sábado, 27 de abril de 2019

La Luz de la Resurrección

Estamos viviendo el Tiempo Pascual. Un tiempo de gozo y alegría: de plenitud, por la Resurrección del Señor que nos afecta a cada uno en lo más profundo de nuestro ser. A continuación presentamos 18 párrafos con ideas que pueden servirnos para meditar en estos días luminosos.

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1. “Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivos” (Secuencia Pascual). Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta”.

2. Jesús al ver las expresiones de terror y miedo de los discípulos, les dice: “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón?” (cfr. Lc 24, 35-48). Son expresiones de la oscuridad que reinaba en el mundo después del pecado original.

3. El Viernes Santo, después de la muerte del Señor, las tinieblas cubrieron toda la tierra. Es el momento de las tinieblas. “La noche se aproxima y el día va de caída” (cfr. Lc 24).   

4. Dios no creó el mundo para vivir en las tinieblas, sino en la Luz. Es lo primero que dice al iniciar la creación: “Fiat Lux” (cfr. Primera Lectura de la Vigilia Pascual). La luz de los astros, de las luminarias que marcan el ritmo del día y de la noche, fue creada al cuarto día. Así se despoja a los astros de todo carácter divino.

5. La Luz del primer día es distinta: es la que hace posible la vida, la comunicación, el conocimiento, el acceso a la verdad, hace posible la libertad y el progreso, el bien y el amor. Esa Luz es reflejo de la Gloria del Creador en la naturaleza de las criaturas. Dios creó al mundo para el séptimo día: día del descanso en Dios, día de la libertad de la creatura para con Dios y para con las demás creaturas, día en que se rompen todas las ataduras terrenas.

6. Es como si Dios hubiera encendido toda la creación, con su Luz, y poco a poco se hubiera ido apagando, a causa del mal, que proviene de la negación de Dios por parte de la creatura, del decir “no”.

7. El día de la Resurrección, el primer día de la semana (el octavo día; el Domingo), es un volver a encender la Luz primigenia. Es un volver a vivir en la presencia de Dios muy fuertemente, como Adán en el paraíso, que “vivebat fruens Deo, ex quo bono erat bonus”; “vivía gozando de Dios, gracias a cuyo bien, era bueno”.

8. Llegará un momento en que se vuelva a apagar esa Luz casi por completo, como dice San Pedro en su Segunda Epístola (“quasi lucernae lucenti in caliginoso loco”: 2 Pe 1, 19), y llegará el momento en que Jesús vuelva a encender por tercera vez la Luz de Dios, al final de los tiempos.

9. La oscuridad acerca de Dios y de sus valores amenaza verdaderamente al hombre. Es la verdadera amenaza para nuestra existencia y para el mundo en general. Si Dios y los valores, la diferencia entre el bien y el mal, permanece en la oscuridad, entonces todas las otras iluminaciones que nos dan un poder tan increíble, no son sólo progreso, sino amenazas que nos ponen en peligro a nosotros y al mundo. Podemos iluminar nuestras ciudades tan deslumbrantemente que ya no pueden verse las estrellas del cielo. “¿Acaso no es esta una imagen de la problemática de nuestro ser ilustrado?” (cfr. Benedicto XVI, Homilía del 7-IV-2012).

10. Pero, ¿cómo puede llegar la Luz de Cristo a nuestro corazón? Por el sacramento del bautismo y la profesión de fe el Señor ha construido un puente para nosotros a través del cual el nuevo día viene a nosotros. “Haec est dies quam fecit Dominus!”.

11. Por la mano vencedora de Dios la sabiduría ha abierto la boca de los mudos y ha soltado la lengua de los niños (cfr. Antífona de entrada de la feria V de la Semana de Pascua).

12. Por la fe en el nombre de Jesús el paralítico del pórtico de Salomón recobró la salud (cfr. Primera Lectura de ese día). San Pedro pide a los judíos, que obraron por ignorancia, que se arrepientan de sus pecados “para que vengan tiempos de consuelo de parte de Dios y envíe a Jesús, el Mesías” (se refiere al tiempo de la restauración universal).

13. ¡Señor, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (Salmo 8).

14. Por la Resurrección (la profesión de fe y el bautismo) somos introducidos en el Nombre de Jesús (del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo). Así se traduce la expresión grieta Eis to onoma: “introducidos en el nombre” Cfr. discurso de Pedro en Pentecostés: ¿qué tenemos que hacer?, recibir el bautismo en el nombre de Jesús, para poder recibir el Espíritu Santo (cfr. Hch 2, 14-41).

15. Jesús dice a sus discípulos el día de su Resurrección: “Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto” (Lc 24, 35-48).

16. Conclusión: no dejar que se apague la luz de la fe y la gracia en nuestra alma. “Adauge nobis fidem”. “Aparta Señor de mi lo que me aparte de ti” (cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer). No dejar que se apague el potencial de nuestro bautismo. Jesús llama “hermanos” a sus discípulos (ante la Magdalena) porque, desde su Resurrección, podemos llamarnos de nuevo hijos de Dios. No dejar que disminuya la fuerza evangelizadora que llevamos dentro, por el Espíritu Santo, como sucedía en la vida de los apóstoles (ver los Hechos que leeremos en este tiempo pascual).

17. No dejar que esa lucecita de las velas de la Pascua, del cirio pascual, se apague en el mundo.

18. Lo pedimos a María, Stella Matutina, Faro Esplendente que nos ilumina para que la oscuridad nunca nos invada, para que disipe las tinieblas de la idolatría (de la confusión, del mal, del pecado).    



sábado, 20 de abril de 2019

Esperanza e Iglesia


Con este post llegamos al final de nuestro recorrido, durante la Cuaresma y la Semana Santa, repasando las verdades centrales de nuestra fe y la vida de Jesucristo.    

 

Los dos últimos temas (de los 20 que hemos meditado) son la Ascensión del Señor y la Venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

19. Subió a los Cielos. Esperanza

Jesucristo, después de haber resucitado, no terminó su misión en tierra: 1) se quedó 40 días con sus discípulos, 2) subió a los Cielos y 3) envió, junto con su Padre, al Espíritu Santo a al Iglesia.

Durante los 40 días antes de su Ascensión a los Cielos, el Señor busca agrupar “un círculo de discípulos que puedan testimoniar que Jesús no ha permanecido en el sepulcro, sino que está vivo” (J. Ratzinger, Jesús de Nazaret). La misión principal de los apóstoles es “anunciar al mundo que Jesús es el Viviente, la Vidas misma” (Ibidem), primero a Israel y luego a todos los pueblos (cfr. Mt 28, 18s).

“También forma parte del mensaje de los testigos anunciar que Jesús vendrá de nuevo para juzgar a vivos y muertos, y para establecer definitivamente el Reino de Dios en el mundo” (Ibidem).

Sin embargo, esto no significa que los discípulos consideraran que este era el contenido principal del anuncio. De lo que ellos dan testimonio, sobre todo, es de que “Él es el que ahora vive, que es la Vida misma, en virtud de la cual también nosotros llegamos a ser vivientes (cf. Jn 14, 19)” (Ibidem).

Quizá nos pueda sorprender que los apóstoles, después de haber visto a Jesús subir a los Cielos, hayan vuelto tan contentos.

«Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo. Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24, 50-53).

El que Jesús haya sido “ensalzado a la derecha de Dios” (cfr. Hch 2, 33) no significa que se haya alejado de nosotros. Al contrario.

“Los discípulos no se sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo inaccesible y lejano. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. Están seguros de que el Resucitado (como Él mismo había dicho, según Mateo), está presente entre ellos, precisamente ahora, de una manera nueva y poderosa.” (Ibidem).

La nueva presencia de Jesús es el único modo en que Dios puede sernos cercano. Es una presencia que ya no se puede perder. La Ascensión significa la permanente presencia que los discípulos experimentan y que les produce una alegría duradera.

El mismo día de la Ascensión Jesús da a sus discípulos un don y una tarea. Les promete que estarán llenos de la fuerza del Espíritu Santo (santidad) y les encomienda que sean sus testigos hasta los confines del mundo (apostolado).

Las imágenes que nos presenta el relato de la Ascensión (“estar a la derecha del Padre” y “la nube que cubre a Jesús al subir”) nos remiten a algo trascendente. La nueva presencia de Jesús, en Dios, no es espacial. Jesús no se va a un astro lejano.

“Entra en la comunión de vida y poder con el Dios viviente, en la situación de superioridad de Dios sobre todo espacio. Por eso «no se ha marchado», sino que, en virtud del mismo poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros” (Ibidem).

San Josemaría Escrivá de Balaguer, en una tertulia en Buenos Aires el 26 de junio de 1974 (un año exacto antes de su muerte), decía: “Me voy [de Argentina] pero volveré”. Salvando las distancias, esto es lo que sucedió a Jesús. Se fue al Padre pero, a partir de entonces, volvió de una manera aún más cercana con cada uno de sus discípulos como Él mismo les había dicho en el Cenáculo: «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (Jn 14, 28).

“Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos, sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la «ascensión»; con su poder que supera todo espacio, Él no está ahora en un solo sitio, sino que está presente al lado de todos, y todos lo pueden invocar en todo lugar y a lo largo de la historia” (Ibidem).

Es algo parecido a lo que ocurrió, después de la primera multiplicación de los panes, en la barca de Pedro que estaba azotada por el viento. Los discípulos, en realidad, no están solos. Jesús, que orando en el monte, cerca del Padre, los ve, y porque los ve viene hacia ellos caminando sobre el mar (cfr. 6, 45-52). El Señor está en el “monte del Padre” y por eso “nos ve” y puede subir en cualquier momento a la barca de nuestra vida (cfr. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret).

“También hoy la barca de la Iglesia, con el viento contrario de la historia, navega por el océano agitado del tiempo. Se tiene con frecuencia la impresión de que está para hundirse. Pero el Señor está presente y viene en el momento oportuno. «Voy y vuelvo a vuestro lado»: ésta es la confianza de los cristianos, la razón de nuestro júbilo” (Ibidem).

Después de la Ascensión, dos hombres vestidos de blanco dirigen un mensaje a los discípulos:

«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse» (Hch 1, 11).

Estas palabras confirman el retorno de Jesús, pero subrayan que la tarea de los apóstoles es llamar al mundo a estar en los brazos abiertos de Dios.

“Para que al final Dios se haga todo en todos, y el Hijo pueda entregar al Padre al mundo entero asumido en Él (cf. 1Co 15, 20-28). Esto implica la certeza en la esperanza de que Dios enjugará toda lágrima, que nada quedará sin sentido, que toda injusticia quedará superada y establecida la justicia. La victoria del amor será la última palabra de la historia del mundo” (Ibidem).

Lo que se pide a los apóstoles, en la situación intermedia, es vigilancia y apertura al bien, a la verdad y a Dios. Y, por otra parte, que implore el cumplimiento de la promesa del retorno de Cristo, como se hace al final del Apocalipsis: "Sí, vengo enseguida". Amén. ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).

Es la oración de la persona enamorada que, en la ciudad asediada y oprimida por tantas amenazas y los horrores de la destrucción, espera necesariamente con afán la llegada del Amado, que tiene el poder de romper el asedio y traer la salvación. Es el grito lleno de esperanza que anhela la cercanía de Jesús en una situación de peligro, en la que sólo Él puede ayudar” (Ibidem).

María de Guadalupe, la Mujer del Apocalipsis, vestida de sol y con la luna a sus pies, nos protegerá y hará cada vez más cercano a su Hijo en nuestra vida.  

20. Creo en el Espíritu Santo. Iglesia

Todos los años, la Iglesia nos invita a profesar nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo mediante la invocación “Veni Sancte Spiritus! Se trata un a oración muy sencilla e inmediata pero, a la vez, extraordinariamente profunda, que brota ante todo del corazón de Cristo.

“En efecto, el Espíritu es el don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; el primer y principal don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al cielo” (Benedicto XVI, Homilía del 23 de mayo de 2010).

En la última Cena Jesús, en varias ocasiones, promete el envío del Espíritu Santo.

"Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre" (Jn 14, 15-16).

Es la oración del corazón filial y fraterno de Jesús, que alcanza su cima y cumplimiento en la Cruz. “El Espíritu Santo es fruto de la Cruz”, solía decir San Josemaría Escrivá de Balaguer. Desde el cielo, Jesús vive su sacerdocio de intercesión en favor del pueblo de Dios.

¿Qué produce en la Iglesia, ante todo, el Don del Espíritu Santo? La unidad.

“Donde hay laceraciones y divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia” (Ibidem).

La unidad es el signo de la Iglesia a través de los siglos. Desde el principio, Dios quiso a su Iglesia unida y universal (don de lenguas).

La unidad que crea el Espíritu Santo es una unidad en la diversidad. Exactamente lo contrario que sucedió en Babel, en donde se impone una cultura de la unidad “técnica”.

“La Biblia, de hecho, nos dice (cf. Gn 11, 1-9) que en Babel todos hablaban una sola lengua. En cambio, en Pentecostés, los Apóstoles hablan lenguas distintas de modo que cada uno comprenda el mensaje en su propio idioma. La unidad del Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión” (Ibidem).

La Iglesia es la barca de Pedro zarandeada por las olas. El 7 de marzo de 2019, el Prelado del Opus Dei, Mons. Fernando Ocáriz, escribía lo siguiente:

“En años difíciles, en los que san Pablo VI llegó a decir que «el humo de satanás» se introducía por las grietas de la Iglesia, nuestro Padre [San Josemaría] nos insistió en que eran «tiempos de rezar» y «tiempos de reparar». Esta misma exhortación querría que resonara también ahora en nuestras almas, ante la situación presente –distinta pero no menos difícil que aquella–, en la que junto a confusión doctrinal y errores prácticos, es muy penosa la división. También por esto, procuremos ser buenos hijos de la Iglesia, ayudando con nuestra oración al Papa en su misión de principio visible de unidad de fe y comunión” (Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje del 7 de marzo de 2019).

En este sentido, son muy ilustrativas las palabras del Papa emérito Benedicto XVI, en el funeral del Cardenal Meisner (Colonia, 15 de julio de 2017). Decía que “[el Cardenal] había aprendido a soltarse y vivía cada vez más de la profunda certeza que el Señor no abandona a su Iglesia, aunque a veces la barca está a punto de zozobrar”.

En el relato de Pentecostés aparecen claras las notas de la Iglesia, que tuvo su inicio solemne ese día.

“En ese extraordinario acontecimiento encontramos las notas esenciales y características de la Iglesia: la Iglesia es una, como la comunidad de Pentecostés, que estaba unida en oración y era "concorde": "tenía un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32). La Iglesia es santa, no por sus méritos, sino porque, animada por el Espíritu Santo, mantiene fija su mirada en Cristo, para conformarse a él y a su amor. La Iglesia es católica, porque el Evangelio está destinado a todos los pueblos y por eso, ya en el comienzo, el Espíritu Santo hace que hable todas las lenguas. La Iglesia es apostólica, porque, edificada sobre el fundamento de los Apóstoles, custodia fielmente su enseñanza a través de la cadena ininterrumpida de la sucesión episcopal” (Benedicto XVI, Ángelus del 27 de mayo de 2007).

Por otra parte, el Espíritu se manifiesta como fuego. El Señor ya lo había predicho: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12, 49). Pero es un fuego muy distinto al de la guerras y las bombas.

“El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor” (Ibidem).

Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús: "Quien está cerca de mí está cerca del fuego" (Homilía sobre Jeremías L. I [III]).

Si queremos estar cerca de Jesús hemos de estar dispuestos a que nos queme con su Amor, y purifique en nosotros todo el lastre que llevamos detrás y la escoria de nuestro corazón muchas veces apegado a los bienes temporales y a nosotros mismos.

El dolor que nos produce el fuego purificador es necesario para nuestra transformación. En el lenguaje de Jesús el fuego es, sobre todo, una representación del misterio de la Cruz.

Digamos, por tanto, con frecuencia:¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime.

El misterio de Pentecostés es el verdadero “bautismo” de la Iglesia.

“En efecto la Iglesia vive constantemente de la efusión del Espíritu Santo, sin el cual se quedaría sin fuerzas, como una barca de vela a la que le faltara el viento” (Benedicto XVI, Ángelus del 23 de mayo de 2010).

No hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María. Alrededor de Ella estaban los apóstoles en el Cenáculo cuando vino sobre ellos el Espíritu Santo.

"[Los discípulos] perseveraban en la oración con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hch 1, 14).

También nosotros queremos estar espiritualmente unidos a la Madre de Cristo y de la Iglesia invocando con fe una renovada efusión del divino Paráclito. La invocamos por toda la Iglesia a fin de que el mensaje de la salvación se anuncie a todas las naciones.



sábado, 13 de abril de 2019

"Surrexit Christus spes mea"

Ha resucitado Cristo, mi esperanza”. Estas palabras, en la Secuencia pascual, se atribuyen a María Magdalena, la primera testigo de la Resurrección de Cristo, y responden a la pregunta: “Dinos María, ¿qué viste en el camino?”.    

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También podrían haberse atribuido a María, la Madre del Señor; porque, seguramente, Ella fue la primera que vio a su Hijo resucitado. Meditemos esta segunda parte de la Secuencia de Pascua.

Dic nobis María quid vidisti in via? Sepulcrum Christi viventis, et gloriam vidit resurgentis, Angelicos testes, sudarium et vestes. Surrexit Christus spes mea: praecedet vos in Galilaeam. Scimus Christum surrexísse a mórtuis vere: tu nobis, victor Rex, miserére”. /
“«¿Qué has visto de camino, María en la mañana?».
«A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos sudario y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua». Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda. Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”.

Hoy, cuando está apunto de terminar la Cuaresma y en las vísperas del comienzo de la Semana, ofrecemos una reflexión sobre la Resurrección del Señor desde un enfoque mariano. Es la meditación n° 18 de la serie de 20 temas que iniciamos el 9 de febrero de 2019. 

18. Resucito de entre los muertos. Amor a la Virgen

El texto latino de la secuencia pascual, que acabamos de transcribir, es más breve y sustancioso que la traducción castellana. María Magdalena no alcanzó a ver a Cristo resucitado desde el primer momento. Lo confundió con el hortelano del huerto donde estaba el sepulcro. Jesús tuvo que dirigirse a ella por su nombre: “María” para que ella lo reconociera: “Maestro”.

Aunque es una suposición, que no aparece en los Evangelios, no es aventurado decir que Jesús ya se había aparecido a su Madre. No parece que María, la Madre del Señor, haya ido con las santas mujeres a ungir el cuerpo del Señor en la mañana de la Pascua.

Seguramente Ella se quedó en el silencio de Betania, que era el lugar donde se alojó Cristo durante la última semana de su vida terrena. Ahí, Nuestra Señora, se encontraba a gusto. Lázaro, Marta y María eran sus amigos. Además, y sobre todo, esa era la voluntad de Dios. María siempre hacía lo que agradaba a Dios. No tenía una voluntad propia, por decir así. Hasta en lo más pequeño siempre hacía la voluntad de Dios. Nunca hubo ni el mínimo distanciamiento entre lo que quería Dios y lo que Ella quería.

María estaba segura de que su Hijo resucitaría. Lo sabía muy bien. Él lo había dicho en varias ocasiones. Sabía que su Hijo era Dios. Conocía las profecías en la Sagrada Escritura. Había hecho suyo completamente el Salmo 16, que cantaba especialmente después la muerte de su Hijo.

“Guárdame, Dios mío, que me refugio en Ti. Yo digo al Señor: “Tú eres mi Señor. No tengo otro bien que Tú” (…). Señor, Tú eres el lote de mi heredad y de mi copa: Tú sostienes mi parte. Me ha tocado en suerte un lote hermoso; me agrada mi heredad. Yo bendigo al Señor, que me aconseja; hasta de noche mi corazón me instruye. Pongo ante mí al Señor sin cesar; con Él a mi derecha, no vacilo. Por eso se me alegra mi corazón, se goza mi alma, hasta mi carne descansa en la esperanza. Porque no abandonarás mi alma en el sheol, ni dejarás a tu fiel ver la corrupción. Me enseñarás la senda de la vida, saciedad de gozo en tu presencia, dicha perpetua a tu derecha” (Salmo 16).

¡Qué dicha la de María al ver a su Hijo resucitado! Ella lo reconocería al instante, porque estaba plenamente metida en Dios.

En el relato de las apariciones —a María Magdalena, a los discípulos de Emaús y a los apóstoles en la segunda pesca milagrosa—, observamos que, al principio, no reconocen a Jesús y luego sí, pero no del todo. Por ejemplo, sobre el último relato que mencionamos comenta el Papa Benedicto XVI:

«Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21, 12). Lo sabían desde dentro, pero no por el aspecto de lo que veían y presenciaban” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth).

 Se puede decir que quienes veían al Señor resucitado estaban seguros que era Él. Lo reconocer desde dentro, sin embargo, Jesús queda siempre envuelto en el misterio, es decir, en lo inefable. Seguía habiendo una cierta sensación de algo extraño.

Lo mismo suceded en las apariciones que tuvieron lugar en el cenáculo.

“Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se presenta en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús. Él es plenamente corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad de las ataduras del cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar, misteriosa, de la nueva existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas son verdad: Él es el mismo –un hombre de carne y hueso– y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto” (Ibidem).  

Este modo de presentar la Resurrección de Cristo por parte de los evangelistas se revela como una descripción auténtica de la experiencia que se ha tenido. Estos relatos son verídicos porque reflejan la verdad de lo sucedido: Jesús vive, pero en una nueva dimensión que no pueden explicar bien: aparece como auténtico hombre y, sin embargo, aparece desde Dios, y Él mismo es Dios.

Sin embargo, aunque las apariciones estén envueltas en el misterio, los testigos dan fe de que son reales, históricas. Lo explica muy bien el Papa Benedicto XVI.

“Por otra parte –y también esto es importante– los encuentros con el Resucitado son diferentes de los acontecimientos interiores o de experiencias místicas: son encuentros reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee un cuerpo y permanece corpóreo. Lucas lo subraya con mucho énfasis: Jesús no es, como temieron en un primer momento los discípulos, un «fantasma», un «espíritu», sino que tiene «carne y huesos» (cf. Lc 24, 36-43)” (Ibidem).

  María, la llena de gracia, de alguna manera vive ya en esa nueva dimensión del mundo sobrenatural que Jesús inaugura con su Resurrección. Ella es la Inmaculada. Es la primera redimida, desde el momento de su concepción. Por eso, tiene una capacidad especial para ver a su Hijo resucitado de una manera casi natural: connatural. 

María tiene convicciones firmes de lo que ve. Sabe que Jesús no ha regresado a la vida biológica normal, como si, después, según las leyes de la biología, debiera morir nuevamente cualquier otro día. También sabe que Jesús no es una fantasma, un «espíritu» que pertenezca al mundo de los muertos. Y conoce bien, al ver a su Hijo, que no se trata de una experiencia mística (superación momentánea del ámbito del alma y de sus facultades perceptivas), sino un encuentro real con Él, como una persona que se acerca a mí desde fuera (cfr. Jesús de Nazaret). 

La Resurrección de Cristo es un acontecimiento dentro de la historia que, sin embargo, quebranta el ámbito de la historia y va más allá de ella. Benedicto XVI dice que es

“algo así como una especie de «salto cualitativo» radical en que se entreabre una nueva dimensión de la vida, del ser hombre. Más aún, la materia misma es transformada en un nuevo género de realidad. El hombre Jesús, con su mismo cuerpo, pertenece ahora totalmente a la esfera de lo divino y eterno” (Ibidem).

Benedicto XVI explica como la Resurrección de Cristo es un acontecimiento histórico pero de carácter totalmente especial.

“La resurrección da entrada al espacio nuevo que abre la historia más allá de sí misma y crea lo definitivo. En este sentido es verdad que la resurrección no es un acontecimiento histórico del mismo tipo que el nacimiento o la crucifixión de Jesús. Es algo nuevo, un género nuevo de acontecimiento. Pero es necesario advertir al mismo tiempo que no está simplemente fuera o por encima de la historia. En cuánto erupción que supera la historia, la resurrección tiene sin embargo su inicio en la historia misma y hasta cierto punto le pertenece. Se podría expresar tal vez todo esto así: la resurrección de Jesús va más allá de la historia, pero ha dejado su huella en la historia. Por eso puede ser refrendada por testigos como un acontecimiento de una cualidad del todo nueva” (Ibidem).

Nuestra Señora es quien mejor pudo conocer la naturaleza profunda de este misterio central de nuestra fe. Ella, más que ningún otro, se alegró y vivió intensamente ese momento. Por eso la Iglesia canta en el Tiempo Pascual.

Regína Cæli, lætáre; alleluia. Quia cum meruísti, portare; alleluia. Resurréxit sicut díxit; alleluia. Ora pro nobis Deum; alleluia. Gáude et lætáre, Virgo María; alleluia. Quia surréxit Dóminus vere; alleluia. / Alégrate, Reina del cielo; aleluya, Porque el que mereciste llevar en tu seno; aleluya. Ha resucitado, según predijo; aleluya, Ruega a Dios por nosotros; aleluya. Gózate y alégrate, Virgen María; aleluya, Porque ha resucitado Dios verdaderamente; aleluya.


sábado, 6 de abril de 2019

El misterio del Sábado Santo

Hoy meditaremos sobre el misterio del Sábado Santo: el Descenso de Cristo a los infiernos. Pero, antes, nos detendremos a analizar la importancia del Juicio final y de la virtud de la sinceridad.   

Entierro de Cristo, El [Tiziano] - Museo Nacional del Prado 

16. Juicio sobre el mundo. Sinceridad

La meditación de la Muerte de Jesús en la Cruz nos ha dejado llenos de asombro y de dolor. ¿Cómo es posible que hayamos sido capaces de crucificar a Nuestro Dios y Señor? ¿Qué grado de ceguera tenemos los hombres para haber cometido un pecado tan grave?

Todos los hombres somos solidarios, para el bien y para el mal. Cada uno tenemos una parte de responsabilidad en este acto abominable. Esto mismo hace notar Alexander Solzhenitsin (1918-2008) en su libro Archipiélago Gulag (1973) respecto a los crímenes que se cometieron en la Unión Soviética en el siglo XX. No sólo las autoridades comunistas fueron los responsables de los 60 millones de muertos en las purgas llevadas a cabo desde 1919 a 1959. La gran mayoría de la población rusa de esos años también fue responsable, en mayor o menor grado, de esos hechos, con su silencio culpable. No basta esconderse en la idea de que sistemáticamente eran obligados a cometer atrocidades. Hay acciones malas a las que cualquier conciencia debe oponerse siempre.

La íntima común unión que tenemos todos los hombres nos lleva, por tanto, a sentirnos responsables de los pecados del mundo, y a desear desagraviar y pedir perdón por todos esos males, y a contribuir a ahogar el mal en abundancia de bien. Al final, veremos claramente la Verdad: quedará patente el bien y el mal en el que cada hombre ha contribuido a lo largo de la historia.

En el Juicio final nada quedará oculto (“nihil inultum remanebit”, Himno Dies irae). Benedicto XVI, en su Encíclica Spe salvi, pone al Juicio como tercer lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza. El último Juicio es esperanzador para quienes han buscado, durante su vida, actuar rectamente y siempre con la verdad.

De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Con estas palabras concluye el gran Credo de la Iglesia, que trata del misterio de Cristo.

“Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios” (Spe salvi, n. 41).    

El Papa dice que la existencia de un juicio final es el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto. Es necesario que Cristo vuelva para crear justicia. No todo lo que se ha hecho en la tierra tiene igual valor. Fiódor Dostoyevski, en su novela Los hermanos Karamazov, afirma que al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada.

Ante esta perspectiva, nuestra reacción natural es el deseo de vivir siempre en la Verdad; de huir de la mentira, y de pedir al Señor que no permita que vivamos engañados y cegados por nuestros pecados, sino que tengamos una mirada clara y sepamos ser valientes para defender con rectitud lo que es verdadero y bueno.

Veritas liberabit vos” (Jn 8, 32), dijo Jesús a un grupo de judíos que creían en él. Se trata de buscar la Verdad que, en realidad, nunca la poseeremos totalmente. Más bien, Ella nos tiene a nosotros. Si queremos, podemos dejar que Ella (el Logos, la Palabra, que es Cristo) nos envuelva totalmente.

La Verdad es Cristo. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). En la medida en que estemos unidos a Cristo, estaremos unidos a la Verdad. Esto es posible, porque Dios nos ha creado a imagen y semejanza de Cristo. Él es nuestra Verdadera Imagen. Dentro de nuestro corazón está la Imagen de la Verdad. Es algo natural: la Ley natural y la conciencia humana que nos indica lo verdadero y lo falso.

«¿Cómo tiene lugar la salvación? Hay una respuesta fundamental a esa elemental pregunta: Dios quiere que todos los hombres se salven y alcancen el conocimiento de la verdad. La salvación no se puede separar de la verdad. La Biblia está, pues, muy alejada de aquel modo de pensar según el cual cada persona puede hacer lo que le parezca bueno». Dios ha creado al hombre para la verdad. «En Jesucristo nos encontramos con la auténtica y la única verdad sobre Dios y sobre nosotros mismos» (RATZINGER, Cooperadores de la verdad, p. 333).

La conciencia se puede desviar. El pecado y la vida alejada de Cristo llevan a tener una conciencia errónea y culpable. Por eso se suele decir que quien no vive como piensa, acaba pensando cómo vive. Es una llamada a la coherencia de vida: a ser fieles a nuestra conciencia bien formada en la doctrina católica.

Super senes intelexi quia mandata tua quaesivi” (Ps 118, 100). En su viaje por América en 1974, San Josemaría glosaba estas palabras de la Sagrada Escritura.

«Tenía veintiséis años, y pedía al Señor (...) aquella gravedad sacerdotal que era ordinaria en los sacerdotes de aquella época. Además tuve miedo de mí mismo, y pedí al Señor otra cosa: ocultarme y desaparecer (...). Yo necesitaba vejez, años; y el Señor me empujaba a comprender: mira, la vejez debes buscarla por otro lado. Super senes intellexi quia mandata tua quaesivi! (Ps 118, 100). Busca, cumple los mandamientos míos, sé fiel a mis inspiraciones, y la vejez, la gravedad que te interesa, te la daré Yo. Porque si por viejos vamos a ser doctos y sabios y prudentes, todos los carcamales serían los siete sabios de Grecia. De otro lado, ¿por un solideo iba yo a parecer más respetable y persona de más edad? Era una tontería» (San Josemaría, en 1974).

Se supone que los ancianos deben alcanzar la verdadera sabiduría. Pero hay un camino más directo para llegar a la verdad: buscar siempre cumplir la voluntad de Dios.

“Sé fiel a mis inspiraciones”; “escucha mis palabras”, nos dice a cada uno el Espíritu Santo.

Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad (…). Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-17. 25-26).

María es transparente. María es humilde. “La humildad es la verdad”, decía Santa Teresa de Jesús. Podemos acudir a María para que nos ayude a ser humildes y así, poder ser cada día más veraces.

17. Descendió a los infiernos. Temor de Dios

La reflexión anterior ha sido como un paréntesis que hemos hecho al contemplar, con asombro y dolor, a Cristo muerto en la Cruz. Y al considerar que Él es la Verdad que, al final, iluminará todas las conciencias humanas.

Ahora, meditaremos sobre el misterio del Sábado Santo y sobre el Descenso de Cristo a los infiernos. Pero, antes hemos de considerar la diferencia que existe entre “los infiernos” y “el infierno”.

Jesús no descendió después de su muerte al infierno, sino a “los infiernos”, es decir, al sheol, o hades, que era el lugar en el que estaban todos los hombres y mujeres, tanto buenos cómo malos, que se encontraban privados de la visión de Dios. Su suerte no era idéntica. Sólo las almas santas fueron liberadas por Cristo.

“Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados (cf. Cc. de Roma del año 745; DS 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf. DS 1011; 1077) sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Cc de Toledo IV en el año 625; DS 485; cf. también Mt 27, 52 - 53)” (Catecismo de la Iglesia Católica, 633).

El infierno existe. Muchas veces el mismo Señor habla de él en los Evangelios. Es un dogma de fe que la Iglesia ha defendido siempre. Basta leer lo que dice al respecto el Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. nn. 1033 a 1037).

Lo más importante que hemos de tener en cuenta, desde el punto de vista práctico, es lo que dice el Catecismo en el n. 1036:

“Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13  - 14): "Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde 'habrá llanto y rechinar de dientes'" (LG 48)”.

Sobre el Descenso de Cristo a los infiernos, se pueden consultar los nn. 631 a 635 del Catecismo. Nosotros, ahora seguiremos al Papa Benedicto XVI, en una meditación extraordinaria que pronunció en Turín, el 2 de mayo de 2010, frente a la Sábana Santa. Comenzaba diciendo lo siguiente:

«Se puede decir que la Sábana Santa es el icono de este misterio, icono del Sábado Santo. De hecho, es una tela sepulcral, que envolvió el cadáver de un hombre crucificado y que corresponde en todo a lo que nos dicen los Evangelios sobre Jesús, quien, crucificado hacia mediodía, expiró sobre las tres de la tarde» (Benedicto XVI, 2-V-2010).

El Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una antigua homilía:

“¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme (…). Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos” (Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43, 439).

El Papa nos hacía ver cómo nuestro tiempo se ha hecho particularmente sensible al misterio del Sábado Santo.

El escondimiento de Dios forma parte de la espiritualidad del hombre contemporáneo, de manera existencial, casi inconsciente, como un vacío en el corazón que ha ido haciéndose cada vez mayor.

También nosotros tenemos que afrontar esa oscuridad, como ha hecho notar recientemente el Cardenal Robert Sarah en su libro “Le soir approche et déjà le jour baisse” (“Se acerca la tarde y el día va de caída”).

En el blog Dominus est se pueden leer tres artículos sobre este nuevo libro que aún no se ha traducido al español: 1) ¿Por qué tomede nuevo la palabra?..., 2) Entrevistaal Cardenal Sarah…, y 3) ¡Nos hemosavergonzado de Dios!….

Sin embargo, la posición del Cardenal Sarah es de esperanza, como sugiere el relato de los discípulos de Emaús que descubrieron a Cristo en la Fracción del pan, es decir, en la Eucaristía. Es la misma postura del Papa Benedicto XVI en Turín.

«Y, sin embargo, la muerte del Hijo de Dios, de Jesús de Nazaret, tiene un aspecto opuesto, totalmente positivo, fuente de consuelo y de esperanza. Y esto me hace pensar en el hecho de que la Sábana Santa se comporta como un documento fotográfico, dotado de un positivo y de un negativo. Y, en efecto, es precisamente así: el misterio más oscuro de la fe es al mismo tiempo el signo más luminoso de una esperanza que no tiene confines» (Ibidem).

El Sábado Santo Jesús cruzó la puerta de la última soledad, para guiarnos también a nosotros a atravesarla con él. Como los niños, tenemos miedo de estar solos y sólo la presencia de una persona que nos ama nos puede tranquilizar. Pues eso es precisamente lo que sucedió el Sábado Santo.

«El Amor penetró en los infiernos. Hasta en la oscuridad máxima de la soledad humana más absoluta podemos escuchar una voz que nos llama y encontrar una mano que nos toma y nos saca afuera. El ser humano vive por el hecho de que es amado y puede amar; y, si el amor ha penetrado incluso en el espacio de la muerte, entonces hasta allí ha llegado la vida. En la hora de la máxima soledad nunca estaremos solos: Passio Christi. Passio hominis. Este es el misterio del Sábado Santo» (Ibidem).

María permanece en silencio. Ella, más que ningún otro, sabe acompañar a su Hijo en este día silencioso. Ella también nos enseñará a vivir en el silencio de Dios, para experimentar toda la fuerza de su Amor.