sábado, 30 de marzo de 2019

Pasión y Muerte del Señor


Al final del segundo mensaje de la Virgen a las niñas de Garabandal, Nuestra Señora les decía: “Pensad en la Pasión de Jesús” (18 de junio de 1965). Eso queremos hacer ahora: meditar un poco sobre la Pasión y Muerte de Cristo.    

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14. Pasión de Cristo. Amor a la Cruz. Mortificación

Después de que Jesús oró en Getsemaní es prendido y llevado Anás y Caifás. Este último era el Sumo Sacerdote. Pasó Cristo la noche en un calabozo y, en la mañana, es presentado a Pilato para que lo juzgue y lo condene a morir en la Cruz.

Los grandes músicos de los siglos XVII y XVIII compusieron sus “Pasiones”, como la Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach. Son composiciones que tocan profundamente nuestra sensibilidad y nos ayudan a estar junto a Cristo para acompañarlo y consolarlo en esas horas de intenso sufrimiento.

Se cumplen en Él las profecías que había hecho el segundo Isaías en el Poema del Siervo de Yahvé.

En el Prólogo del Via crucis, San Josemaría Escrivá de Balaguer expone la situación espiritual en que podemos sumergirnos para contemplar con más fruto la Pasión del Señor.

“Señor mío y Dios mío, bajo la mirada amorosa de nuestra Madre, nos disponemos a acompañarte por el camino de dolor, que fue precio de nuestro rescate. Queremos sufrir todo lo que Tú sufriste, ofrecerte nuestro pobre corazón, contrito, porque eres inocente y vas a morir por nosotros, que somos los únicos culpables. Madre mía, Virgen dolorosa, ayúdame a revivir aquellas horas amargas que tu Hijo quiso pasar en la tierra, para que nosotros, hechos de un puñado de lodo, viviésemos al fin "in libertatem gloriae filiorum Dei", en la libertad y gloria de los hijos de Dios”.

Tenemos muchos recursos para meditar la Pasión. En primer lugar están los relatos de los cuatro evangelistas, llenos de piedad y riqueza espiritual. Después están el Via Crucis y los cinco Misterios Dolorosos del Santo Rosario. Se han escrito muchos comentarios, a lo largo de los siglos, sobre estas devociones cristianas.

Además, hay algunos libros especialmente provechosos, como “La Pasión” del Padre La Palma, jesuita del siglo XVI. O la descripción que hace Fray Justo Pérez de Urbel en su “Vida de Cristo”.

Meditar asiduamente en la Pasión de Cristo (si es posible, todos los días) nos ayudará a identificarnos con el Señor para que “no quede vacía la Cruz de Cristo” (1 Cor 1, 17) en nosotros.

La Cruz es el signo del cristiano. Nuestros padres nos enseñaron a santiguarnos con la señal de la Cruz cuando éramos niños. El sacerdote nos bendice con la Cruz, que nos acompaña desde el principio hasta el final de nuestra vida. Queremos identificarnos con la Cruz, que es el Sello real del cristiano.

Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo hacer realidad en nuestra vida lo que pidió el Señor a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 14, 27)?

Lo primero es amar la Cruz del Señor, desear ayudarle a llevarla, unirnos a sus sufrimientos y tratar de consolarlo.

Las siguientes invocaciones a Jesucristo se pueden aplicar también a su Cruz gloriosa.

Dominus noster Iesus Christus apud me sit, ut me defendat / intra me sit ut me reficiat / circa me sit ut me conservet /ante me sit ut me deducat / post me sit ut me custodiat / super me sit ut me benedicat /, qui cum Patre et Spiritu Sancto vivit et regnat in saecula saeculorum. Amen. Dirigat Dominus viam meam. Et collocet me Christus in Gloria sua”.

No hay cristianismo sin Cruz. No podemos resucitar con Cristo si antes no morimos con Él. No podremos dar fruto si no nos hacemos grano de trigo que muere.

Se suelen utilizar varias palabras para hablar de la unión con la Cruz de Cristo: mortificación, sacrificio, penitencia, expiación, propiciación… Cada una de ellas tiene algún matiz que las caracteriza. Pero todas expresan lo central: transformar el mal físico y moral que hay en el mundo (pecado, muerte, dolor, enfermedad, injusticia, sufrimientos, etc.), en algo bueno (lleno de sentido, verdadero, noble, que nos llena de valor, que plenifica nuestro ser, etc.). Y esto se logra uniendo nuestra cruz a la de Cristo voluntariamente y con alegría. Así seremos corredentores con Él, y con Él participaremos de las promesas futuras (que se resumen en nuestra resurrección, que Cristo nos ha conseguido con su Gloriosa Resurrección).

Llevar la Cruz de Cristo está al alcance de todos. Hay como tres grandes campos para hacerlo. En primer lugar está lo que viene de fuera, lo que el Señor dispone en nuestra vida sin que dependa de nosotros, al menos directamente: la enfermedad, las contrariedades de la jornada, las injusticias, la persecución, las consecuencias de nuestros errores y omisiones… Si no llevamos con alegría y confianza en Dios todo esto, no podemos decir que somos almas mortificadas. De nada serviría hacer muchas mortificaciones voluntarias si no aceptamos la cruz que Dios nos envía o permite en nuestra vida.

En segundo lugar están las mortificaciones o sacrificios que hacemos para cumplir nuestros deberes personales, familiares, profesionales o sociales. Para ser virtuosos y buenos es necesario que nos sacrifiquemos. No se consigue nada valioso sin sacrificio. Pero este sacrificio lo podemos ofrecer y unirlo a la Pasión de Cristo. Así tiene  un valor infinito.

Por último, están las mortificaciones que hacemos voluntariamente. No van dirigidas directamente a cumplir un deber o hacer la voluntad de Dios. Son sacrificios que salen de nuestro deseo de dar más, de ser generosos, de tomar la cruz sin que sea estrictamente necesario hacerlo en algo determinado. Pueden ser muy pequeñas: retrasar un vaso de agua, privarnos de algo que nos gusta por un tiempo, escoger lo peor y dejar para los demás lo mejor, etc. Son los pequeños sacrificios que antes eran tan apreciados, por nuestros abuelos, pero que quizá ahora no se aprecian tanto. Sin embargo, al Señor le agradan mucho, porque son signo de nuestro deseo de vivir “clavados en la Cruz de Cristo”.

“Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 19-20).

María acompañó muy de cerca a su Hijo en su Pasión. Estuvo a su lado cuando murió en la Cruz. Ahí la recibimos por Madre nuestra. Pidamos con fe a Nuestra Señora:

“Stabat Mater dolorosa / Iuxta crucem lacrimosa, / Dum pendebat filius. / Cuius animam gementem / Contristatam et dolentem / Pertransivit gladius (Stabat mater).

15. Muerte del Señor. Aprovechamiento del tiempo

Los últimos versos del Stabat Mater nos recuerdan que, como Cristo, también nosotros algún día hemos de morir.

Fac me cruce custodiri, / Morte Christi praemuniri, / Confoveri gratia. / Quando corpus morietur / Fac ut animae donetur / Paradisi gloria. Amen”.

María también estará muy cerca de nosotros a la hora de nuestra muerte. Lo pedimos expresamente en el Ave María.

Stipendium peccati, mors est (Rm 6, 23). “El precio del pecado es la muerte”. Dios no quería que el hombre muriera, en el Paraíso. Nuestros primeros partes no debían sufrir la muerte. El pecado fue la causa de su muerte. Y todos los seres humanos pasaremos por ese trance (salvo los que sean transformados en la Segunda Venida del Señor, y no pasen por la muerte: cfr. 1 Cor 15, 52).

La muerte forma parte de la voluntad permisiva de Dios: no la quiere, pero la permite (la tolera), y saca de ella un bien mayor. Esa es la lógica divina que de los males saca bienes y de los grandes males, grandes bienes.

Por eso se pregunta San Pablo: “ubi est mors victoria tua ubi est mors stimulus tuus” (1 Cor 15, 55). La muerte ha sido derrotada por la Muerte y Resurrección de Cristo. Desde entonces los cristianos no tememos a la muerte, porque es el paso a la Vida. Es la puerta de la Nueva Vida que nos ha ganado Cristo.

Los santos han hablado de la muerte:

1) “No morirá de mala muerte el que oye devotamente y con perseverancia la Santa Misa”. San Agustín.
2) “Tened por cierto el tiempo que empleéis con devoción delante de este divinísimo Sacramento, será el tiempo que más bien os reportará en esta vida y más os consolará en vuestra muerte y en la eternidad”. San Alfonso María de Ligorio.
3) “Recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has recibido, solamente lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio honesto, el amor, el sacrificio y el valor”. San Francisco de Asís.
4) “La muerte os espera en todas partes; pero si sois prudentes, en todas partes la esperáis vosotros”. San Bernardo.
5) “En el momento de la muerte, no se nos juzgará por la cantidad de trabajo que hayamos hecho, sino por el peso de amor que hayamos puesto en nuestro trabajo”. Madre Teresa de Calcuta.
6) “Para el cristiano, la muerte no es la derrota sino la victoria: el momento de ver a Dios; la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo…. La muerte para el cristiano no es el gran susto, sino la gran esperanza.” San Alberto Hurtado.

Benedicto XVI, en sus Catequesis sobre la oración, comentaba el Salmo 23.

«Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (v. 4). Quien va con el Señor, incluso en los valles oscuros del sufrimiento, de la incertidumbre y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la certeza que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus sombras cambiantes, la dificultad para distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la caída del sol, cuando la visibilidad se hace incierta, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de tropezar, de alejarse o de perderse, y existe también el temor de que posibles agresores se escondan en la oscuridad. Para hablar del valle «oscuro», el salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas de la muerte, por lo cual el valle que hay que atravesar es un lugar de angustia, de amenazas terribles, de peligro de muerte. Sin embargo, el orante avanza seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él. Aquel «tú vas conmigo» es una proclamación de confianza inquebrantable, y sintetiza una experiencia de fe radical; la cercanía de Dios transforma la realidad, el valle oscuro pierde toda peligrosidad, se vacía de toda amenaza. El rebaño puede ahora caminar tranquilo, acompañado por el sonido familiar del bastón que golpea sobre el terreno e indica la presencia tranquilizadora del pastor” (Benedicto XVI, 5 de octubre de 2011).

Ante la proximidad de la muerte, nos viene a la cabeza una idea: “tengo que aprovechar mejor el poco tiempo que me queda de vida”. “Tempus breve est” (1 Cor 7, 29). Y, en otro lugar, la Sagrada Escritura nos recuerda:

Tú haces volver al polvo a los humanos, diciendo a los mortales que retornen. Mil años son para ti como un día, que ya pasó; como una breve noche. Nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana y por la tarde se marchita y se seca. Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos” (Salmo 89).

San Josemaría nos animaba a aprovechar bien el tiempo.

“Este mundo, mis hijos, se nos va de las manos. No podemos perder el tiempo, que es corto (...). Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar” (San Josemaría, Hoja informativa sobre el proceso de beatificación de este Siervo de Dios, n. 1, p. 4).

María estará a nuestro lado a la hora de la muerte. Ella es la Madre dolorosa que nos consuela en este “valle de lágrimas” y nos alienta para no perder nunca la paz y confiar plenamente en su Hijo.


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