sábado, 29 de junio de 2019

Llamados a la libertad


Los textos de la Liturgia del Domingo XIII durante el año nos hablan de vocación y de libertad.   

La vocación de Mateo. Caravaggio. 1599-1600. Roma. Mateo Contarelli, importante comerciante francés, compró para su gloria eterna la capilla Contarelli de la iglesia de San Luis de los Franceses en Roma con la intención de ser enterrado allí. Encargó un completo programa de pinturas y esculturas dedicadas al santo que le daba nombre: San Mateo. La compra se efectuó en 1565 pero en 1585, año en que muere Contarelli, no se habían efectuado las decoraciones pertinentes. Los frescos de bóveda y paredes se encargaron al maestro de Caravaggio, el Caballero de Arpino, quien ejecutó diversas escenas entre 1591 y 1593. Pero los trabajos seguían sin avanzar sustancialmente, por lo que Caravaggio recibió el encargo para los dos óleos laterales, con la Vocación y el Martirio de San Mateo . Más tarde, se le pediría también la pala de altar central, con San Mateo y el Ángel. Este encargo constituyó el primer trabajo de envergadura que Caravaggio realizó, y no para un coleccionista privado sino para una iglesia de acceso público, donde toda Roma podría contemplar su obra. Tal vez este condicionamiento hizo que algún lienzo que Caravaggio presentó para la capilla fuera rechazado (San Mateo y el ángel). Además, su estilo hubo de virar completamente, obligado a ejecutar una escena "de historia", como se denominaba entonces. Esto es, no se trataba de un momento de acción concentrada y simbólica, como por ejemplo los lienzos con la Decapitación de Holofernes o el Sacrificio de Isaac. Por el contrario, debía realizar una escena mucho más compleja en cuanto a significados, escenario, número de personajes y momentos de la acción. Por eso, frente a los lienzos que había venido realizando con una o dos figuras, la Vocación de San Mateo presenta siete, que han de organizarse coherentemente y en profundidad en un espacio arquitectónico que ya no puede ser eludido por el pintor en una suerte de fondo neutro perdido en la oscuridad. Sin embargo, Caravaggio no renunció en absoluto a sus recursos plásticos, y de nuevo la luz es la que da estructura y fija la composición del lienzo. Así, tras la figura de Cristo que acaba de penetrar en la taberna brilla un potente foco de luz. La luz ha entrado en las tinieblas con Cristo y rasga el espacio diagonalmente para ir a buscar a la sorprendida figura de Mateo, que se echa para atrás y se señala a sí mismo dudando que sea a él a quien busca. El rayo de luz reproduce el gesto de Cristo, alargando de manera magistral su alcance y simbolismo. Un compañero de Mateo, vestido como un caballero fanfarrón de la Roma que conocía tan bien Caravaggio, se obstina en no ver la llamada y cuenta con afán las monedas que acaban de recaudar.
La vocación de Mateo (Caravaggio, 1599-1600). 

 Todos los hombres tenemos una vocación, es decir, una llamada de Dios a la santidad; y también una misión que cumplir en esta tierra, íntimamente relacionada con nuestra vocación personal.

¿Cómo podremos descubrir esa vocación? Escuchando la Voz de Dios, que nos llama, a través de los acontecimientos de nuestra vida. Por ejemplo, si Dios quiere que un muchacho joven sea franciscano, indudablemente, de alguna manera, pondrá a ese joven en situaciones y acontecimientos que le señalen que esa es su vocación. Quizá será a través de sus padres, o de un amigo, o de algún evento en su vida que le lleve a descubrir ese camino.

Quienes ya estamos al final de la vida y hemos vivido muchos años siguiendo al Señor por un camino, podemos recordar cómo llegamos a descubrir la voluntad de Dios para cada uno. Todos tenemos nuestra historia. Una historia maravillosa en la que reconocemos la mano de Dios. Unos sucesos que se fueron concatenando unos con otros y nos hicieron descubrir el designio que tenía Dios para nosotros A lo largo de la vida, hemos ido comprobando que eso que descubrimos en la juventud era real y verdadero. Nuestro camino se fue configurando poco a poco y desplegando ante nuestros ojos con toda su riqueza.

La vocación a la que nos referimos no sólo se refiere a una llamada a seguir a Jesús dejándolo todo, como sucede en la vocación sacerdotal, por ejemplo. Hay muchos caminos para llegar a la santidad: en la vida secular o religiosa; en el matrimonio o en el celibato; siguiendo un carisma inspirado por el Espíritu Santo en la Iglesia a través de una institución; etc., etc.

La vocación profesional forma parte de nuestra vocación divina, especialmente en aquellos que Dios quiere que vivan en el mundo, que somos la mayoría. Es decir, la vocación personal tiene muchos matices. Cada uno tiene la suya. Dios puede llamar por un camino a muchos (por ejemplo, el sacerdocio), pero dentro de ese camino cada uno tiene que recorrer el suyo propio.

Estas consideraciones nos sirven para tenerlas como un telón de fondo que nos ayude a comprender mejor los textos que nos propone la Liturgia del Domingo XIII del Tiempo Ordinario, que nos hablan de vocación.

La Primera Lectura es del Primer Libro de los Reyes y nos narra la vocación de Eliseo. ¿Cómo supo este hombre, que vivió entre 850 y 880 antes de Cristo, cuál fue su vocación? De una manera directa y clara: se la comunicó el profeta Elías (vivió entre los años 874 y 853 a.C), que recibió un mandato de Dios mismo.

“En aquellos días, el Señor dijo a Elías en el monte Horeb: «Unge profeta sucesor tuyo a Eliseo, hijo se Safat, de Abel Mejolá». Partió Elías de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, quien se hallaba arando. Frente a él tenía doce yuntas; él estaba con la duodécima. Pasó Elías a su lado y le echó su manto encima” (cfr. 1R 19, 16 b. 19-21).

La respuesta de Eliseo fue inmediata.

“Eliseo volvió atrás, tomó la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio. Con el yugo de los bueyes asó la carne y la entregó al pueblo para que comiera. Luego se levantó, siguió a Elías y se puso a su servicio” (Ibidem).

En el Evangelio de la Misa de mañana encontramos una escena que recuerda la vocación de Eliseo. El Señor camina con sus discípulos por el territorio de Samaria, hacia Jerusalén, y se acercan varios hombres que desean seguirle. Han conocido a Jesús, les resulta enormemente atractiva su figura de Maestro de Israel y quieren acompañarle. El Señor confirma su vocación, pero les pide que dejen todo y no queden atados a personas o cosas materiales.   

“Mientras iban de camino, le dijo uno: «Te seguiré adonde quiera que vayas».
Jesús le respondió: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A otro le dijo: «Sígueme». El respondió:
«Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre». Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios». Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa». Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios»” (Lc 9, 51-62).

¿Qué nos quiere decir el Señor con esta escena del Evangelio? Que le sigamos, a través de la vocación que Él nos señale, pero con decisión de cortar todo lo que estorba. Es decir, que le sigamos en libertad: con plena libertad y desprendidos de todo lo que oponga a nuestro caminar junto a Él. Cada uno tiene que ver cómo se aplica esto a su propia vida.

San Gregorio de Nisa en su Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano dice que en el hombre hay tres cosas que manifiestan su vida: los pensamientos, las palabras y las obras. Y nos aconseja:

“Siempre, pues, que nos sintamos impulsados a obrar, a pensar o a hablar, debemos procurar que todas nuestras palabras, obras y pensamientos tiendan a conformarse con la norma divina del conocimiento de Cristo, de manera que no pensemos, digamos ni hagamos cosa alguna que se aparte de esta regla suprema” (PG 46, 283-286).

Así viviremos en la libertad de los  hijos de Dios. En la Segunda Lectura de la Misa de mañana leemos unas palabras de San Pablo a los Gálatas que subrayan la necesidad de vivir la propia vocación en libertad. Es más nuestra vocación es vivir libres.

“Hermanos: Para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud. Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (cfr. Ga 5, 1.13-18).

San Gregorio nos señala cómo vivir en libertad de manera muy concreta.

“Todo aquel que tiene el honor de llevar el nombre de Cristo debe necesariamente examinar con diligencia sus pensamientos, palabras y obras, y ver si tienden hacia Cristo o se apartan de él. Este discernimiento puede hacerse de muchas maneras. Por ejemplo, toda obra, pensamiento o palabra que vayan mezclados con alguna perturbación no están, de ningún modo, de acuerdo con Cristo, sino que llevan la impronta del adversario, el cual se esfuerza en mezclar con las perlas el cieno de la perturbación, con el fin de afear y destruir el brillo de la piedra preciosa.

Por el contrario, todo aquello que está limpio y libre de toda turbia afección tiene por objeto al autor y príncipe de la tranquilidad, que es Cristo; él es la fuente pura e incorrupta, de manera que el que bebe y recibe de él sus impulsos y afectos internos ofrece una semejanza con su principio y origen, como la que tiene el agua nítida del ánfora con la fuente de la que procede” (PG 46, 283-286).

Terminamos con unas palabras del Salmo 15 que podemos entonarlas teniendo presente a Nuestra Madre, porque en ellas se hacen realidad.

“Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha” (Salmo 15).
   


sábado, 22 de junio de 2019

Un corazón grande que sepa amar

En algunos lugares, como México, celebramos la Solemnidad del Corpus Christi el jueves pasado. En otros lugares la celebrarán mañana domingo.   

 

En este post comentaremos brevemente las lecturas del Domingo XII del Tiempo Ordinario, con algunas referencias a la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús que celebraremos el próximo viernes.

La Primera Lectura está tomada del libro del profeta Zacarías (12, 10-11; 13, 1). Vamos a fijarnos en unas cuantas frases.

“Esto dice el Señor: Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de perdón y de oración, y volverán sus ojos hacia mí, al que traspasaron” (Zac 2, 10).

Ya Isaías había profetizado: “Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes” (Is 53, 2). San Juan, en su Evangelio, al comentar la crucifixión del Señor alude a la profecía de Zacarías: “Y también otra Escritura dice: «Mirarán a Aquel que traspasaron»” (Jn 19, 37).

El texto de Zacarías podría referirse a alguno de los reyes de Israel, descendientes de David. En cualquier caso esa persona tan llorada era figura de Jesucristo clavado en la cruz al que se vuelve la mirada del hombre pecador como leemos en Jn 19,37 (cfr. comentario a la Biblia de Navarra, in loco).

«Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de Él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cfr. Jn 19,37; Zac 12,10)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1432).

Este texto de la Primera Lectura nos remite a la devoción al Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados.

Siempre, la devoción al Corazón de Jesús se dirige a ese Corazón traspasado, herido, rodeado de una corona de espinas. Es el Corazón vulnerado que ha amado tanto.

El corazón de carne del Señor fue traspasado por una lanza (cfr. Jn 19, 21-37). Pero el Corazón de Jesús, en sentido espiritual y profundo, es traspasado por nuestros pecados.

San Josemaría Escrivá solía repetir unos versos muy bonitos y sencillos al Corazón de Jesús:

“Corazón de Jesús que me iluminas.
Hoy digo que mi amor y mi bien eres.
Hoy me has dado tu cruz y tus espinas.
Hoy digo que me quieres”.

El Salmo que rezaremos mañana es el 62. Y la antífona que repetiremos es la siguiente: “Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”.

Se podría decir también: “Mi corazón está sediento de tu Corazón, Señor, Dios mío”. “Cor ad cor loquitur” (Newman). Hay un diálogo, sin palabras, entre nuestro corazón inquieto y sediento de Dios, y el Corazón apacible y lleno de Amor del Señor.

La oración es un diálogo de corazón a Corazón. Es hablar con Jesús “con el corazón en la mano”, con plena sinceridad y confianza le entregamos nuestro corazón para que Él lo purifique, lo encienda y lo llene de su Amor.

La Segunda Lectura del Domingo XII del Tiempo Ordinario está tomada de la epístola de San Pablo a los Gálatas (3, 26-29). Es muy breve.

26 Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.
27 Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo.
28 No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.
29 Y si sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán y herederos según la promesa.  
Todo nos habla de Cristo en estas líneas. Fijémonos en la frase: “porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (v. 28).

Por la fe y el bautismo todos estamos estrechamente unidos: somos uno en Cristo Jesús. ¿Por qué? Porque tenemos su misma vida. Por nuestras venas circula la Sangre de Cristo. San Josemaría Escrivá de Balaguer solía de decir: “¡Veo bullir en vosotros la sangre de Cristo!”.

Es otra manera de expresar que Jesús nos “mete” en su Corazón y nuestro corazón se hace uno con el suyo. San Josemaría lo solía hacer metiéndose en cada una de las llagas de Cristo, especialmente en la de su costado abierto.

Por último, en el Evangelio de la Misa que celebraremos mañana, San Lucas (9, 18-24) nos relata el suceso de Cesarea de Filipo, en el que Jesús da el primado a Pedro. Pero Lucas lo hace de modo diferente a los otros evangelios sinópticos. Él subraya que Jesús estaba haciendo oración.

“Una vez que Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos y les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?””.

Es la pregunta de las preguntas: ¿Quién eres tú Jesús? Pedro, y con él toda la Iglesia, responde: “El Mesías de Dios” o “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (cfr. Mt 16, 16).

Se trata de descubrir el “Yo” profundo de Cristo: su Corazón. La pregunta, o petición, podría formularse: “Jesús, enséñanos tu Corazón”.

El Diccionario de San Josemaría (voz “corazón”) nos ofrece algunas consideraciones muy valiosas sobre la palabra “corazón”, en general y en los escritos del Fundador del Opus Dei.

"Corazón" (con sus equivalentes en hebreo o en griego) aparece con frecuencia en la Sagrada Escritura, y no simplemente para designar a un órgano concreto del cuerpo humano, sino para aludir a la totalidad del ser humano, con sus pensamientos, deseos, anhelos y decisiones (…).       

El "corazón" hace referencia al "centro" de la persona desde el que brota todo pensamiento y toda acción. Es la sede del amor, mucho más que de los sentimientos, como a veces afirman algunos autores. San Josemaría lo señala con claridad: "Cuando hablamos de corazón humano no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro (...). Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella – alma y cuerpo– a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6, 21)" (ECP, 164).

Ver también los dictados de Jesús a Marga sobre la “Verdadera Devoción al Corazón de Jesús”, que hemos comentado ampliamente en este blog.

Pedimos a Nuestra Señora tener siempre un corazón abierto a Jesús y a nuestros hermanos, como lo tenía ella; un corazón grande y que sepa amar.  


sábado, 15 de junio de 2019

La Santísima Trinidad


La Trinidad no es un misterio lejano. Es muy cercano a nosotros. Son las tres personas más íntimas a cada uno de nosotros. Dios es “intimior intimo meo” (más íntimo que yo mismo) como decía San Agustín. Viven en nosotros como en un templo.  

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Francisco Caro, La Santísima Trinidad (siglo XVII)


En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu fuimos bautizados, y en su nombre se nos perdonan los pecados; al comenzar y al terminar muchas oraciones, nos dirigimos al Padre, por mediación de Jesucristo, en unidad del Espíritu Santo. Muchas veces a lo largo del día repetimos los cristianos: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

San Josemaría, en los últimos años de su vida, leía con interés tratados sobre la Santísima Trinidad. Se lo pedía su alma, que quería conocer mejor este Misterio central de nuestra fe.

« - - Dios es mi Padre! - Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración. » - - Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón. » - - El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino. » Piénsalo bien. - Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo » (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja 2).

Indudablemente, es un signo de madurez en la vida espiritual, tener una honda devoción trinitaria. Todos los santos la han  tenido y, algunos, han centrado su vida en el trato amoroso de la Santísima Trinidad.

«El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: - los dones y las virtudes sobrenaturales!» (San Josemaría, Amigos de Dios, 306 - 307).

Santa Catalina de Siena se distinguió por su búsqueda decidida y constante para penetrar en el Misterio Trinitario.

«Tú, Trinidad eterna, eres mar profundo, en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro, más te busco» (Santa Catalina de Siena, Diálogo, 167).

Sor Cristina de Arteaga (1902-1984) —religiosa jerónima española, escritora, historiadora y poeta; hija del Marqués de Santillana y más tarde Duque del Infantado— compara el Misterio de la Santísima Trinidad con un Océano sin fondo.

“Océano sin fondo de la vida divina! // Me he llegado a tus márgenes con un ansia de fe. // Di, ¿qué tiene tu abismo que a tal punto fascina? // - Océano sin fondo de la vida divina! // Me atrajeron tus ondas... - y ya he perdido pie!” (Sor Cristina de Arteaga, Sembrad: poesías, Ed. Monasterio de Santa Paula, Sevilla 1982. LXXXV).

Una de las santas que más han destacado por su devoción trinitaria es la Santa Isabel de la Trinidad (1880-1906; canonizada por el Papa Francisco el 16 de octubre de 2016). Poco antes de ingresar al Carmelo de Dijon, luego de esperar, por deseo de su madre, su cumpleaños 21, Isabel Catez-Rolland escribe a su director espiritual:

“Llevo diez días sin poderme mover: tengo un pequeño derrame sinovial en una rodilla... No puedo ir a la iglesia ni a comulgar, pero ¿sabe? Dios no necesita del Sacramento para venir a mí. Pienso que lo poseo lo mismo. ¡Es algo tan bueno esta presencia de Dios! Allí, en lo hondo, en el cielo de mi alma, es donde me gusta encontrarlo, pues Él nunca me abandona. ‘Dios en mí y yo en Él’. ¡Sí, esto es mi vida...! Hace tanto bien, ¿no?, pensar que, salvo por la visión, nosotros lo poseeremos ya lo mismo que lo poseen los bienaventurados en el cielo..., que no podemos separarnos ni alejarnos de Él... Pídale mucho que me deje poseer por entero, arrastrar por entero...
        ¿Le he dicho ya cómo me llamaré en el Carmelo? “María Isabel de la Trinidad”. Me parece que ese nombre denota una vocación especial, ¿no le parece un nombre bonito? ¡Amo tanto ese misterio de la Santísima Trinidad! Es un abismo en el que yo me sumerjo...
        Adiós, querido señor. Le envío una fotografía; mientras me la sacaban, pensaba en Él, así que es Él quien va en la foto” (Santa Isabel de la Trinidad, Carta al canónigo Angles, 14 de junio de 1901).

Los grandes santos tenían una conciencia muy viva de la inhabitación de la Santísima Trinidad en su alma. Santa Teresa de Jesús (1515-1582), por ejemplo, tenía un trato familiar y cercano con las Tres Personas divinas.

“No ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo, ni para regalarse con Él. Por poco que hable, está tan cerca que nos oirá, ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad, y mirarle dentro de sí, y no extrañarse de tan buen huésped, sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos” (Camino de perfección, c. 28).

En su tercera Encíclica trinitaria, San Juan Pablo II (1920-2005) confiesa el origen que dio lugar a esos tres escritos.

"La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2 Cor  13, 13). "De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia, las cuales celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el Padre al mundo (...). De esta misma exhortación arranca ahora la presente  Encíclica sobre el Espíritu Santo" (San Juan Pablo II, Dominum Vivificantem, 2).

Terminamos con unas citas breves del Papa Francisco sobre la Santísima Trinidad.

“Pensar en que Dios es amor nos hace mucho bien” (Francisco, 2013). “Manifestar el amor es un reflejo de la Trinidad” (Francisco, 2014). “Todo, en la vida cristiana, gira alrededor del misterio trinitario” (Francisco, 2015). “Dios es una familia de Tres Personas, que aman tanto que forman una sola cosa” (Francisco, 2016). “Dios no está lejano y cerrado en sí mismo, sino que es Vida y quiere comunicarse” (Francisco, 2017).


sábado, 8 de junio de 2019

Acción santificante del Espíritu


En la víspera de la Solemnidad de Pentecostés, llegamos al tercer aspecto de la acción del Espíritu en la Iglesia. En esta ocasión nos referiremos a la acción santificante del Espíritu en las almas que son Templo del Espíritu Santo y preparan la Nueva Jerusalén.  

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Ahora, mientras vivimos en esta tierra, ya preparamos el Banquete celestial, las Bodas del Cordero. De hecho, cada vez que participamos en la Santa Misa, estamos metidos en la Liturgia celestial. Cada vez que comemos el Cuerpo del Señor, tenemos en nosotros una prenda de la vida futura.

En la Eucaristía, hecha posible por la invocación del sacerdote al Espíritu Santo durante la epíclesis de la Misa, es donde con mayor verdad y profundidad nos sumergimos en la Vida Eterna, la Nueva Vida que Cristo nos ha ganado con su Resurrección y Ascensión a los Cielos, y que nos otorga por la acción del Espíritu Santo.

El Cuerpo y la Sangre de Cristo, bajo las especies sacramentales del pan y del vino, nos proporcionan la Gracia del Espíritu, que es como el Vino Nuevo del que hablaba Jesús, que no se puede meter en odres viejos (cfr. Mc 2, 22).

San Agustín, en uno de sus sermones, lo expresa muy bien cuando describe lo que sucedió después que los discípulos hubieron recibido el Espíritu Santo el día de Pentecostés.

“Estos hombres están bebidos y llenos de mosto (Act. 2,  1-13)  Algo cierto había en sus burlas y sarcasmos. Un vino nuevo llenaba estos odres nuevos. Cuando se leyó el Evangelio oísteis decir: Nadie echa vino nuevo en odres viejos (Mt 9 1-17). El sensual no entiende las cosas del espíritu. La sensualidad es  decrepitud, la gracia es remozamiento, y cuanto más el hombre se remoce y mejore, tanto más penetra y gusta de las verdad. Un vino nuevo fermentaba en sus entrañas y de aquél fermento fluían las palabras en todas las lenguas” (SAN AGUSTIN, Sermo 267).   

El Espíritu es Vino Nuevo que nos rejuvenece, que nos renueva: “Envía tu Espíritu y serán creados. Y renovarás la faz de la tierra”. El Espíritu es de libertad, no de sujeción. Hay que entender bien esta última frase. La sujeción, la obediencia, es fundamental en el Misterio de la Redención. Juega un papel primordial.

Sin embargo, nuestra sujeción es a Dios, a Jesucristo (a quien están sometidas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra: cfr. Col 1, 16). También nos sometemos unos a otros (por ejemplo, los hijos a los padres; los ciudadanos a la autoridad constituida, etc.), por amor a Dios. Nos hacemos “todo para todos para salvarlos a todos” (1 Cor 9, 22).  

Precisamente, la capacidad de “someternos” a un plan de oración, a un horario, a las exigencias de un trabajo, a un plan  de vida…, es lo que nos llevará a conseguir las metas altas que nos hemos propuesto. Los hábitos buenos (las virtudes) se adquieren por la repetición de actos menudos, hechos constantemente y con perseverancia durante mucho tiempo.

Así es como se consigue la verdadera libertad desde el punto de vista humano; y también la libertad de los hijos de Dios, si todo ese esfuerzo lo hacemos por amor a Dios, para manifestar a Cristo que Él es Nuestro Rey y Señor.

Desde nuestro Bautismo, la efusión del Espíritu Santo en nuestra alma es constante. Todo depende de qué tanto le dejemos actuar en nosotros. Si somos dóciles, humildes y estamos deseosos de escuchar su Voz, notaremos inmediatamente su acción. Notaremos, especialmente su Amor, como sucedió en la vida de los primeros cristianos.

"El amor de Dios ha llenado nuestro corazón mediante el E.S. que se nos ha dado" (Rom 5, 5).

Se trata de un Amor sobrenatural, es decir, de la Caridad, que nos lleva a amar a Dios y a nuestros hermanos por amor a Dios.

“Es el Espíritu Santo muy amante del reposo y quietud; pero de ese reposo que siente el alma cuando no busca ni quiere otra cosa que a su Dios” (Francisca Javiera de Valle, Decenario del Espíritu Santo, p. 54).  

Estas son las dos coordenadas en las que hemos de movernos si queremos que el Espíritu Santo encuentre en nosotros una disposición buena, y pueda actuar plenamente en nuestra alma. En primer lugar el recogimiento y el silencio: el reposo y la quietud, que se consigue si somos almas contemplativas, si procuramos convertir en oración toda nuestra vida. En segundo lugar, la búsqueda continua del cumplimiento de la voluntad de Dios en las cosas pequeñas de cada día, siendo fieles a nuestros deberes más menudos, “somentiéndonos” a lo que la Providencia divina pone en nuestro camino; aceptando totalmente lo que Dios quiere de nosotros hoy y ahora.

También podríamos resumir las dos cualidades que se requieren para que el Espíritu Santo actúe en nuestras almas, con dos palabras: oración y mortificación, que son como el fundamento de toda la vida cristiana. Así, nuestra “acción” (nuestra vivencia de la caridad cristiana; nuestro apostolado), estará siempre sólidamente fundada.

Francisca Javiera del Valle (1856-1930), una mujer palentina que, en el primer tercio del siglo XX escribió un libro precioso sobre el Gran Desconocido, encarece mucho la importancia de la mortificación. El Espíritu Santo es fruto de la Cruz.

“La santidad se adquiere por la mortificación y en ella se perfecciona por la mortificación; a los muy mortificados suele Dios darles a gustar de estas cosas como para premiar su continuado trabajo” (Ibidem).

Esta mortificación, que no es otra cosa que el sometimiento del amor propio al amor de Dios, cuesta esfuerzo, pero es camino seguro para encontrar la verdadera alegría y, con ella, todos los frutos del Espíritu Santo en nuestra alma.

“Y por esto al continuado vencimiento en todo que el alma tiene, con el fin único de agradar a Dios, es el darle Dios estas cosas de dulzuras y consolaciones en premio” (Ibidem).

Terminamos con unas palabras de Francisca Javiera del Valle que, en su Decenario al Espíritu Santo, nos alienta a seguir el camino de Jesús: enterrarse como el grano de trigo para dar mucho fruto.   

“Pues animémonos nosotros a imitarles en esto y a mortificarnos sólo por dar gusto a Dios con ello y manifestarle con esto nuestro amor puro y desinteresado, para lograr con todo ello el amor a Dios en esta vida y continuar amándole por los siglos sin fin. Así sea” (Ibidem).

Mañana, Solemnidad de Pentecostés, queremos estar junto a Nuestra Señora, para que nos ayude a recibir al Espíritu Santo con las mejores disposiciones posibles.  



sábado, 1 de junio de 2019

Discernimiento


En el post anterior (25 de mayo) analizábamos el anuncio del envío del Espíritu Santo. Jesús, en el Cenáculo, explica a sus discípulos quién es el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, y les llevará a la Verdad completa.  

Juan Bautista Maíno - Pentecostés - 1612-14
Juan Bautista Maíno - Pentecostés (1612-1614)


Hoy, en la víspera de la Solemnidad de la Ascensión del Señor, nos detendremos a meditar sobre otro aspecto de la acción del Espíritu: su modo de actuar en las almas y la importancia de saber oír su Voz y discernir cuándo es auténtica, especialmente en relación con los demás.

En la lectura de los Hechos de los Apóstoles que hemos hecho durante el Tiempo Pascual, observamos la docilidad con la que los apóstoles reciben las mociones del Espíritu. No hay página de este Libro del Nuevo Testamento en la que no aparezca la acción fuerte y suave, al mismo tiempo, del Espíritu.

Actúa en el Colegio Apostólico (por ejemplo, en el Concilio de Jerusalén) y también de modo personal en los primeros cristianos. Lo hace de modo extraordinario (don de lenguas, de profecía, carisma de todo tipo…), pero también de modo ordinario, llevando a los fieles, como en volandas, a cumplir las misiones que les encomienda y facilitando enormemente la expansión del Evangelio.

Hemos visto que la manera más importante de actuar el Espíritu Santo es a través de los Pastores (de los apóstoles y sus sucesores), a quienes asiste con un “carisma cierto de la verdad”, para que la Iglesia no se descamine y sea siempre fiel al Evangelio de Jesucristo. Esta acción continuará hasta el final de los tiempos en el Magisterio de la Iglesia.

Sin embargo, el Espíritu no se limita a inspirar a los Pastores de la Iglesia. Está presente en toda Ella, en cada uno de los fieles cristianos: “sopla donde quiere” (cfr. Jn 3).

Es frecuente oír hablar del “discernimiento de espíritus”. El Papa Francisco suele referirse, con frecuencia, a la importancia que tiene esta acción del Espíritu en la actividad pastoral de la Iglesia. Aunque el Magisterio, a través de los siglos, ha señalado claramente las verdades de la doctrina dogmática y moral de la Iglesia, también es verdad que, en muchas ocasiones, para aplicar esos conceptos hay que saber discernir las situaciones concretas, tanto de manera personal como para aconsejar a otros.

Por ejemplo, en la Exhortación Apostólica Amoris laetitia, el Papa Francisco ofrece una línea clara en la pastoral familiar, que puede resumirse con las palabras que componen el título de uno de los capítulos: “Acompañar, discernir e integrar la fragilidad”.    

“Se nos invita a evitar los juicios sumarios y las actitudes de rechazo y exclusión, y a asumir en cambio la tarea de discernir las diferentes situaciones, emprendiendo con los interesados un diálogo sincero y lleno de misericordia” (Ángel Rodríguez Luño, Amoris laetitia. Pautas doctrinales para un discernimiento pastoral,  en Instituto Acton).

La escucha del Espíritu Santo presupone dos cosas fundamentales:

1) La rectitud de intención del que discierne, es decir, el deseo de escuchar verdaderamente la voz de Dios, aunque esta lleve consigo exigencias fuertes (incluso el martirio). Hay que dejar a un lado los prejuicios e ideas preconcebidas. Hay que apartarse de la opinión de la mayoría, de la solución que da el mundo, de lo que resultaría más cómodo y fácil. Hay que tener, en este sentido, una vida coherente, limpia y trasparente. Es preciso tener presente la quinta bienaventuranza: “Los limpios de corazón verán a Dios”. Si no hay esta rectitud es imposible reconocer la Voz del Espíritu en nuestra alma. Sólo puede guiar a otros quien tiene ojos claros para ver el camino. Un ciego no puede guiar a otro ciego porque los dos caerán en la fosa (cfr. Lc 6, 39).

Y, para tener rectitud de intención, es necesario escuchar la Palabra de Dios y tener vida de oración. ¿Cómo vamos a poder conocer la verdad si nunca la preguntamos al Espíritu Santo ni buscamos escuchar su Voz en la conciencia, que es santuario de nuestra alma donde nos habla Dios? Hay que añadir también la frecuencia de sacramentos: vivir en gracia de Dios.

2. La doctrina segura y clara que permita discernir según la verdad multisecular de la Iglesia. La verdad no se improvisa: se aprende. Hay que estudiar y formarse doctrinalmente para poder estar en condiciones de discernir bien, tanto para la propia alma, como para la de los demás. Santa Teresa recomendaba buscar director espiritual entre los “letrados”, es decir, entre los sacerdotes que tuvieran estudios teológicos.

“Porque si me engañare, estoy muy aparejada a creer lo que dijeren los que tienen letras muchas; porque aunque no hayan pasado por estas cosas, tienen un no sé qué grandes letrados, que como Dios los tiene para luz de su Iglesia, cuando es una verdad, dásela para que se admita” (Moradas quintas, cap. 1, n. 7).   

Hay dos errores que se deben evitar a la hora de discernir:

1) El primero lo podemos llamar “anquilosamiento espiritual”. Es la falta de flexibilidad para discernir. Es lo que el Papa Francisco suele advertir cuando nos pide que no tengamos un “corazón cerrado”; que nos seamos obstinados diciendo que “siempre se ha hecho así”; que no nos cerremos a “la novedad de Dios”, a las “sorpresas de Dios”. Esto les pasó a algunos fariseos en tiempo de Jesús.

2) El otro peligro es el contrario: utilizar el “discernimiento” para saltarse todo lo que la Iglesia ha dicho a través de los siglos y “relativizar” todo, es decir, juzgar todo según las circunstancias de la persona, sin tener en cuenta los principios de nuestra fe y moral. Se trata de un falso discernimiento, guiado por el sentimentalismo, la poca formación y un espíritu de rebeldía a la Ley de Dios, que es el principio objetivo de moralidad. Es verdad que hay pocas cosas que son intocables, pero las hay: tanto en las verdades de fe como en las de la conducta moral. Hay acciones intrínsecamente malas que ninguna circunstancia puede cambiar (cfr. Encíclica Veritatis Splendor).

Santa María, Esposa del Espíritu Santo, es también Maestra del discernimiento, como lo vemos en su Anunciación, en las Bodas de Caná, al pie de la Cruz… Ella nos enseñará a estar en condiciones para saber escuchar la Voz del Espíritu.