sábado, 30 de marzo de 2019

Pasión y Muerte del Señor


Al final del segundo mensaje de la Virgen a las niñas de Garabandal, Nuestra Señora les decía: “Pensad en la Pasión de Jesús” (18 de junio de 1965). Eso queremos hacer ahora: meditar un poco sobre la Pasión y Muerte de Cristo.    

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14. Pasión de Cristo. Amor a la Cruz. Mortificación

Después de que Jesús oró en Getsemaní es prendido y llevado Anás y Caifás. Este último era el Sumo Sacerdote. Pasó Cristo la noche en un calabozo y, en la mañana, es presentado a Pilato para que lo juzgue y lo condene a morir en la Cruz.

Los grandes músicos de los siglos XVII y XVIII compusieron sus “Pasiones”, como la Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach. Son composiciones que tocan profundamente nuestra sensibilidad y nos ayudan a estar junto a Cristo para acompañarlo y consolarlo en esas horas de intenso sufrimiento.

Se cumplen en Él las profecías que había hecho el segundo Isaías en el Poema del Siervo de Yahvé.

En el Prólogo del Via crucis, San Josemaría Escrivá de Balaguer expone la situación espiritual en que podemos sumergirnos para contemplar con más fruto la Pasión del Señor.

“Señor mío y Dios mío, bajo la mirada amorosa de nuestra Madre, nos disponemos a acompañarte por el camino de dolor, que fue precio de nuestro rescate. Queremos sufrir todo lo que Tú sufriste, ofrecerte nuestro pobre corazón, contrito, porque eres inocente y vas a morir por nosotros, que somos los únicos culpables. Madre mía, Virgen dolorosa, ayúdame a revivir aquellas horas amargas que tu Hijo quiso pasar en la tierra, para que nosotros, hechos de un puñado de lodo, viviésemos al fin "in libertatem gloriae filiorum Dei", en la libertad y gloria de los hijos de Dios”.

Tenemos muchos recursos para meditar la Pasión. En primer lugar están los relatos de los cuatro evangelistas, llenos de piedad y riqueza espiritual. Después están el Via Crucis y los cinco Misterios Dolorosos del Santo Rosario. Se han escrito muchos comentarios, a lo largo de los siglos, sobre estas devociones cristianas.

Además, hay algunos libros especialmente provechosos, como “La Pasión” del Padre La Palma, jesuita del siglo XVI. O la descripción que hace Fray Justo Pérez de Urbel en su “Vida de Cristo”.

Meditar asiduamente en la Pasión de Cristo (si es posible, todos los días) nos ayudará a identificarnos con el Señor para que “no quede vacía la Cruz de Cristo” (1 Cor 1, 17) en nosotros.

La Cruz es el signo del cristiano. Nuestros padres nos enseñaron a santiguarnos con la señal de la Cruz cuando éramos niños. El sacerdote nos bendice con la Cruz, que nos acompaña desde el principio hasta el final de nuestra vida. Queremos identificarnos con la Cruz, que es el Sello real del cristiano.

Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo hacer realidad en nuestra vida lo que pidió el Señor a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 14, 27)?

Lo primero es amar la Cruz del Señor, desear ayudarle a llevarla, unirnos a sus sufrimientos y tratar de consolarlo.

Las siguientes invocaciones a Jesucristo se pueden aplicar también a su Cruz gloriosa.

Dominus noster Iesus Christus apud me sit, ut me defendat / intra me sit ut me reficiat / circa me sit ut me conservet /ante me sit ut me deducat / post me sit ut me custodiat / super me sit ut me benedicat /, qui cum Patre et Spiritu Sancto vivit et regnat in saecula saeculorum. Amen. Dirigat Dominus viam meam. Et collocet me Christus in Gloria sua”.

No hay cristianismo sin Cruz. No podemos resucitar con Cristo si antes no morimos con Él. No podremos dar fruto si no nos hacemos grano de trigo que muere.

Se suelen utilizar varias palabras para hablar de la unión con la Cruz de Cristo: mortificación, sacrificio, penitencia, expiación, propiciación… Cada una de ellas tiene algún matiz que las caracteriza. Pero todas expresan lo central: transformar el mal físico y moral que hay en el mundo (pecado, muerte, dolor, enfermedad, injusticia, sufrimientos, etc.), en algo bueno (lleno de sentido, verdadero, noble, que nos llena de valor, que plenifica nuestro ser, etc.). Y esto se logra uniendo nuestra cruz a la de Cristo voluntariamente y con alegría. Así seremos corredentores con Él, y con Él participaremos de las promesas futuras (que se resumen en nuestra resurrección, que Cristo nos ha conseguido con su Gloriosa Resurrección).

Llevar la Cruz de Cristo está al alcance de todos. Hay como tres grandes campos para hacerlo. En primer lugar está lo que viene de fuera, lo que el Señor dispone en nuestra vida sin que dependa de nosotros, al menos directamente: la enfermedad, las contrariedades de la jornada, las injusticias, la persecución, las consecuencias de nuestros errores y omisiones… Si no llevamos con alegría y confianza en Dios todo esto, no podemos decir que somos almas mortificadas. De nada serviría hacer muchas mortificaciones voluntarias si no aceptamos la cruz que Dios nos envía o permite en nuestra vida.

En segundo lugar están las mortificaciones o sacrificios que hacemos para cumplir nuestros deberes personales, familiares, profesionales o sociales. Para ser virtuosos y buenos es necesario que nos sacrifiquemos. No se consigue nada valioso sin sacrificio. Pero este sacrificio lo podemos ofrecer y unirlo a la Pasión de Cristo. Así tiene  un valor infinito.

Por último, están las mortificaciones que hacemos voluntariamente. No van dirigidas directamente a cumplir un deber o hacer la voluntad de Dios. Son sacrificios que salen de nuestro deseo de dar más, de ser generosos, de tomar la cruz sin que sea estrictamente necesario hacerlo en algo determinado. Pueden ser muy pequeñas: retrasar un vaso de agua, privarnos de algo que nos gusta por un tiempo, escoger lo peor y dejar para los demás lo mejor, etc. Son los pequeños sacrificios que antes eran tan apreciados, por nuestros abuelos, pero que quizá ahora no se aprecian tanto. Sin embargo, al Señor le agradan mucho, porque son signo de nuestro deseo de vivir “clavados en la Cruz de Cristo”.

“Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 19-20).

María acompañó muy de cerca a su Hijo en su Pasión. Estuvo a su lado cuando murió en la Cruz. Ahí la recibimos por Madre nuestra. Pidamos con fe a Nuestra Señora:

“Stabat Mater dolorosa / Iuxta crucem lacrimosa, / Dum pendebat filius. / Cuius animam gementem / Contristatam et dolentem / Pertransivit gladius (Stabat mater).

15. Muerte del Señor. Aprovechamiento del tiempo

Los últimos versos del Stabat Mater nos recuerdan que, como Cristo, también nosotros algún día hemos de morir.

Fac me cruce custodiri, / Morte Christi praemuniri, / Confoveri gratia. / Quando corpus morietur / Fac ut animae donetur / Paradisi gloria. Amen”.

María también estará muy cerca de nosotros a la hora de nuestra muerte. Lo pedimos expresamente en el Ave María.

Stipendium peccati, mors est (Rm 6, 23). “El precio del pecado es la muerte”. Dios no quería que el hombre muriera, en el Paraíso. Nuestros primeros partes no debían sufrir la muerte. El pecado fue la causa de su muerte. Y todos los seres humanos pasaremos por ese trance (salvo los que sean transformados en la Segunda Venida del Señor, y no pasen por la muerte: cfr. 1 Cor 15, 52).

La muerte forma parte de la voluntad permisiva de Dios: no la quiere, pero la permite (la tolera), y saca de ella un bien mayor. Esa es la lógica divina que de los males saca bienes y de los grandes males, grandes bienes.

Por eso se pregunta San Pablo: “ubi est mors victoria tua ubi est mors stimulus tuus” (1 Cor 15, 55). La muerte ha sido derrotada por la Muerte y Resurrección de Cristo. Desde entonces los cristianos no tememos a la muerte, porque es el paso a la Vida. Es la puerta de la Nueva Vida que nos ha ganado Cristo.

Los santos han hablado de la muerte:

1) “No morirá de mala muerte el que oye devotamente y con perseverancia la Santa Misa”. San Agustín.
2) “Tened por cierto el tiempo que empleéis con devoción delante de este divinísimo Sacramento, será el tiempo que más bien os reportará en esta vida y más os consolará en vuestra muerte y en la eternidad”. San Alfonso María de Ligorio.
3) “Recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has recibido, solamente lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio honesto, el amor, el sacrificio y el valor”. San Francisco de Asís.
4) “La muerte os espera en todas partes; pero si sois prudentes, en todas partes la esperáis vosotros”. San Bernardo.
5) “En el momento de la muerte, no se nos juzgará por la cantidad de trabajo que hayamos hecho, sino por el peso de amor que hayamos puesto en nuestro trabajo”. Madre Teresa de Calcuta.
6) “Para el cristiano, la muerte no es la derrota sino la victoria: el momento de ver a Dios; la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo…. La muerte para el cristiano no es el gran susto, sino la gran esperanza.” San Alberto Hurtado.

Benedicto XVI, en sus Catequesis sobre la oración, comentaba el Salmo 23.

«Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (v. 4). Quien va con el Señor, incluso en los valles oscuros del sufrimiento, de la incertidumbre y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la certeza que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus sombras cambiantes, la dificultad para distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la caída del sol, cuando la visibilidad se hace incierta, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de tropezar, de alejarse o de perderse, y existe también el temor de que posibles agresores se escondan en la oscuridad. Para hablar del valle «oscuro», el salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas de la muerte, por lo cual el valle que hay que atravesar es un lugar de angustia, de amenazas terribles, de peligro de muerte. Sin embargo, el orante avanza seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él. Aquel «tú vas conmigo» es una proclamación de confianza inquebrantable, y sintetiza una experiencia de fe radical; la cercanía de Dios transforma la realidad, el valle oscuro pierde toda peligrosidad, se vacía de toda amenaza. El rebaño puede ahora caminar tranquilo, acompañado por el sonido familiar del bastón que golpea sobre el terreno e indica la presencia tranquilizadora del pastor” (Benedicto XVI, 5 de octubre de 2011).

Ante la proximidad de la muerte, nos viene a la cabeza una idea: “tengo que aprovechar mejor el poco tiempo que me queda de vida”. “Tempus breve est” (1 Cor 7, 29). Y, en otro lugar, la Sagrada Escritura nos recuerda:

Tú haces volver al polvo a los humanos, diciendo a los mortales que retornen. Mil años son para ti como un día, que ya pasó; como una breve noche. Nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana y por la tarde se marchita y se seca. Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos” (Salmo 89).

San Josemaría nos animaba a aprovechar bien el tiempo.

“Este mundo, mis hijos, se nos va de las manos. No podemos perder el tiempo, que es corto (...). Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar” (San Josemaría, Hoja informativa sobre el proceso de beatificación de este Siervo de Dios, n. 1, p. 4).

María estará a nuestro lado a la hora de la muerte. Ella es la Madre dolorosa que nos consuela en este “valle de lágrimas” y nos alienta para no perder nunca la paz y confiar plenamente en su Hijo.


sábado, 23 de marzo de 2019

Jesús con los Apóstoles en el Cenáculo (2)

Podemos decir que Cristo hizo, fundamentalmente, cinco cosas en el Cenáculo: 1) lavó los pies a sus discípulos, 2) les dio el Mandamiento del Amor, 3) instituyó la Eucaristía, 4) pronunció su discurso de despedida e 4) hizo su oración sacerdotal.     

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Hoy vamos a reflexionar sobre dos de esos acontecimientos: la Institución de la Eucaristía y la Oración Sacerdotal del Señor, que tiene su continuación en la Oración en el Huerto de Getsemaní.

12. La Institución de la Eucaristía

San Juan no menciona la Institución de la Eucaristía. Ya lo habían hecho los tres Evangelios sinópticos y San Pablo en su 2ª Carta a los Corintios. El Apóstol recoge le discurso de despedida del Señor (capítulos 13 a 16) y su oración sacerdotal (capítulo 17).

San Lucas no relata el lavatorio de los pies ni el “Mandatum novum”. Comienza el relato de lo sucedido en el Cenáculo el Jueves Santo con la Cena pascual.

Y cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios». Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios». Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros»” (Lc 22, 14-20).

Según San Juan, el Jueves Santo los judíos no celebraban la Cena de Pascua, pues la Pascua aquel año fue el sábado. Sin embargo, el Señor anticipó esa Cena un día, pues murió el Viernes Santo, que era la víspera de la Pascua judía.

Jesús aprovecha esa Cena para manifestar a sus discípulos que Él es el Verdadero Cordero sacrificado que redime todos los pecados de los hombres. Y, para realizar ese Sacrificio de modo sacramental, instituye la Eucaristía con la doble consagración y transubstanciación del pan y del vino, que se convierten en su Cuerpo y su Sangre, y que significan su Muerte y Resurrección.

El Señor adelanta el Sacrificio de la Cruz y su Resurrección gloriosa, y lleva a cabo una ofrenda sacramental (bajo signos) de sí mismo de modo que, ese Sacrificio lo puedan realizar los apóstoles cada vez que hagan lo que Él hizo el Jueves Santo: pronunciar sobre el pan y el vino las palabras que Él pronunció.

La Iglesia ha conservado a través de los siglos las palabras y gestos del Señor, y cada día lleva a cabo, a través de los sacerdotes, la renovación incruenta del sacrificio cruento de la Cruz, durante la celebración de la Santa Misa.

La Sagrada Eucaristía contiene en sí tres grandes realidades: 1) es Sacrificio, 2) es Comunión y 3) es Presencia. Los cristianos nos unimos a Jesucristo por medio de la meditación de su Palabra y a través de los sacramentos de la Iglesia. El más excelente es la Eucaristía, porque contiene al mismo Autor de la Gracia.

Hay un antiguo himno litúrgico que recoge el contenido de este Misterio de Amor.

O sacrum convivium in quo Christus summitur, recolitur memoriae passionis eius, mens impletur gratiae et futurae gloriae nobis pignus datur” / “Oh sagrado banquete en el que recibimos a Cristo como alimento, recordamos la memoria de su pasión, la mente se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura”.

San Josemaría Escrivá de Balaguer solía decir que la Eucaristía es “corriente trinitaria de amor por los hombres”.

«Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones, e nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es para nosotros Rey, Médico, Maestro, Amigo» (Es Cristo que pasa, n. 93).

San Agustín comenta lo siguiente sobre la Eucaristía:

«O sacramentum pietatis! O signum unitais! O vinculum caritatis!» / “¡Oh sacramento de piedad. Oh signo de unidad. Oh vínculo de caridad!”.

¿Cómo acercarnos al Señor en la Eucaristía?

«Acércate a la comunión —dice San Buenaventura— aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se haga uno, tanto mayor necesidad tiene del médico».

El Señor dijo en cierta ocasión a Santa Matilde:

«Cuando te acerques a comulgar, desea tener en tu corazón todo el amor que se puede encerrar en él, que yo te lo recibiré como tú quisieras que fuese» (S. Alfonso, Práctica del amor a Jesucristo, p. 41).

Y Santa Teresa comentaba lo siguiente sobre la Eucaristía:

«Pues si cuando andaba en el mundo de solo tocar sus ropas sanaban los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe viva, y nos dará lo que le pidiéremos pues está en nuestra casa?» (Sta. Teresa, Camino de perfección).
  
A principios de 1372, después de un coloquio con Cristo y con permiso del confesor, Santa Catalina comenzó a comulgar en Siena casi a diario.  La Eucaristía le sirvió de creciente fortalecimiento de su espíritu. Cada vez necesitaba menos el alimento material. Comía muy poco y, además, le costaba comer. Durante la Cuaresma de 1373 y hasta el día de la Ascensión ningún alimento tocó  sus labios. La Eucaristía no sólo fortalecía su espíritu, sino también su cuerpo (cfr. G. Papasogli, Catalina de Siena, pp. 100-102).

Fray Luis de Granada describe magistralmente los efectos de la Eucaristía con ocasión de la Solemnidad del Corpus Christi:

«Celebra hoy la santa madre Iglesia fiesta del Santísimo Sacramento del Altar,  en el cual está verdaderamente el cuerpo de nuestro Salvador para gloria  de la Iglesia y honra del mundo,  para  compañía de nuestra peregrinación, para alegría de  nuestro destierro, para consolación de nuestros trabajos, para medicina de nuestras enfermedades,  para  sustento de nuestras vidas.  Y porque estas mercedes son  tan grandes, es muy alegre y grande  la fiesta que hoy hace la Iglesia» (Fray Luis de Granada, Trece sermones).

«Mujer eucarística». Así terminaba San Juan Pablo II la carta que escribió a los sacerdotes en la Semana Santa del año en que murió (2005): «¿Quién puede hacernos gustar la grandeza del misterio eucarístico mejor que María?». Jesús mismo nos invita a acudir a ella: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27).

13. La Oración del Señor en el Cenáculo y en Getsemaní

Después de su admirable discurso de despedida (cfr. Jn 13 a 6), Jesús se recoge en oración. San Juan recoge las palabras de Cristo, dirigidas a su Padre, en el capítulo 17 de su Evangelio.

Así habló Jesús y, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo (…)”. “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros”. “No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad.”(Jn 17, 1-3, 9-11, 15-17).

Es la oración sacerdotal del Señor, porque Jesús es el Único Sacerdote, Mediador entre Dios y los hombres. En esta ocasión el Señor abre su corazón ante los discípulos y les enseña cómo dirigirse al Padre. Ya lo había hecho, cuando les enseñó el “Padre Nuestro”, y lo hará  poco después en Getsemaní.

San Juan comienza, en el capítulo 18 de su Evangelio, el relato de la Pasión del Señor:

Después de decir esto, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos” (Jn 18, 1).

Aquel huerto era un lugar habitual de oración del Señor y sus apóstoles. San Juan no relata lo que sucedió ahí antes del prendimiento, pero los tres sinópticos sí. La narración más breve es la de San Lucas:

Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para no caer en tentación». Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en tentación» (Lc 22, 39-46).

Vale la pena meditar despacio este texto, para aprender la lección que el Señor nos quiere dar.

Jesús nos enseña a orar con pocas palabras. Así lo aprendieron los santos. Por ejemplo, Santa Catalina no se preocupaba de pronunciar una oración vocal larga, sino que profundizaba en pocas palabras hasta que la mente se nutría de ellas con deleite (cfr. G. Papasogli, Catalina de Siena, p. 104, nota 10).

En 1977, el Beato Álvaro del Portillo daba unos consejos muy útiles sobre el modo de hacer oración.

«Cuando en la oración descubráis algo que os acerca al Señor, no lo abandonéis sin haber profundizado en ese punto con la gracia de Dios. Es así como arraigan firmes y tenaces las virtudes. Si nos comportamos como las mariposas —un poquito de aquí, otro de allá— nunca aprovecharemos el néctar que nos envía el Paráclito. Haced como las abejas, que están mucho tiempo posadas sobre las flores, y luego fabrican una miel riquísima» (Beato Álvaro del Portillo, 1977).

En general, todos los autores espirituales recomiendan hacer la oración despacio y con calma; profundizando en unas pocas palabras, en una idea.

"Importa mucho que vayamos en la meditación con atención rumiando y desmenuzando las cosas muy despacio. Lo que no se masca, ni amarga ni da sabor (...); por eso también no le amarga  al pecador ni la muerte, ni el juicio, ni el infierno, porque no desmenuza estas cosas, sino que se las traga enteras, tomándolas  a bulto y carga cerrada " (Alonso Rodríguez, Compendio del Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas, p. 94).

El Señor nos dará el tener una oración muy rica si nos abandonamos en Él. Santa Teresa era una verdadera maestra de oración y daba unos consejos muy prácticos.

«De esta suerte rezaremos con mucho sosiego vocalmente y es quitarnos de trabajo, porque a poco tiempo que forcemos a nosotros mismos, para estarnos cerca de este Señor, nos entenderá, como dicen, por señas; de manera que si habíamos de decir muchas veces el Pater Noster, se nos dará por entendido de una. Es muy amigo de quitarnos de trabajos, aunque en una hora no le digamos más de una vez, como entendamos que estamos con Él, y lo que le pedimos, y cuan de buena gana está con nosotros, no es amigo de que nos quebremos las cabezas hablándole mucho» (Sta. Teresa, Camino de perfección, 29, 4).

La oración debe ser ardiente. Su fuerza no radica en la prolijidad. No es necesario ser elocuente para ser escuchado.

«No es el sonido de los labios, sino el deseo ardiente del espíritu el que, como una voz insistente, llega a oídos de Dios» (cfr. Erasmo de Rotterdam, cit. por Halkin, Erasmo entre nosotros, p. 94-95).

María será siempre un modelo inestimable para nuestra oración.

«Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11, 27-28).

Son dos bienaventuranzas: la dos dirigidas a su Madre. Le alegraría mucho al Señor que alabaran a su Madre y Él no quiere quedarse corto.


sábado, 16 de marzo de 2019

Jesús con los Apóstoles en el Cenáculo (1)


Falta menos de un mes para la Semana Santa. Nos quedan por meditar 11 temas de los 20 que revisaremos. Hemos llegado al final de la vida del Señor, y dedicaremos los siguientes post a contemplar el Misterio Pascual de Cristo y la Venida del Espíritu Santo.    

 

10. Lavatorio de los pies. Humildad. Instrumentos (alma sacerdotal)

El primer gesto que tiene Jesús con sus discípulos en la Última Cena es lavarles los pies. La lectura del Evangelio el Jueves Santo está tomada del capítulo 13 del Evangelio de San Juan.

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando; ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo; y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido” (Jn 3, 1-5).

Luego, continúa el relato hasta el versículo 20. En el versículo 15, el Señor les da razón de la obra que ha hecho con ellos: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

Muchas veces Jesús había dado ejemplo de humildad a sus apóstoles. Y les había insistido en ser pequeños y en no pretender dominar a los demás. Ahora, quiere que les entre por los ojos de una manera muy clara esta lección. Todo un Dios que se abaja, que se pone a nuestros pies para lavarlos.

Es lógica la reacción de Pedro: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» (Jn 3, 6). Jesús le explica: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde» (v.7). Pero Pedro insiste: «No me lavarás los pies jamás» (v.8a). Sólo cede cuando el Señor le dice: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (v.8b). Si queremos “tener parte” con Jesús, hemos de imitarle y ponernos a los pies de nuestros hermanos.

“La humildad es la verdad”, decía Santa Teresa. Jesús quiere dejarnos una enseñanza fundamental: el servicio. “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20, 28).

San Josemaría Escrivá de Balaguer solía decir que «El mejor servicio que podemos prestar a Dios, a la Iglesia, al Romano Pontífice…, consiste en recomenzar a aprender a ser humildes». No es fácil aprender a fondo esta lección. A lo largo de nuestra vida siempre tenemos que volver a aprenderla, porque “el orgullo ciega, y es como fuente malsana, de donde proceden todas nuestras miserias” (Beato Álvaro del Portillo, Carta 1-V-1990).

«La santidad consiste en la perfección de la caridad, y este amor verdadero crece y se edifica sobre el cimiento de la  humildad (...). Por eso, en definitiva, la explosión de santidad  que el Señor desea, se traduce en crecer en humildad. A más humildad, más santidad» (Ibidem).  

Durante la Cuaresma toda la Liturgia nos habla de “conversión”. Pues bien, “a la conversión se sube por la humildad, por caminos de abajarse” (San Josemaría, Surco, 278).    

En su primera encíclica, San Juan Pablo II valoraba la importancia de la humildad.

«La humildad es el rechazo de las apariencias y de la superficialidad; es la expresión de la profundidad del espíritu humano; es condición de su grandeza» (San Juan Pablo II, Redemptor hominis).

Seremos mejores instrumentos del Espíritu Santo cuando seamos más humildes. De esa manera, se notará más la firma del artista que nos utilizará, contando con nuestra libertad, para hacer maravillas.

La humildad también nos capacita para tratar mejor a nuestros hermanos, con alma sacerdotal, es decir, con ese estilo suave y firme que vemos en el Señor, Sacerdote Eterno.

Así seremos "expertos en humanidad" como Jesús que «conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2,25): cada uno de nosotros será  

«capaz de conocer en profundidad el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo, obtener la confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos» (Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, 43).

Otra manifestación clara de la humildad —esta vez más en el ámbito de la vertiente apostólica—, es la conciencia clara de que sólo Dios es el que pone el incremento. Es preciso actuar con gran rectitud, porque nos puede pasar lo que a los fieles de la Iglesia de Corinto en tiempo de San Pablo: que, en lugar de buscar la Palabra del Dios vivo, la gracia de Dios, busquemos lo que responde a nuestras inclinaciones, a nuestros intereses, lo que va con nuestro genio, lo que nos resulta simpático.

La fe es una conversión que hace que mis gustos y deseos pasen a segunda línea. Él es el que dice y hace algo y lo que importa es seguirle a Él. Entonces es razonable, y hasta necesario, dejar a un lado lo que me gusta (la ley del gusto), renunciar a mis deseos e ir detrás de lo único que puede indicarme el camino de la vida. Yo renuncio y me someto a Él, pero así es como me hago libre (cfr. J. Ratzinger, La Iglesia siempre en camino, pp. 117-121). Es el mismo Jesús el que dice mi doctrina no es mía (Jn 7,16). Nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Él.

«Esto exige nuestra humildad, la cruz del seguimiento. Pero esto precisamente es lo que nos libera, lo que hace fecundo y grande nuestro ministerio. Pues si nos anunciamos a nosotros mismos, permanecemos escondidos en nuestro pobre yo y arrastramos a él a los demás. Si le anunciamos a Él nos convertimos en colaboradores de Dios (1 Cor 3,9)» (J. Ratzinger, ibídem).

María, la esclava del Señor, nos enseñará a ser más humildes.

11. “Mandatum Novum”. Caridad

Después de contar la traición de Judas, San Juan continúa, en el capítulo 13 de su Evangelio, con el relato del “Mandatum Novum”, el Mandamiento del Amor.                             

Cuando salió, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero lo que dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros: «Donde yo voy no podéis venir vosotros». Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros»” (Jn 3, 31-35).

El Corazón de Cristo estalla en llamaradas de Amor, y ese fuego se trasmite a los discípulos.

San Juan, en su Primera Carta, explica la relación estrecha entre el amor a Dios y el amor a nuestros hermanos:

Quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 19-21).

En una de sus homilías, el Papa Francisco nos da tres señales para saber si amamos a nuestros hermanos.

“La primera señal requiere que nos preguntemos: ¿rezo por las personas? Por todas, de forma concreta, por aquellas que me son simpáticas y también aquellas que me son antipáticas, por aquellas de los que soy amigo y por aquellos que no soy amigo”.
Segunda señal: cuando siento en mi interior sentimientos de celos, de envidia, y me viene la necesidad de desear el mal, es una señal de que no amas. Párate ahí. No dejes creces esos sentimientos: son peligrosos. No los dejes crecer”.
Por último, “la señal más cotidiana de que no amo al prójimo y, por lo tanto, de que no puedo amar a Dios, es la habladuría. Metámoslo en el corazón y en la cabeza, claramente: si difundo habladurías, no amo a Dios, porque con las habladurías estoy destruyendo a esa persona”. “Las habladurías son como los caramelos de miel: tomo uno, y otro, y otro, y luego el estómago se estropea con tantos caramelos. Porque es bello, es ‘dulce’ hablar de los demás, parece algo bueno, pero destruye. Y eso es señal de que no amas” (Papa Francisco, 10 de enero de 2019).

Hay muchas maneras de vivir la caridad. Veamos algunas de ellas. Por ejemplo la siguiente: la educación es vehículo de la caridad. A todos nos gusta que nos traten con delicadeza, amablemente. Hay unas reglas que, en general, vivimos todos los hombres, para hacer la vida amable a los demás. Son las reglas de educación que hay que vivir siempre. Dante decía de Jesús que era “Señor de toda cortesía”.

La mejor manera de aprender a vivir la caridad con los demás es mirar a Cristo, que iba a la persona y estaba cerca de todos.

«Cuando el sol se hubo puesto, todos los que tenían enfermos de varias dolencias, se los traían. Y Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba» (Lc 4, 38-40).

San Lucas, en el capítulo 6° de su Evangelio, recoge una serie de reglas muy claras que nos da el Señor para vivir a caridad.

     amar a los enemigos: no acepción de personas (vv. 27-29);
     amar atendiendo a las necesidades de los demás (v. 30);
     amar como uno querría ser amado: regla de oro de la caridad (v. 31);
     amar desinteresadamente: no porque otros me aman (vv. 32-33)
     amar sin esperar el premio aquí, sino allá (vv. 34-35);
     amar con compasión: sentir lo de los demás como propio (v. 36);
     amar sin juzgar: comprender, perdonar (v.37);
     amar dándose (v. 38).

También podemos meditar despacio el capítulo 13 de la 1ª Carta de San Pablo a los Corintios. El Papa Francisco nos ofrece un comentario maravilloso en la Exhortación Apostólica Amoris laetitia (cap. 4°).

El amor es comprensivo [paciente], el amor es servicial [benigno] y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca” (1 Cor 13, 4-7).

La paciencia es la primera característica que pone San Pablo en la verdadera caridad.

«Los hombres de todas las épocas necesitan ante todo ser confortados y animados, necesitan confianza y cariño, precisamente en el marco de su mediocridad insoslayable» (J.B., Torelló, Psicología abierta, p. 61). «Tener paciencia con los demás, quiere decir darles tiempo: tiempo para hablar, para aprender, para experimentar, para creer, para restituir... Pedir comprensión y aún perdón por el pasado, y confianza en el porvenir se expresa frecuentemente y exactamente diciendo, como el siervo del Evangelio: “ten paciencia conmigo”. Por esta razón es la paciencia la virtud fundamental de todo educador» (ibidem, p. 29).

El apóstol San Pedro nos da in consejo precioso, quizá tomado de su propia experiencia, pues se sabía pecador y, por eso, buscaba vivir la caridad con todos.

«Sed prudentes y velad en oraciones. Pero sobre todo mantened constante la mutua caridad entre vosotros, porque la caridad cubre la muchedumbre de pecados» (1 Pe 4, 7-8).

¿Cómo transformaremos el mundo? «La ley fundamental de la perfección humana y por lo tanto de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del Amor» (cfr. Gaudium et Spes). Y Juan Pablo II decía en Brasil: «Estoy convencido de que el amor es la única revolución».

San Josemaría, en uno de sus escritos, explica cómo el secreto para vivir la caridad es la comprensión y la apertura para escuchar al otro, no la violencia.

«Conversar requiere actuar con cortesía, saber escuchar, tener fe en la inteligencia, rechazar la violencia como método para convencer. La violencia no es nunca una solución, la violencia de suyo es estúpida. Cuando una máquina no marcha, la solución no está en darle golpes, sino en engrasarla, en darle aceite. En las relaciones humanas, el aceite es el diálogo amable, la justicia impregnada con la caridad» (Carta, 24-X-1965, n. 33).

María es nuestra Madre, llena de cariño y comprensión y, al mismo tiempo, muy exigente, porque desea que todos vayamos al Cielo. Acudamos a Ella para que nos enseñe a amarnos con el Amor de Cristo.  


sábado, 9 de marzo de 2019

Obediencia y Apostolado


Durante el Tiempo de Navidad meditamos cada año los sucesos del comienzo de la vida del Señor y, con motivo de la Fiesta de la Sagrada Familia, recordamos los 30 largos años que Jesús pasó en Nazaret. Hoy, al comienzo de la Cuaresma, dedicaremos una reflexión a la Vida Oculta del Señor y otra a su Vida Pública.  

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8. Vida Oculta. Obediencia

Al volver de Egipto, la Sagrada Familia se instala en Nazaret, la pequeña población en la que vivían San José y la Virgen. No sabemos cuánto tiempo habrán estado en Egipto pero, seguramente, Jesús tendría uno o dos años de edad cuando muere Herodes (según cálculos recientes, pudo suceder el año 2 o 1 a.C.).

El Señor vivió en Nazaret hasta el año 27 d.C., que fue el año 15° del gobierno de Tiberio César. Todo ese tiempo lo pasó oculto, trabajando en el taller de José. Son significativas las palabras de San Lucas cuando la Sagrada Familia vuelve a Nazaret con ocasión de una visita a Jerusalén en que Jesús tenía 12 años de edad.

Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 51-52).

Jesús “estaba sujeto” a María y a José. Les obedecía en todo. María guardaba la humildad y obediencia de su Hijo en su corazón. Conservaba recuerdos preciosos del ocultamiento de Dios. El Señor no se distinguía de los demás niños y jóvenes de Nazaret. Aprendía todo y crecía como los demás en sabiduría, edad y gracia.

La obediencia, ante todo, es capacidad de escuchar, capacidad de aprender todos los días cosas nuevas. Es una virtud que requiere juventud de espíritu. La sabiduría que Dios quiere enseñarnos en infinita, es su misma Sabiduría. Jesús, en cuanto hombre, aprende, escucha…

Es la misma actitud que hemos visto en la Anunciación a María: “¿cómo será esto?”, le pregunta al ángel. La búsqueda es la primera dimensión de la fidelidad. Lo afirmaba San Juan Pablo II en su primera homilía, en la Catedral de México, el 26 de enero de 1979.

“No habrá fidelidad si no hubiere en la raíz esta ardiente, paciente y generosa búsqueda; si no se encontrara en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta” (San Juan Pablo II, 26-I-1979).  

Ser obediente supone esa disposición contante a aprender, a descubrir qué es lo que Dios quiere de cada uno, en cada momento. Y que la voluntad de Dios se manifiesta, de ordinario, en la oración, los sucesos de la vida y, de modo particular, en los consejos que recibimos en la dirección espiritual.

Podemos descubrir a Dios en todo, pero siempre se ha recomendado en la Iglesia tener un director espiritual, que puede ser un sacerdote, o una persona de doctrina y vida rectas, que nos oriente, a la cual podamos acudir para confirmar lo que quizá ya hemos visto en la oración personal.

En general, todos los santos han apreciado mucho la dirección espiritual. Un acto de obediencia vale más, y da más gloria a Dios que la más perfecta de nuestras realizaciones. El grado de nuestra caridad es el grado de nuestra obediencia. El grado de gracia que recibimos está directamente proporcionado al modo en que obedecemos.

Jesús, en su vida oculta en Nazaret, nos enseña el valor de ser instrumentos en las manos de Dios: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49), les dice Jesús a sus padres en Jerusalén. Valen más las virtudes en las que subraya la causa principal, que es Dios.

La obediencia no es contraria a la libertad. Al contrario. Sólo se puede obedecer si uno es verdaderamente libre para buscar el bien, para hacer la voluntad de Dios que nos liberta auténticamente.

«La perfección del hombre no está tanto en el "auto control" ya que, por naturaleza somos lábiles e inestables. La perfección más bien está en la capacidad de adaptarse al ritmo de Dios; en buscar sosegadamente la unión con Dios —presente también en el mundo— por medio de la donación de sí mismo» (cfr. J.B. Torelló, Psicología abierta, pp. 51-53).

Jesús, en Nazaret, se entrega plenamente a vivir según el “ritmo de Dios”. Ese es su alimento diario: cumplir la voluntad de su Padre, que se manifiesta en el trabajo ordinario al que dedica la mayor parte de su día, y en las obligaciones familiares y sociales que tenía en la pequeña aldea.

San Josemaría utilizaba mucho una imagen expresiva para referirse a la obediencia. Dios nos pide ser dóciles como el barro en manos del alfarero (cfr. Jer 18, 6).

"Se precisa mucha obediencia al Director y mucha docilidad a la gracia [es decir, muchas ganas de conocer qué es lo que Dios quiere de nosotros, con plena certeza de que eso que quiere lo sabremos a través de la oración, de los acontecimientos de la jornada, de la dirección espiritual...]. —Porque, si no se deja a la gracia de Dios y al Director que hagan su obra [se trata de dejar hacer, de ser humildes y dóciles; se trata de abrir el alma para que puedan intervenir con plena claridad], jamás aparecerá la escultura, imagen de Jesús [eso es a lo que queremos llegar: ser otros Cristos], en que se convierte el hombre santo" (San Josemaría, Camino, n. 56).

Miremos a María cómo escuchaba la voz del Espíritu Santo. Ponderaba, meditaba, estaba deseosa de cumplir fielmente la voluntad de Dios con su fiat repetido mil veces al día.

9. Vida Pública. Apostolado

Jesús comienza su Vida Pública en el Río Jordán.

Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: «Este es el Cordero de Dios». Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?». Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». Él les dijo: «Venid y veréis». Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima”. (Jn 1, 35-39).

Jesús comenzó a hacer y enseñar (cfr. Lc 1, 1). Primero a hacer, a obedecer, a cumplir fielmente su deber ordinario en Nazaret. Luego, cuando llega el momento, comienza a enseñar. Los 30 años de Nazaret han sido como una preparación larga para su vida pública. Santo Tomás decía que el apostolado es “contemplata aliis tradere”, dar a los demás lo que previamente se ha contemplado. La oración y la vida contemplativa preceden siempre al apostolado.

Desde el comienzo de su Vida Pública, Jesús decide formar un pequeño grupo de discípulos que se reúnen en torno a Él. Era como una pequeña familia: como un trasunto de la Familia de Nazaret. Al principio no se dirige a las grandes multitudes. Con esto nos quiere enseñar que el Evangelio, la Buena Noticia que Él trae al mundo (que es el Amor de Dios por los hombres), se ha de propagar por irradiación, es decir, como el calor de una brasa encendida que, constante y eficazmente, sube la temperatura del ambiente en el que está colocada.

Ser apóstol es “ser enviado” a una misión. Jesús llama apóstoles a sus discípulos, porque Él los envía a dar testimonio. Los apóstoles lo son siempre, no sólo cuando predican o hacen milagros. Los apóstoles son “Cristo que pasa” al lado de los hombres. Hacemos apostolado en todo momento, con la oración, el ejemplo, las palabras y las obras.

El apóstol es un hombre (o una mujer) celoso. La palabra “celo”, en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (DRAE) tiene como primeros significados el “cuidado, diligencia y esmero que alguien pone al hacer algo” (1°) o “interés extremado y activo, que alguien siente por una causa o por una persona” (2°).

Al presenciar los discípulos de Jesús el episodio de la expulsión de los mercaderes del templo, recuerdan que estaba escrito “el celo de tu casa me consume” (Jn 2, 17 y cfr. Salmo 69, 9).

San Josemaría, en 1938, escribió lo que más tarde sería el punto 934 de Camino. Vale la pena revisar los dos textos. El segundo dice lo siguiente:  

El celo es una chifladura divina de apóstol, que te deseo, y tiene estos síntomas: hambre de tratar al Maestro; preocupación constante por las almas; perseverancia, que nada hace desfallecer” (Camino 934).

La ficha original de 1938 explica un poco más el punto de Camino:

"Manifestaciones del celo apostólico: hambre de tratar al Maestro. Oración, Penitencia, Estudio, no ciencia infusa. Teresa, ora; Ignacio, obra: Preocupación constante (las almas que no conocen a Cristo, las que le desprecian) sin perder la paz (chifladura). Comparar con las aficiones de los mundanos: Perseverancia, que nada hace desfallecer. Crecerse ante los obstáculos" (cfr. Pedro Rodríguez, Camino: Edición crítico-histórica).

Todos los cristianos somos apóstoles. Hemos recibido, con el Bautismo, el mandato de evangelizar. Cada uno lo hará en sus circunstancias personales. Nadie puede dispensarse de esta misión. En todo momento hemos de mostrar a Cristo a los demás. Y no lo podremos hacer si antes no nos hemos llenado de Él, mediante la oración diaria (“hambre de tratar al Maestro”).

La siguiente característica es “preocupación constante por las almas”. Nos interesan todas las almas (personas), como a Jesús. Pero es comprensible que nos ocupemos principalmente de las que Dios pone (ha puesto o pondrá) a nuestro lado: la familia, los compañeros de estudio o trabajo, etc. Nuestro mayor interés tendría que ser acercar almas a Dios. No porque nos sintamos superiores o con mayor sabiduría que los demás. El verdadero apóstol es siempre humilde y está abierto a aprender muchas cosas de los que le rodean. Pero siente el impulso de que, en su camino hacia Dios, haya otros que le acompañen, y comparte su amor a Dios con los demás.

Por último, el apóstol es “constante”, con una perseverancia que nada haga desfallecer. Sabe que el bien que pueda hacer a los demás no se nota de modo inmediato. Su misión es sembrar y no cansarse nunca de sembrar; con su oración, con su ejemplo, por medio de una palabra oportuna, con su vida entera. El apóstol no se fija tanto en los resultados de su apostolado. Muchas veces no se ven. Hay otro punto de Camino que lo refleja muy bien.

“No se veían las plantas cubiertas por la nieve. —Y comentó, gozoso, el labriego dueño del campo: "ahora crecen para adentro". —Pensé en ti: en tu forzosa inactividad... —Dime: ¿creces también para adentro?” (Camino 294).

María es la Reina de los apóstoles. ¿Cuál fue el apostolado de la Virgen? Decir miles de veces al día: “fiat; ecce ancilla Domini”.

Nosotros podemos hacer lo mismo que Ella: servir donde el Señor nos quiera. Para eso hemos venido al mundo. Podemos repetir esta jaculatoria que nos enseñó San Josemaría: “Si tú lo quieres, yo también lo quiero”.

Todos somos diferentes. Nuestras circunstancias son diversas. Podemos estar enfermos o no tener las cualidades necesarias para un determinado trabajo. Sin embargo, todo podemos amar lo que el Señor quiere de nosotros, aunque sea algo muy sencillo y oculto. La importancia del apostolado no está en la magnitud de las empresas a las que nos dediquemos sino en el amor a Jesucristo que ponemos en ellas.

Aprendamos de Nuestra Señora a ser útiles a los demás, a pensar en sus necesidades, a facilitarles la vida aquí en la tierra y su camino hacia el Cielo. Ella nos da ejemplo:

“En medio del júbilo de la fiesta, en Caná, sólo María advierte la falta de vino... Hasta los detalles más pequeños de servicio llega el alma si, como Ella, se vive apasionadamente pendiente del prójimo, por Dios” (San Josemaría, Surco, 631).