sábado, 20 de abril de 2019

Esperanza e Iglesia


Con este post llegamos al final de nuestro recorrido, durante la Cuaresma y la Semana Santa, repasando las verdades centrales de nuestra fe y la vida de Jesucristo.    

 

Los dos últimos temas (de los 20 que hemos meditado) son la Ascensión del Señor y la Venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

19. Subió a los Cielos. Esperanza

Jesucristo, después de haber resucitado, no terminó su misión en tierra: 1) se quedó 40 días con sus discípulos, 2) subió a los Cielos y 3) envió, junto con su Padre, al Espíritu Santo a al Iglesia.

Durante los 40 días antes de su Ascensión a los Cielos, el Señor busca agrupar “un círculo de discípulos que puedan testimoniar que Jesús no ha permanecido en el sepulcro, sino que está vivo” (J. Ratzinger, Jesús de Nazaret). La misión principal de los apóstoles es “anunciar al mundo que Jesús es el Viviente, la Vidas misma” (Ibidem), primero a Israel y luego a todos los pueblos (cfr. Mt 28, 18s).

“También forma parte del mensaje de los testigos anunciar que Jesús vendrá de nuevo para juzgar a vivos y muertos, y para establecer definitivamente el Reino de Dios en el mundo” (Ibidem).

Sin embargo, esto no significa que los discípulos consideraran que este era el contenido principal del anuncio. De lo que ellos dan testimonio, sobre todo, es de que “Él es el que ahora vive, que es la Vida misma, en virtud de la cual también nosotros llegamos a ser vivientes (cf. Jn 14, 19)” (Ibidem).

Quizá nos pueda sorprender que los apóstoles, después de haber visto a Jesús subir a los Cielos, hayan vuelto tan contentos.

«Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo. Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24, 50-53).

El que Jesús haya sido “ensalzado a la derecha de Dios” (cfr. Hch 2, 33) no significa que se haya alejado de nosotros. Al contrario.

“Los discípulos no se sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo inaccesible y lejano. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. Están seguros de que el Resucitado (como Él mismo había dicho, según Mateo), está presente entre ellos, precisamente ahora, de una manera nueva y poderosa.” (Ibidem).

La nueva presencia de Jesús es el único modo en que Dios puede sernos cercano. Es una presencia que ya no se puede perder. La Ascensión significa la permanente presencia que los discípulos experimentan y que les produce una alegría duradera.

El mismo día de la Ascensión Jesús da a sus discípulos un don y una tarea. Les promete que estarán llenos de la fuerza del Espíritu Santo (santidad) y les encomienda que sean sus testigos hasta los confines del mundo (apostolado).

Las imágenes que nos presenta el relato de la Ascensión (“estar a la derecha del Padre” y “la nube que cubre a Jesús al subir”) nos remiten a algo trascendente. La nueva presencia de Jesús, en Dios, no es espacial. Jesús no se va a un astro lejano.

“Entra en la comunión de vida y poder con el Dios viviente, en la situación de superioridad de Dios sobre todo espacio. Por eso «no se ha marchado», sino que, en virtud del mismo poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros” (Ibidem).

San Josemaría Escrivá de Balaguer, en una tertulia en Buenos Aires el 26 de junio de 1974 (un año exacto antes de su muerte), decía: “Me voy [de Argentina] pero volveré”. Salvando las distancias, esto es lo que sucedió a Jesús. Se fue al Padre pero, a partir de entonces, volvió de una manera aún más cercana con cada uno de sus discípulos como Él mismo les había dicho en el Cenáculo: «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (Jn 14, 28).

“Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos, sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la «ascensión»; con su poder que supera todo espacio, Él no está ahora en un solo sitio, sino que está presente al lado de todos, y todos lo pueden invocar en todo lugar y a lo largo de la historia” (Ibidem).

Es algo parecido a lo que ocurrió, después de la primera multiplicación de los panes, en la barca de Pedro que estaba azotada por el viento. Los discípulos, en realidad, no están solos. Jesús, que orando en el monte, cerca del Padre, los ve, y porque los ve viene hacia ellos caminando sobre el mar (cfr. 6, 45-52). El Señor está en el “monte del Padre” y por eso “nos ve” y puede subir en cualquier momento a la barca de nuestra vida (cfr. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret).

“También hoy la barca de la Iglesia, con el viento contrario de la historia, navega por el océano agitado del tiempo. Se tiene con frecuencia la impresión de que está para hundirse. Pero el Señor está presente y viene en el momento oportuno. «Voy y vuelvo a vuestro lado»: ésta es la confianza de los cristianos, la razón de nuestro júbilo” (Ibidem).

Después de la Ascensión, dos hombres vestidos de blanco dirigen un mensaje a los discípulos:

«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse» (Hch 1, 11).

Estas palabras confirman el retorno de Jesús, pero subrayan que la tarea de los apóstoles es llamar al mundo a estar en los brazos abiertos de Dios.

“Para que al final Dios se haga todo en todos, y el Hijo pueda entregar al Padre al mundo entero asumido en Él (cf. 1Co 15, 20-28). Esto implica la certeza en la esperanza de que Dios enjugará toda lágrima, que nada quedará sin sentido, que toda injusticia quedará superada y establecida la justicia. La victoria del amor será la última palabra de la historia del mundo” (Ibidem).

Lo que se pide a los apóstoles, en la situación intermedia, es vigilancia y apertura al bien, a la verdad y a Dios. Y, por otra parte, que implore el cumplimiento de la promesa del retorno de Cristo, como se hace al final del Apocalipsis: "Sí, vengo enseguida". Amén. ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).

Es la oración de la persona enamorada que, en la ciudad asediada y oprimida por tantas amenazas y los horrores de la destrucción, espera necesariamente con afán la llegada del Amado, que tiene el poder de romper el asedio y traer la salvación. Es el grito lleno de esperanza que anhela la cercanía de Jesús en una situación de peligro, en la que sólo Él puede ayudar” (Ibidem).

María de Guadalupe, la Mujer del Apocalipsis, vestida de sol y con la luna a sus pies, nos protegerá y hará cada vez más cercano a su Hijo en nuestra vida.  

20. Creo en el Espíritu Santo. Iglesia

Todos los años, la Iglesia nos invita a profesar nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo mediante la invocación “Veni Sancte Spiritus! Se trata un a oración muy sencilla e inmediata pero, a la vez, extraordinariamente profunda, que brota ante todo del corazón de Cristo.

“En efecto, el Espíritu es el don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; el primer y principal don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al cielo” (Benedicto XVI, Homilía del 23 de mayo de 2010).

En la última Cena Jesús, en varias ocasiones, promete el envío del Espíritu Santo.

"Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre" (Jn 14, 15-16).

Es la oración del corazón filial y fraterno de Jesús, que alcanza su cima y cumplimiento en la Cruz. “El Espíritu Santo es fruto de la Cruz”, solía decir San Josemaría Escrivá de Balaguer. Desde el cielo, Jesús vive su sacerdocio de intercesión en favor del pueblo de Dios.

¿Qué produce en la Iglesia, ante todo, el Don del Espíritu Santo? La unidad.

“Donde hay laceraciones y divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia” (Ibidem).

La unidad es el signo de la Iglesia a través de los siglos. Desde el principio, Dios quiso a su Iglesia unida y universal (don de lenguas).

La unidad que crea el Espíritu Santo es una unidad en la diversidad. Exactamente lo contrario que sucedió en Babel, en donde se impone una cultura de la unidad “técnica”.

“La Biblia, de hecho, nos dice (cf. Gn 11, 1-9) que en Babel todos hablaban una sola lengua. En cambio, en Pentecostés, los Apóstoles hablan lenguas distintas de modo que cada uno comprenda el mensaje en su propio idioma. La unidad del Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión” (Ibidem).

La Iglesia es la barca de Pedro zarandeada por las olas. El 7 de marzo de 2019, el Prelado del Opus Dei, Mons. Fernando Ocáriz, escribía lo siguiente:

“En años difíciles, en los que san Pablo VI llegó a decir que «el humo de satanás» se introducía por las grietas de la Iglesia, nuestro Padre [San Josemaría] nos insistió en que eran «tiempos de rezar» y «tiempos de reparar». Esta misma exhortación querría que resonara también ahora en nuestras almas, ante la situación presente –distinta pero no menos difícil que aquella–, en la que junto a confusión doctrinal y errores prácticos, es muy penosa la división. También por esto, procuremos ser buenos hijos de la Iglesia, ayudando con nuestra oración al Papa en su misión de principio visible de unidad de fe y comunión” (Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje del 7 de marzo de 2019).

En este sentido, son muy ilustrativas las palabras del Papa emérito Benedicto XVI, en el funeral del Cardenal Meisner (Colonia, 15 de julio de 2017). Decía que “[el Cardenal] había aprendido a soltarse y vivía cada vez más de la profunda certeza que el Señor no abandona a su Iglesia, aunque a veces la barca está a punto de zozobrar”.

En el relato de Pentecostés aparecen claras las notas de la Iglesia, que tuvo su inicio solemne ese día.

“En ese extraordinario acontecimiento encontramos las notas esenciales y características de la Iglesia: la Iglesia es una, como la comunidad de Pentecostés, que estaba unida en oración y era "concorde": "tenía un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32). La Iglesia es santa, no por sus méritos, sino porque, animada por el Espíritu Santo, mantiene fija su mirada en Cristo, para conformarse a él y a su amor. La Iglesia es católica, porque el Evangelio está destinado a todos los pueblos y por eso, ya en el comienzo, el Espíritu Santo hace que hable todas las lenguas. La Iglesia es apostólica, porque, edificada sobre el fundamento de los Apóstoles, custodia fielmente su enseñanza a través de la cadena ininterrumpida de la sucesión episcopal” (Benedicto XVI, Ángelus del 27 de mayo de 2007).

Por otra parte, el Espíritu se manifiesta como fuego. El Señor ya lo había predicho: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12, 49). Pero es un fuego muy distinto al de la guerras y las bombas.

“El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor” (Ibidem).

Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús: "Quien está cerca de mí está cerca del fuego" (Homilía sobre Jeremías L. I [III]).

Si queremos estar cerca de Jesús hemos de estar dispuestos a que nos queme con su Amor, y purifique en nosotros todo el lastre que llevamos detrás y la escoria de nuestro corazón muchas veces apegado a los bienes temporales y a nosotros mismos.

El dolor que nos produce el fuego purificador es necesario para nuestra transformación. En el lenguaje de Jesús el fuego es, sobre todo, una representación del misterio de la Cruz.

Digamos, por tanto, con frecuencia:¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime.

El misterio de Pentecostés es el verdadero “bautismo” de la Iglesia.

“En efecto la Iglesia vive constantemente de la efusión del Espíritu Santo, sin el cual se quedaría sin fuerzas, como una barca de vela a la que le faltara el viento” (Benedicto XVI, Ángelus del 23 de mayo de 2010).

No hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María. Alrededor de Ella estaban los apóstoles en el Cenáculo cuando vino sobre ellos el Espíritu Santo.

"[Los discípulos] perseveraban en la oración con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hch 1, 14).

También nosotros queremos estar espiritualmente unidos a la Madre de Cristo y de la Iglesia invocando con fe una renovada efusión del divino Paráclito. La invocamos por toda la Iglesia a fin de que el mensaje de la salvación se anuncie a todas las naciones.



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