sábado, 13 de julio de 2019

El mandamiento está muy cerca de ti


El Domingo XV del Tiempo Ordinario nos da la oportunidad para volver a reflexionar en el Mandamiento del Amor para implorar la gracia de Dios, abrirnos a ella y ensanchar nuestro corazón hacia las necesidades de nuestros hermanos.   

Giuseppe Maria Crespi, 1665-1747

En los Evangelios, los demás escritos del Nuevo Testamento, y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, aparece con frecuencia la siguiente pregunta: ¿Maestro, qué debo hacer para salvarme?, o ¿para alcanzar la vida eterna? (cfr. Mc 10, 17-27; Hch 16, 30, etc.) En definitiva, se trata de la misma pregunta que todos los hombres tenemos en el interior: ¿cuál es la respuesta a las inquietudes, dudas, deseos y anhelos de mi corazón?

El Catecismo de la Iglesia Católica responde a esta cuestión de una manera clara y contundente:

“El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”.

Sólo en Dios nuestro corazón puede alcanzar la paz, la alegría, la verdad, el bien y la belleza que busca. Y Dios se ha manifestado en Jesucristo: sólo en Cristo está la salvación (cfr. 2ª Lectura de la Misa del Domingo XV del Tiempo Ordinario: Col 1, 15-20, el llamado “Himno Cristológico de Colosenses”).

En el Evangelio de la Misa de mañana volvemos a encontrar la eterna pregunta, y también la respuesta que da a ella da el Señor:

“En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».
Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?».
El respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza" y con toda tu mente. Y "a tu prójimo como a ti mismo"».
Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida» (cfr. Lc 10, 25-37).

Jesús siempre indica el camino: la Ley. Pero se trata de la Ley llevada a la plenitud en Él y por Él. Es la Ley Nueva, que incluye y supera la Antigua. No ha perdido vigor el camino de la Ley. La Iglesia nos recuerda esto constantemente. Por ejemplo, mañana en la 1ª Lectura de la Misa:

“Moisés habló al pueblo, diciendo: «Escucha la voz del Señor, tu Dios, observando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el libro de esta ley, y vuelve al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma” (cfr. Dt 30, 10-14).

Esta Ley, con la que el hombre nace, está inscrita en el corazón. No es lejana, sino muy cercana. No es inasequible, sino muy fácil de encontrar.

“Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable. No está en el cielo, para poder decir: "¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?". Ni está más allá del mar, para poder decir: "¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?". El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas»” (Ibidem).

Es una Ley cercana pero, ahora —en el estado de naturaleza caída que todos tenemos después del pecado original—, necesitamos la gracia para poder entenderla bien, cada vez mejor. Sin la gracia también podemos conocerla, pero nos costará más.

“Por esto, la Ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la Ley” (San Agustín, De spiritu et littera, 19, 34).

Dios es Padre y quiere que lleguemos a la meta que Él mismo nos ha marcado. Desea nuestro bien. Busca envolvernos con su Amor. El Magisterio de la Iglesia lo expresa bien en el siguiente texto del Concilio de Trento:

“Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas, y ayuda para que puedas” (De iustificatione, 11).

¿Cómo podemos pedir la gracia? En la oración y en los Sacramentos (especialmente en la Eucaristía). Por ejemplo, a través del Salmo 68 que rezaremos mañana:

“Mi oración se dirige a ti,
Señor, el día de tu favor;
que me escuche tu gran bondad,
que tu fidelidad me ayude.
Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia;
por tu gran compasión, vuélvete hacia mí”.

El amor a Dios está inscrito en nuestro corazón. Es más difícil encontrar ahí también el amor al prójimo. Por eso quizá, el maestro de la Ley, al recordar el resumen de la Ley y el mandamiento del amor, pregunta a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”.

El Señor le responde con la parábola del buen samaritano. El sacerdote y el levita que bajaban hacia Jericó no descubrieron a su prójimo. Su corazón no estuvo suficientemente abierto para ver en aquel hombre herido y medio muerto, a la vera del camino, al prójimo que había que atender y cuidar. Y ellos conocían y observaban la Ley de Moisés. En cambio, el samaritano que pasaba por el camino sí reconoce a su prójimo, desde el fondo de su corazón (no tanto por lo que había leído o estudiado en la Escritura).

Jesús nos enseña en esta parábola (Lc 10, 25-37), que meditaremos mañana, muchas cosas. Por ejemplo, las siguientes: 1) que Dios puede dar su gracia a quien quiere; 2) que los caminos del Señor son misteriosos e inescrutables; 3) que lo importante no es “conocer” la Ley, sino “tenerla grabada en un corazón abierto”; 4) que el mandamiento del amor llega a extremos admirables de delicadeza y finura de alma; 5) que amar exige sacrificio y entrega, de uno mismo y de sus bienes.

María, Mater Itineris, Nuestra Señora del Camino nos ayudará a buscar tener, cada día, un corazón más abierto al Amor de Dios, que se manifieste en el amor más generoso y verdadero hacia nuestros hermanos.      



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