domingo, 11 de noviembre de 2018

Las viudas pobres, ejemplo de fe


En este domingo, XXXII del TO, la Iglesia nos presenta, en la Liturgia de la Palabra, la historia de dos viudas pobres, que nos dan un ejemplo admirable de fe.

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La primera vivió en Sarepta, una ciudad del actual Líbano, en el siglo IX antes de Cristo. Era muy pobre. Tenía un hijo. Había sufrido casi tres años de escasez, por la falta de lluvia en todo el país.

Un día, nos cuenta el Primer Libro de los Reyes, estaba recogiendo leña a las puertas de la ciudad. En eso, ve que llega un extranjero del sur: era el profeta Elías, que había sido enviado ahí por Dios.

Los orientales están llenos de hospitalidad y, cuando el profeta le pide que le dé un poco de agua para beber, ella deja su ocupación se apresura a hacerlo. Pero Elías le pide, además, algo para comer. Entonces ella le revela toda su penuria: no tiene más que un poco de harina y aceite para hacer un panecillo y pensaba dividirlo con su hijo, y luego prepararse para morir, porque no lo queda nada más.

Elías le pide que tenga fe y le dice, en nombre del Dios de Israel, que no le faltará el sustento y es generosa y le da a él todo lo que tiene.

Es sorprendente la fe de esta pobre viuda que escucha al profeta, ve en él a un enviado de Dios, y está dispuesta a confiar en él (y sobre todo en Dios), y deja vacía la orza de harina y la alcuza de aceite para dar de comer al forastero.

Dios le premió su fe porque, a partir de entonces, de modo milagroso, no se vaciaron la orza ni la alcuza, hasta que volvió a llover en aquellas tierras.

La otra viuda vivió ochocientos años después, en Jerusalén. También era pobre y pasaba necesidad. La Ley de moisés preveía que se ayudará a las viudas y a los huérfanos. Pero ella no tenía ni lo necesario para vivir. En cambio, muchos fariseos, escribas y doctores de la Ley acumulaban dinero y eran insensibles a las necesidades de sus hermanos más pobres.

San Marcos nos cuenta como Jesús había llegado a Jerusalén para sufrir su Pasión y Muerte en la Cruz. Vivía en Betania y, en aquella última semana de su vida en la tierra, se alojaba en la casa de sus amigos Lázaro, Marta y María. Pero todos los días iba a la Ciudad Santa para predicar en el Templo sus últimas enseñanzas a los judíos.

Uno de aquellos días, después de hablar a los judíos de distintos temas, entre ellos de la necesidad de que fueran más humildes y vivieran mejor la caridad con los pobres y necesitados, se sentó delante del gazofilacio, la alcancía en la que ponían sus donativos los judíos para la manutención del Templo.

El Señor observaba a la gente que pasaba por ahí. Él veía el dinero que echaban en la hucha pero, sobre todo, se fijaba en su corazón. Jesús sabía perfectamente lo que había en cada hombre. Los más ricos echaban mucho dinero, pero muchos de ellos no lo hacían con rectitud de corazón, sino por vanidad o por quedarse tranquilos ellos mismos con su conciencia. No lo hacían por amor a Dios y daban de lo que les sobraba. No hacían un verdadero sacrificio. Su ofrenda no era agradable a Dios, que mira las intenciones más profundas del alma.

En cambio, el Señor se fijó en la viuda pobre que, desconocida e insignificante, sin que nadie le diera importancia y oculta a los ojos de los hombres, había guardado dos blancas o pequeñas monedas, que hacían un cuadrante y no tenían ningún valor material. Pero esas moneditas era lo único que la viuda poseía.

Aquella viuda tenía un gran amor a Dios. Iba al templo todos los días. Era parecida a Ana, aquella mujer que había recibido a Jesús el día de la Purificación de Nuestra Señora y que era una mujer anciana y llena de Dios.

La viuda hace su ofrenda y da todo lo que tiene. Jesús se fija en ella y llama a los discípulos que están cerca de él, descansando  también, y les pide que miren a la viuda: que sepan valorar lo que realmente tiene valor y no se queden en las apariencias de tener más estima por todos los hombres “importantes” que daban mucho dinero para el Templo.

Jesús aprecia mucho más el donativo de la viuda, porque ha dado todo lo que tiene.

Es una enseñanza maravillosa del Señor que nos invita a ser generosos, a confiar en Dios y a entregar nuestra vida totalmente y sin reservas, confiando plenamente en que nunca nos faltará la protección del Señor en nuestra vida si actuamos así.

Vivir de fe. Abandonarnos en Dios. Confiar en Él. Ese es el camino. Ese es el estilo de vida que quiere el Señor para sus discípulos.

En la Segunda Lectura, leemos en la Carta a los Hebreos acerca de la Misa, único Sacrificio, que Jesús ofreció una sola vez en el Calvario. Cuando participamos de este Sacrificio nos unimos al Sacrificio de la Cruz. Es la mejor ofrenda. Nosotros damos todo lo poco que tenemos (dos moneditas, como la viuda del Templo), pero eso adquiere un valor infinito al unirse al Sacrificio de Cristo.  

Hoy le pedimos a Nuestra Madre, Auxilio de los cristianos, Refugio de los pecadores, Consoladora de los afligidos, que purifique nuestro corazón y lo haga grande y generoso para confiar en Dios y estar dispuestos a darlo todo porque ¡vale la pena! ponernos en sus manos.


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