creyentes, porque veían en la fe la llave para "la vida eterna" (Encíclica Spe Salvi, 10)”.  

Pero ¿qué es la vida eterna? En el Evangelio de la Misa Jesús nos habla de ella en la parábola del “rico epulón”. Aquel hombre vestía de púrpura y lino finísimo y banqueteaba espléndidamente, pero no se fijaba en Lázaro, un pobre mendigo que buscaba las migajas debajo de su mesa, porque no tenía que comer.

“Y sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado [en el infierno]” (Lc 16, 22).  

En el Antiguo Testamento muchos buenos israelitas creían en el “seno de Abraham” (no así los saduceos), como un lugar al que iban las almas de los justos. Es decir, creían en otra vida después de la muerte. Jesús confirma esta verdad muchas veces durante su vida, especialmente al hablarnos de su resurrección y de cómo nosotros participaremos también en ella.  

“No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros” (Jn 14, 1-3).

San Agustín, en su a carta a Proba, una viuda romana, escribió que, en el fondo sólo queremos una cosa, la vida feliz: "felicidad". Sin embargo, más adelante rectifica y dice que, realmente, no sabemos en absoluto lo que deseamos, lo que quisiéramos concretamente.

“Desconocemos del todo esta realidad; incluso en aquellos momentos en que nos parece tocarla con la mano no la alcanzamos realmente. "No sabemos pedir lo que nos conviene ", reconoce con una expresión de san Pablo (Rm 8, 26). Lo único que sabemos es que no es esto. Sin embargo, en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir. "Así, pues, hay en nosotros, por decirlo de alguna manera, una sabia ignorancia (docta ignorantia)", escribe. No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta "verdadera vida" y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados” (Encíclica Spe Salvi, 11).

Esa realidad desconocida es la verdadera esperanza de haber sido llamados, por la fe, a participar de la vida de Dios, la eternidad, que no es un continuo sucederse de días del calendario.

“Sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tempo -el antes y el después- ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: " Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría " (Jn 16, 22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo” (Encíclica Spe Salvi, 12).

La fe nos da la vida eterna, pero la fe verdadera, la de los pequeños: la fe de los humildes.

El 11 de octubre de 2010, durante la Congregación General de la Asamblea Especial para Oriente Medio del Sínodo de los Obispos, Benedicto XVI comentaba el Salmo 81 que menciona la caída de los dioses (ver texto completo).

“En este Salmo, en una gran concentración, en una visión profética, se ve la pérdida de poder de esos dioses. Los que parecían dioses no son dioses y pierden el carácter divino, caen a tierra. Dii estis et moriemini sicut nomine (cfr Sal 81, 6-7): la pérdida de poder, la caída de las divinidades” (Benedicto XVI, 11-X-2010).

Y dice que este proceso, que cuesta la sangre de los mártires,  continuará hasta el final del tiempo, como señala el capítulo XII del Apocalipsis. También hoy presenciamos la caída de los ídolos, de los poderes anónimos que esclavizan al hombre, de las ideologías, de la droga del terrorismo, de los ataques contra la vida y la castidad: son divinidades falsas, que deben ser desenmascaradas, que no son Dios.

“Estas ideologías que dominan que se imponen con fuerza, son divinidades. Y en el dolor de los santos, en el dolor de los creyentes, de la Madre Iglesia de la cual somos parte, deben caer estas divinidades, debe realizarse cuanto dicen las Cartas a los Colosenses y a los Efesios: las dominaciones, los poderes, caen y se convierten en súbditos del único Señor Jesucristo. De esta lucha en la que estamos, de esta pérdida de poder de los dioses, de esta caída de los falsos dioses, que caen porque no son divinidades, sino poderes que destruyen el mundo, habla el Apocalipsis en el capítulo 12, también con una imagen misteriosa, para la cual, me parece, hay con todo distintas interpretaciones bellas” (Ibidem).

Se refiere el Papa a la imagen del dragón que vomita un gran río de agua contra la Mujer, que huye, para arrastrarla. Parece inevitable que la Mujer (La Virgen, la Iglesia) sea ahogada.

“Pero la buena tierra absorbe este río y éste no puede hacer daño. Yo creo que el río es fácilmente interpretable: son estas corrientes que dominan a todos y que quieren hacer desaparecer la fe de la Iglesia, la cual ya no parece tener sitio ante la fuerza de estas corrientes que se imponen como la única racionalidad, como la única forma de vivir. Y la tierra que absorbe estas corrientes es la fe de los sencillos, que no se deja arrastrar por estos ríos y salva a la Madre y al Hijo. Por ello el Salmo dice – el primer salmo de la Hora Media – que la fe de los sencillos es la verdadera sabiduría (cfr. Sal 118, 130). Esta sabiduría verdadera de la fe sencilla, que no se deja devorar por las aguas, es la fuerza de la Iglesia. Y volvemos otra vez al misterio mariano” (Ibidem).

La fe de los sencillos es la verdadera sabiduría, que nos lleva a la vida eterna. Es la fe de las oraciones fervorosas de petición (especialmente el Santo Rosario); la fe en la Palabra acogida con amor en el corazón; la fe en la frecuencia de Sacramentos (Confesión, Eucaristía…); la fe de la misericordia y la caridad vividas habitualmente con todos nuestros hermanos…

Podemos terminar nuestra reflexión acudiendo a los Tres Arcángeles —Miguel, Gabriel y Rafael— para que nos protejan contra las asechanzas del dragón y sus ideologías; y a María, la Mujer del Apocalipsis, que vemos particularmente en la imagen de Nuestra Señor de Guadalupe: la “mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Apoc 12, 1).   


sábado, 21 de septiembre de 2019

La pobreza cristiana


Como todos los domingos, la Liturgia de la Palabra del Domingo 25° del Tiempo Ordinario nos ofrece un contenido riquísimo para meditar y luego llevar a nuestra vida.    

Homeless, de Kennington
Homeless, sin hogar, de Thomas Benjamin Kennington, de 1890
  
La Colecta de la Misa, ya nos da una pista para comprender lo que leemos en las tres lecturas y el salmo responsorial.  

Oración colecta
“Oh, Dios, que has puesto la plenitud de la ley divina
en el amor a ti y al prójimo,
concédenos cumplir tus mandamientos,
para que merezcamos llegar a la vida eterna.
Por nuestro Señor Jesucristo”.

El profeta Amós (cfr. 1ª Lectura: Am 8, 4-7), describe el comportamiento del hombre injusto con el prójimo y sin temor de Dios, que no cumple los mandamientos. Para conseguir una ventaja económica (7° mandamiento), miente (8° mandamiento) y lesiona el amor al prójimo (5° mandamiento), aprovechándose de los más humildes.

Todo empieza por la avidez de los bienes materiales. “Radix malorum est cupiditas” (1 Tim 6, 10). “La avaricia es la fuente de todos los males”.  

¡Qué importante es vivir la pobreza cristiana! San Juan de la Cruz, en Subida al Monte Carmelo, de una manera muy gráfica explica la importancia del desasimiento. No es posible avanzar en la vida espiritual si no estamos desasidos de las cosas terrenales. Aunque se trate sólo de un “hilillo sutil”, que se convierte en cadena de hierro forjado si no estamos dispuestos a cortarlo decididamente.

«En tanto que el alma tuviere asimiento a alguna cosa, excusado es que adelante, aunque sea mínimo. Porque un ave asida a un hilo, aunque sea delgado, por fácil que es de quebrar, si no le quiebra no volará. Así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa: aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión. El asimiento tiene la propiedad que la rémora; con ser un pez muy pequeño tiene tan queda la nao que no la deja llegar a puerto ni navegar.
Y no solamente no van adelante, sino que vuelven atrás, perdiendo lo que en tanto tiempo, con tanto trabajo, han caminado y ganado; porque en este camino, el no ir adelante es volver atrás: “el que no está conmigo está contra mí, y el que conmigo no recoge, desparrama” (Mt 12, 30). “El que desprecia las cosas pequeñas poco a poco irá cayendo” (Eccli 19, 1). Porque una imperfección basta para traer otras; y así habemos visto muchas personas muy adelante en gran desasimiento y libertad, y por sólo un asimientillo de afición, so color de bien, írseles vaciando el espíritu y gusto de Dios y no parar hasta perderlo todo, porque no atajaron aquel principio» (San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, cap. XI).

La libertad que nos da la pobreza también nos da la capacidad de agrandar nuestro corazón para amar a Dios totalmente y a nuestros hermanos.

San Pablo advierte a su discípulo Timoteo (cfr. 2ª Lectura: 1 Tim 2, 1-8) que Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. También desea “que podamos llevar una vida sosegada, con toda piedad y respeto”. Por eso le pide que rece por las autoridades, para que sepan gobernar bien, con justicia para todos, especialmente para con los más pobres y desvalidos.   

“El Señor levanta del polvo al desvalido, / alza de la basura al pobre, / para sentarlo con los príncipes, / los príncipes de su pueblo” (Salmo 112).

Jesús, en el Evangelio de la Misa de mañana (cfr. Lc 16, 1-13), enseña todo esto con la Parábola del Administrador infiel. Astutamente (como sucede muchas veces con los hijos de las tinieblas) se gana a los deudores de su amo rebajando el precio de la deuda. Así, roba a su amo y consigue amigos que luego le puedan pagar de alguna manera el favor que les ha hecho. Es una manera de robar y sobornas muy sagaz. Lo guía la avaricia y, al parecer, es infiel en algo menudo, pero, en realidad, acaba cometiendo un gran fraude.

Por eso, en el Versículo antes del Evangelio leemos: “Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriqueceros con su pobreza” (2 Cor 8, 9).

La enseñanza es clara: imitar a Jesucristo en el modo de vivir la pobreza. Nació pobre, vivió toda su vida oculta y pública con una gran austeridad; y, finalmente, murió en la Cruz sin nada.

Pero la pobreza hay que vivirla en la vida diaria y en los detalles pequeños: estar desprendidos de todo; no crearnos necesidades ni tener cosas superfluas; no quejarnos cuando nos falta lo necesario; escoger lo peor, si tenemos la oportunidad de vivir la caridad en esos detalles con los demás.

«El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto.
Pues, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? Si no fuisteis fieles en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (cfr. Lc 16, 1-13).

En una inscripción funeraria de un cristiano de los primeros siglos se lee lo siguiente: “Pauper sibi, dives aliis”. “Fue pobre consigo mismo y rico para los demás”. La sobriedad, la templanza, ha estado siempre asociada a la generosidad y a las virtudes que se relacionan con ella, como la magnanimidad y la magnificencia, es decir, el atreverse a grandes cosas en beneficio de los demás.

Sigamos el ejemplo de los santos:

«Tenemos tan poco, que no hay nada de qué preocuparse. Cuanto más se tiene, tanto más se preocupa uno por ello y tanto menos da a los demás. Pero cuanto menos tienes, más libre eres. La pobreza es para nosotras libertad. No supone una mortificación, una penitencia, sino una deliciosa libertad. Aquí no hay televisión, no hay esto, no hay lo otro. Este de aquí es el único ventilador de toda la casa. A nosotras no nos importa el calor: es para los invitados. Pero somos absolutamente felices» (Madre Teresa de Calcuta, en Palabra 304-305, VIII-IX-1990 (463).

Hay que convencerse de que la verdadera alegría está  en amar la pobreza: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y austeramente. El atractivo de la pobreza es el atractivo de la libertad: sentirse libre como  Pablo, o como Sta. Teresa: «Quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta».

María es Señora (“Domina”: eso significa su nombre) pero, al mismo tiempo, es la esclava del Señor, la mujer sencilla que está desprendida de todo y vive con la mirada en los bienes eternos.


sábado, 14 de septiembre de 2019

La Misericordia de Dios

Mañana celebramos el XXIV domingo del Tiempo Ordinario. Nos vamos acercando al final del año litúrgico (quedan sólo 10 domingos más para terminar con la Fiesta de Cristo Rey).   

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La liturgia de la Palabra, en esta ocasión, nos propone meditar sobre la Misericordia de Dios. Tuvimos ocasión de hacerlo hace tres años, durante el Año de la Misericordia que promulgó el Papa Francisco (del 8 de diciembre de 2015 al 20 de noviembre de 2016).

Sin embargo, la meditación sobre la Misericordia de Dios es inagotable. La palabra “misericordia” tiene como primera acepción en el DRAE la siguiente: “Virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos”. A su vez, la “compasión” es un “sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien”.

En ocasiones la palabra “misericordia” va asociada a la “clemencia”, que es “compasión, moderación al aplicar justicia”.

Por otra parte, cuando la palabra “misericordia” ser refiere a Dios (“Dios es misericordioso”), prácticamente se puede identificar con la palabra “amor”. Dios es el Amor pleno y, por tanto, le es propio tener misericordia y perdonar.  

El Amor de Dios hacia nosotros, que somos pecadores, tiene el matiz de ser misericordioso. Se compadece de nuestros pecados. Se compadece del hombre pecador. Y, en sí misma, es ilimitada. Dios perdona siempre. Su misericordia  abarca toda la realidad del pecado humano.

El límite de la Misericordia de Dios no está de la parte de Dios, sino de la nuestra. Nosotros, por ser personas libres, creadas a imagen y semejanza de Dios, somos capaces de cerrarnos a la Misericordia divina. ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo puede alguien rechazar el perdón de Dios? Es un misterio, pero es una realidad totalmente cierta. El pecador que no se arrepiente, permanece en su pecado, alejado de Dios, porque él mismo lo decide así, aunque Dios esté deseando perdonarlo.

Veamos algunos de los textos que leeremos mañana en la Misa.  

Mientras Moisés estaba en el Monte Horeb recibiendo las Dos Tablas de la Ley, los israelitas construían un becerro de oro. En la lectura del Éxodo (cfr. Ex 32, 7-11.13-14), se nota la decepción de Dios: “Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz”. El Señor manifiesta su deseo de exterminar al pueblo. No era para menos, después de todo lo que Yahvé les había favorecido al sacarlos de Egipto.

Pero Moisés le suplica que los perdone, y Dios “se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”. Sabemos que no es que Dios se arrepienta. Es una manera de decir, adaptada a los humanos, por la que el Espíritu Santo nos quiere decir que Dios es Misericordioso, perdona la culpa —si hay arrepentimiento—, e incluso, a veces, la pena debida al pecado (o la disminuye, o la cambia…).

“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores —nos dice San Pablo en la Segunda Lectura—, y yo soy el primero” (cfr. 1 Tim 1, 12-17). Tenemos también el ejemplo del hijo pródigo, en el Evangelio de la Misa: “Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros” (cfr. Lc 15, 1-32).

Es conveniente tener en cuenta que en el pecado hay una “culpa” (ofensa a Dios) y una “pena” (o castigo debido al pecado). Si nos arrepentimos, Dios siempre perdona la culpa. En la Iglesia, sabemos que esto sucede siempre que hacemos un acto de amor, o una obra buena, o una oración sincera…, para los pecados veniales. También nos perdona la culpa (castigo eterno) en el caso de los pecados morales, con un acto de contrición perfecto, o con un acto de atrición (imperfecto: dolor por las penas del infierno, por la fealdad del pecado, etc.), si confesamos ese pecado ante un sacerdote en el sacramento de la penitencia. Para pode comulgar, siempre es necesario, antes, acudir a la Confesión sacramental.
   
Por otra parte está la pena. Todo pecado es una ofensa a Dios, a nosotros mismos y a los demás, que requiere reparación. La justicia lo pide: no es deseable la impunidad. Esa pena, muchas veces se satisface en esta vida por los sufrimientos que trae consigo el pecado cometido. Por ejemplo, una persona que bebe mucho alcohol, recibe su pena porque, después, se expone a tener un accidente, si conduce un coche, o a pasar una noche en la cárcel si la policía lo sorprende y le hace una prueba con un alcoholímetro. Como se suele decir, “en el pecado está la penitencia”.

Además, si acudimos a la Confesión, el sacerdote nos impone una penitencia, aunque sea muy pequeña, que también nos ayuda a reparar el pecado cometido.

Finalmente, la vida misma trae innumerables sufrimientos y trabajos que se pueden ofrecer con sentido reparador. Y, si queda alguna pena que saldar, podemos terminar de limpiarla en el Purgatorio.

Todo esto es una realidad, que no quita nada a lo que estamos meditando: que Dios es Misericordioso. Él quiere siempre lo mejor para nosotros. Ser Misericordioso no supone “pasar por alto todo, y dejar que nuestros pecados no tengan ninguna consecuencia”. Dios quiere que seamos santos.

C.S. Lewis lo explica muy bien en su libro “Mero Cristianismo”. Necesitamos curar nuestra soberbia, nuestra vanidad, nuestra pereza. A veces quisiéramos arreglarlo todo con una aspirina y Dios no se conforma con una curación superficial. Quiere curarnos en serio, ir hasta el fondo.

«No os equivoquéis, viene a decir, si me dejáis. Yo os haré perfectos. En el momento en que os ponéis en Mis manos, es eso lo que debéis esperar. Nada menos, ni ninguna otra cosa, que eso. Poseéis el libre albedrío y, si queréis, podéis apartarme. Pero si no me apartáis, sabed que voy a terminar mi trabajo. Sea cual sea el sufrimiento que os cueste en vuestra vida terrena, y por inconcebible que sea la purificación que os cueste después de la muerte, y me cueste lo que me cueste a Mí, no descansaré ni os dejaré descansar, hasta que no seáis literalmente perfectos... hasta que mi Padre pueda decir sin reservas que se complace en vosotros, como dijo que se complacía en Mí. Esto es lo que puedo hacer y lo haré. Pero no haré nada menos» (C.S. LEWIS, Mero cristianismo, p. 211).   

La Misericordia de Dios es compasión, perdón, clemencia, amor sin límites; pero es también decisión firme de llevarnos a la santidad, precisamente porque su Amor es Verdadero.

Mañana, que celebraremos también a Nuestra Señora de los Dolores, no dejemos de acudir, cuando rezamos la Salve, a Nuestra Madre: “Madre de Misericordia; vida dulzura y esperanza nuestra”.  


sábado, 7 de septiembre de 2019

Las "primicias" de la Nueva Creación (5)


En este post transcribimos parte de los mensajes que recibió Marga el del 25 al 30 de agosto del 2016, en los que Jesús le habla sobre las “primicias”. Están en el Tomo IV de la Verdadera Devoción al Corazón de Jesús (cfr. vdcj.org) que lleva por título "Características y Promesas".    

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En las páginas 37 y 38, Jesús le dice lo siguiente [las negritas son originales; ponemos entre paréntesis cuadrados nuestros comentarios]:

“Nos está perdida la vida de ningún hombre sobre la tierra mientras siga estando en ella, y siempre puede ser salvo. Aún en el último instante. Aunque haya formado parte de todas las abominaciones y de la que es peor: la profanación eucarística y la de unirse íntimamente a Satanás para hacerme a guerra a mí y a todos mis elegidos (Nota 66: Cfr. Ap 12, 17).
Aún eso tiene perdón. Tiene perdón para el Amor de Dios.
Así que, que esto lean los que estén en esa situación, y entiendan.  
Que esto lean también todos los que se sientan llamados a formar parte del Cuerpo Místico Eucarístico. “Las primicias” que Yo quiero hacer sois vosotros ahora, los pioneros y precursores de esta vivencia en el Reino Nuevo. Los que empiezan el Camino, a vivir el Camino de Común Unión Conmigo.   

[La llamada a ser “primicias” parece que es para todos los que se sientan llamados; pero el Señor quisiera que todos nos sintiésemos llamados por su Amor. Por otra parte, más adelante, habla de “elegidos” por Él]

No quiero en vosotros cosas raras externas, por las que los demás os admiren y hasta quieran semi-adoraros como dioses.
No quiero super-hombres, transformados precisamente por “estar enterados de todo”. No son esos mis elegidos.
Mis elegidos para las primicias son los últimos, son los obedientes, son los sacrificados, son esos amantes y amados del Amado.

[Como durante su vida en la tierra, Jesús llama a los “pequeños”: María, José, los pastores, los apóstoles…].

Son los que queman su vida en Común Amor con Él, sacando de la Eucaristía la Fuente del Amor con que amar a Cristo y al mundo.
No tienen cualidades especiales, dones preternaturales o formas deslumbrantes o sabiduría supina. No son encumbrados por los que los rodean.
Más bien, son pisoteados y escupidos en derredor por los que les rodean, como lo fue su Maestro.

[Los llamados a ser “primicias” del Reino Eucarístico son personas sencillas y normales, que viven su vida ordinaria y no desean un trato especial]

Por eso, cuando veáis que alguien sabe tanto por sus propios medios, y que es una sabiduría de los hombres e incluso inventada con su inteligencia, alejaos de ellos. Sólo están ahí para confundir, para pretender llevaros por un camino que nunca fue un encargo de Dios, sino un propio encargo inventado por ellos mismos y puesto por ellos mismos. El demonio les azuza para confundir. Pero ellos saben que siempre se podrán acoger a Mí y a mi Camino, mi Verdadero Camino.

[Aunque el Señor desea conozcamos y tratemos de investigar —en la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio— lo que se refiere a su Segunda Venida, también nos pide que seamos prudentes para no poner nuestra esperanza en conocimientos humanos, por muy atractivos que parezcan, sino en la Revelación que Él nos quiere comunicar en la Iglesia: tanto la Revelación pública como las privadas que no se apartan de lo que siempre han enseñado los Pastores]

Pasión de Amor y Unión esponsal con el Amado. A eso os llamo.
La Virgen os irá indicando cómo.
Estos escritos pueden ayudar a ver cómo Yo cogí un alma (Nota 67: a Margarita) y la fui llamando y educando, y la atraje a mi Amor hasta que ella se encontró absolutamente enamorada de Mí.
Pueden ayudar a ver cómo es la Pasión de Amor de Jesús por las almas. Y cómo es la conquista que con ellas realiza.
A lo largo de estos escritos que ellos hagan de “tú” (Nota 68: cómo se ha insistido en la Trilogía, se sugiere que el lector se ponga en lugar de Marga. Que donde pone “Marga”, ponga su propio nombre. Que se aplique lo que Dios dice a Marga, que no es exclusivo para ella, sino para todo el que medite los libros. Y cada uno con sus características propias y por el camino por donde el Señor le vaya llevando), y se ponga a hablar Conmigo, tal y como tú lo haces, pero a su modo, su modo individual. Porque yo quiero y deseo todos los modos de amar de mi gente, de mis almas, las por Mí creadas. Que a su modo, hagan de “tú”. Y Yo les iré cogiendo cada vez más en mis brazos de Amor Enamorado”.

[Esta es la característica principal de las “primicias”: la Pasión de Amor con el Amado; el estar enamorados del Señor, porque comenzamos a comprender el Gran Amor que Él nos tiene]

En la página 40 del Tomo IV, el Señor continúa diciendo a Marga lo siguiente:

“En ese trato de esposo, hermano y amigo Conmigo, viviréis y pasaréis vuestros días. En un trato de Presencia Cotidiana Mía y de Mi Madre en vuestros días. De todos los Santos y Ángeles y toda la Corte Celestial. De aquellos a los que vosotros queráis invocarles e invitarles a vuestras vidas.
Es un Camino que Yo he ido adornado de Predicciones. Pero no es lo principal. Eso os engancha, pero no es lo principal.
Yo sé, porque os conozco, que las Predicciones forman parte de la pedagogía que necesitáis para acercaros a Mí.

[Es notorio como, en los cuatro libros de la Verdadera Devoción al Corazón de Jesús, se insiste sobre este punto: las profecías y predicciones del futuro no es lo más importante]         
   
En las pp. 41 y 42 continúa diciendo Jesús a Marga:

“Cuando te desanimes piensa en esto: Esta Pasión de enamorado que quiero que viváis Conmigo, y que pocos la entienden.
Que para ello quiere que seáis como niños, y viváis una Infancia espiritual, a modo del Caminito de Santa Teresa (Nota 70: Santa Teresita del Niño Jesús): sencillos, con Confianza y Abandono. Sin grandes pretensiones. Confiados en su Padre, como niños.
Así quiero que sea vuestro trato, vuestra alma de niños: enamorada. Enamorada hasta el fondo de Mí y de mi Corazón. Que se os muestra, y se os muestra, y se os muestra cada vez más, y se os hace Amable y Adorable”.

[Aunque el Amor a Dios es esponsal, fraterno, de amistad… es, de una manera particular, filial. Por eso Jesús nos enseñó a orar dirigiéndonos a Dios como Padre]

Y, enseguida, el Señor nos habla de la Eucaristía (p. 42):

Adoráis la Preciosa Forma Consagrada, pues en Ella está mi Corazón Ardiente y Palpitante.  
Y venís a pasar largos ratos Conmigo, con este Corazón Transformante, para que Yo os pueda transformar, os vaya transformando en otras antorchas ardientes de Amor, de Amor eterno, pues se enciende aquí en la tierra y dura para siempre”.

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Podríamos continuar transcribiendo los mensajes de Jesús a Marga. Pero bastan estos párrafos para conocer en qué consisten las “primicias” que desea el Seños que seamos todos sus hijos, en estos momentos. Son “Apóstoles de los Últimos Tiempos” (p. 53) y “Apóstoles del Reinado Eucarístico” (ibidem).