sábado, 16 de marzo de 2019

Jesús con los Apóstoles en el Cenáculo (1)


Falta menos de un mes para la Semana Santa. Nos quedan por meditar 11 temas de los 20 que revisaremos. Hemos llegado al final de la vida del Señor, y dedicaremos los siguientes post a contemplar el Misterio Pascual de Cristo y la Venida del Espíritu Santo.    

 

10. Lavatorio de los pies. Humildad. Instrumentos (alma sacerdotal)

El primer gesto que tiene Jesús con sus discípulos en la Última Cena es lavarles los pies. La lectura del Evangelio el Jueves Santo está tomada del capítulo 13 del Evangelio de San Juan.

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando; ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo; y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido” (Jn 3, 1-5).

Luego, continúa el relato hasta el versículo 20. En el versículo 15, el Señor les da razón de la obra que ha hecho con ellos: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

Muchas veces Jesús había dado ejemplo de humildad a sus apóstoles. Y les había insistido en ser pequeños y en no pretender dominar a los demás. Ahora, quiere que les entre por los ojos de una manera muy clara esta lección. Todo un Dios que se abaja, que se pone a nuestros pies para lavarlos.

Es lógica la reacción de Pedro: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» (Jn 3, 6). Jesús le explica: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde» (v.7). Pero Pedro insiste: «No me lavarás los pies jamás» (v.8a). Sólo cede cuando el Señor le dice: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (v.8b). Si queremos “tener parte” con Jesús, hemos de imitarle y ponernos a los pies de nuestros hermanos.

“La humildad es la verdad”, decía Santa Teresa. Jesús quiere dejarnos una enseñanza fundamental: el servicio. “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20, 28).

San Josemaría Escrivá de Balaguer solía decir que «El mejor servicio que podemos prestar a Dios, a la Iglesia, al Romano Pontífice…, consiste en recomenzar a aprender a ser humildes». No es fácil aprender a fondo esta lección. A lo largo de nuestra vida siempre tenemos que volver a aprenderla, porque “el orgullo ciega, y es como fuente malsana, de donde proceden todas nuestras miserias” (Beato Álvaro del Portillo, Carta 1-V-1990).

«La santidad consiste en la perfección de la caridad, y este amor verdadero crece y se edifica sobre el cimiento de la  humildad (...). Por eso, en definitiva, la explosión de santidad  que el Señor desea, se traduce en crecer en humildad. A más humildad, más santidad» (Ibidem).  

Durante la Cuaresma toda la Liturgia nos habla de “conversión”. Pues bien, “a la conversión se sube por la humildad, por caminos de abajarse” (San Josemaría, Surco, 278).    

En su primera encíclica, San Juan Pablo II valoraba la importancia de la humildad.

«La humildad es el rechazo de las apariencias y de la superficialidad; es la expresión de la profundidad del espíritu humano; es condición de su grandeza» (San Juan Pablo II, Redemptor hominis).

Seremos mejores instrumentos del Espíritu Santo cuando seamos más humildes. De esa manera, se notará más la firma del artista que nos utilizará, contando con nuestra libertad, para hacer maravillas.

La humildad también nos capacita para tratar mejor a nuestros hermanos, con alma sacerdotal, es decir, con ese estilo suave y firme que vemos en el Señor, Sacerdote Eterno.

Así seremos "expertos en humanidad" como Jesús que «conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2,25): cada uno de nosotros será  

«capaz de conocer en profundidad el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo, obtener la confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos» (Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, 43).

Otra manifestación clara de la humildad —esta vez más en el ámbito de la vertiente apostólica—, es la conciencia clara de que sólo Dios es el que pone el incremento. Es preciso actuar con gran rectitud, porque nos puede pasar lo que a los fieles de la Iglesia de Corinto en tiempo de San Pablo: que, en lugar de buscar la Palabra del Dios vivo, la gracia de Dios, busquemos lo que responde a nuestras inclinaciones, a nuestros intereses, lo que va con nuestro genio, lo que nos resulta simpático.

La fe es una conversión que hace que mis gustos y deseos pasen a segunda línea. Él es el que dice y hace algo y lo que importa es seguirle a Él. Entonces es razonable, y hasta necesario, dejar a un lado lo que me gusta (la ley del gusto), renunciar a mis deseos e ir detrás de lo único que puede indicarme el camino de la vida. Yo renuncio y me someto a Él, pero así es como me hago libre (cfr. J. Ratzinger, La Iglesia siempre en camino, pp. 117-121). Es el mismo Jesús el que dice mi doctrina no es mía (Jn 7,16). Nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Él.

«Esto exige nuestra humildad, la cruz del seguimiento. Pero esto precisamente es lo que nos libera, lo que hace fecundo y grande nuestro ministerio. Pues si nos anunciamos a nosotros mismos, permanecemos escondidos en nuestro pobre yo y arrastramos a él a los demás. Si le anunciamos a Él nos convertimos en colaboradores de Dios (1 Cor 3,9)» (J. Ratzinger, ibídem).

María, la esclava del Señor, nos enseñará a ser más humildes.

11. “Mandatum Novum”. Caridad

Después de contar la traición de Judas, San Juan continúa, en el capítulo 13 de su Evangelio, con el relato del “Mandatum Novum”, el Mandamiento del Amor.                             

Cuando salió, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero lo que dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros: «Donde yo voy no podéis venir vosotros». Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros»” (Jn 3, 31-35).

El Corazón de Cristo estalla en llamaradas de Amor, y ese fuego se trasmite a los discípulos.

San Juan, en su Primera Carta, explica la relación estrecha entre el amor a Dios y el amor a nuestros hermanos:

Quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 19-21).

En una de sus homilías, el Papa Francisco nos da tres señales para saber si amamos a nuestros hermanos.

“La primera señal requiere que nos preguntemos: ¿rezo por las personas? Por todas, de forma concreta, por aquellas que me son simpáticas y también aquellas que me son antipáticas, por aquellas de los que soy amigo y por aquellos que no soy amigo”.
Segunda señal: cuando siento en mi interior sentimientos de celos, de envidia, y me viene la necesidad de desear el mal, es una señal de que no amas. Párate ahí. No dejes creces esos sentimientos: son peligrosos. No los dejes crecer”.
Por último, “la señal más cotidiana de que no amo al prójimo y, por lo tanto, de que no puedo amar a Dios, es la habladuría. Metámoslo en el corazón y en la cabeza, claramente: si difundo habladurías, no amo a Dios, porque con las habladurías estoy destruyendo a esa persona”. “Las habladurías son como los caramelos de miel: tomo uno, y otro, y otro, y luego el estómago se estropea con tantos caramelos. Porque es bello, es ‘dulce’ hablar de los demás, parece algo bueno, pero destruye. Y eso es señal de que no amas” (Papa Francisco, 10 de enero de 2019).

Hay muchas maneras de vivir la caridad. Veamos algunas de ellas. Por ejemplo la siguiente: la educación es vehículo de la caridad. A todos nos gusta que nos traten con delicadeza, amablemente. Hay unas reglas que, en general, vivimos todos los hombres, para hacer la vida amable a los demás. Son las reglas de educación que hay que vivir siempre. Dante decía de Jesús que era “Señor de toda cortesía”.

La mejor manera de aprender a vivir la caridad con los demás es mirar a Cristo, que iba a la persona y estaba cerca de todos.

«Cuando el sol se hubo puesto, todos los que tenían enfermos de varias dolencias, se los traían. Y Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba» (Lc 4, 38-40).

San Lucas, en el capítulo 6° de su Evangelio, recoge una serie de reglas muy claras que nos da el Señor para vivir a caridad.

     amar a los enemigos: no acepción de personas (vv. 27-29);
     amar atendiendo a las necesidades de los demás (v. 30);
     amar como uno querría ser amado: regla de oro de la caridad (v. 31);
     amar desinteresadamente: no porque otros me aman (vv. 32-33)
     amar sin esperar el premio aquí, sino allá (vv. 34-35);
     amar con compasión: sentir lo de los demás como propio (v. 36);
     amar sin juzgar: comprender, perdonar (v.37);
     amar dándose (v. 38).

También podemos meditar despacio el capítulo 13 de la 1ª Carta de San Pablo a los Corintios. El Papa Francisco nos ofrece un comentario maravilloso en la Exhortación Apostólica Amoris laetitia (cap. 4°).

El amor es comprensivo [paciente], el amor es servicial [benigno] y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca” (1 Cor 13, 4-7).

La paciencia es la primera característica que pone San Pablo en la verdadera caridad.

«Los hombres de todas las épocas necesitan ante todo ser confortados y animados, necesitan confianza y cariño, precisamente en el marco de su mediocridad insoslayable» (J.B., Torelló, Psicología abierta, p. 61). «Tener paciencia con los demás, quiere decir darles tiempo: tiempo para hablar, para aprender, para experimentar, para creer, para restituir... Pedir comprensión y aún perdón por el pasado, y confianza en el porvenir se expresa frecuentemente y exactamente diciendo, como el siervo del Evangelio: “ten paciencia conmigo”. Por esta razón es la paciencia la virtud fundamental de todo educador» (ibidem, p. 29).

El apóstol San Pedro nos da in consejo precioso, quizá tomado de su propia experiencia, pues se sabía pecador y, por eso, buscaba vivir la caridad con todos.

«Sed prudentes y velad en oraciones. Pero sobre todo mantened constante la mutua caridad entre vosotros, porque la caridad cubre la muchedumbre de pecados» (1 Pe 4, 7-8).

¿Cómo transformaremos el mundo? «La ley fundamental de la perfección humana y por lo tanto de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del Amor» (cfr. Gaudium et Spes). Y Juan Pablo II decía en Brasil: «Estoy convencido de que el amor es la única revolución».

San Josemaría, en uno de sus escritos, explica cómo el secreto para vivir la caridad es la comprensión y la apertura para escuchar al otro, no la violencia.

«Conversar requiere actuar con cortesía, saber escuchar, tener fe en la inteligencia, rechazar la violencia como método para convencer. La violencia no es nunca una solución, la violencia de suyo es estúpida. Cuando una máquina no marcha, la solución no está en darle golpes, sino en engrasarla, en darle aceite. En las relaciones humanas, el aceite es el diálogo amable, la justicia impregnada con la caridad» (Carta, 24-X-1965, n. 33).

María es nuestra Madre, llena de cariño y comprensión y, al mismo tiempo, muy exigente, porque desea que todos vayamos al Cielo. Acudamos a Ella para que nos enseñe a amarnos con el Amor de Cristo.  


No hay comentarios:

Publicar un comentario