sábado, 27 de octubre de 2018

Señor, ¡que vea!


La última curación que hace Jesús, narrada por los Evangelios, es la de Bartimeo. Leeremos este pasaje de San Marcos mañana, en la Misa del 30° domingo del Tiempo Ordinario (cfr. Mc 10, 46-52).

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El Señor había pasado por Jericó. Se había hospedado en casa de Zaqueo y, al salir de la ciudad iba rodeado de una gran cantidad de gente, en su camino hacia Jerusalén.

Es entonces cuando Bartimeo, hijo de Timeo, ciego que estaba pidiendo limosna a la vera del camino, recibe la noticia de que es Jesús de Nazaret quien va pasando por ahí y levanta tanto revuelo. Bartimeo, ni corto ni perezoso, grita (¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Incansablemente, repite una y otra vez esa exclamación de esperanza: ¡Hijo de David, ten piedad de mí!

Bartimeo llama a Jesús “Hijo de David”, es decir, Rey Mesías, misericordioso como Dios. También le llama “Jesús”.

“El nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: Jesús (…) El Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el hombre y toda la Economía de la creación y de la salvación. Decir “Jesús” es invocarlo desde nuestro propio corazón” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2666).

El Señor escucha los gritos de Bartimeo y lo manda llamar. Los que están a su lado le dicen: “¡Ánimo!, levántate, te llama”. Y él, ciego como era, arroja su manto, da un salto y se acerca a tientas a Jesús.

Bartimeo es un ejemplo de oración insistente. Quizá no haya escuchado lo que había dicho Jesús al respecto: “Pidan y se les dará, llamen y se les abrirá, busquen y recibirán…”, pero su fe era grande y por eso insistía tanto.

Por otra parte, también la fe le lleva a despreocuparse y desprenderse de todo lo que tenía: su manto, que lo cubría y protegía del frío. En ese momento, lo único importante es acercarse al Señor. No le importa estar ciego. Sabe que si Jesús lo llama Él también hará que pueda llegar a su lado.

Al llegar con Jesús escucha la voz del Señor que le pregunta “¿Qué quieres que te haga?”. Bartimeo, sin más preámbulo responde: “Domine, ut videam”. “Maestro, que vea”.

Los autores espirituales han visto en estas palabras una doble petición: qué vea cono los ojos de la carne, pero también que vea con los ojos del espíritu. ¡Qué te vea a ti, Jesús, Hijo de David, Hijo de Dios!

Es notable la sencillez del diálogo de Bartimeo con Cristo. Es una muestra de la sencillez de su fe.

Benedicto XVI, en una conversación con sacerdotes de Roma, explicaba muy bien como, por un lado, la fe tiene contenidos elaborados pero, por otro, es muy sencilla (como la de Bartimeo).

“Así pues, deberíamos dar a conocer y comprender –en la medida de lo posible– el contenido del Credo de la Iglesia, desde la creación hasta la vuelta del Señor, hasta el mundo nuevo. La doctrina, la liturgia, la moral y la oración –las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia católica– indican esta totalidad de la voluntad de Dios. También es importante no perdernos en los detalles, no dar la idea de que el cristianismo es un paquete inmenso de cosas por aprender. En resumidas cuentas, es algo sencillo: Dios se ha revelado en Cristo. Pero entrar en esta sencillez –creo en Dios que se revela en Cristo y quiero ver y realizar su voluntad– tiene contenidos y, según las situaciones, entramos en detalles o no, pero es esencial hacer comprender por una parte la sencillez última de la fe” (Benedicto XVI, 10-III-2011).  

Una buena manera de pedir que el Señor aumente nuestra fe es decirle: ¡Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea!

Esta jaculatoria la repitió miles de veces san Josemaría Escrivá de Balaguer, desde muy joven, para que Jesús le mostrara cuál era su voluntad para él.

Cuando era seminarista en Zaragoza, pasó muchas horas delante de Jesús Sacramentado y acudía diariamente a la Basílica del Pilar, llevando en sus labios la petición de Bartimeo.

"Desde que sentí aquellos barruntos de amor de Dios, dentro de mi poquedad busqué realizar lo que El esperaba de este pobre instrumento. (...) Y, entre aquellas ansias, rezaba, rezaba, rezaba en oración continua. No cesaba de repetir: Domine, ut sit!, Domine, ut videam!, como el pobrecito del Evangelio, que clama porque Dios lo puede todo. ¡Señor, que vea! ¡Señor, que sea! Y también repetía, (...) lleno de confianza hacia mi Madre del Cielo: Domina, ut sit!, Domina, ut videam! La Santísima Virgen siempre me ha ayudado a descubrir los deseos de su Hijo" (cfr. Biografía resumida de vatican.va).

Por eso, en Forja, san Josemaría nos da un consejo muy valioso:  

“Ponte cada día delante del Señor y, como aquel hombre necesitado del Evangelio, dile despacio, con todo el afán de tu corazón: Domine, ut videam! —¡Señor, que vea!; que vea lo que Tú esperas de mí y luche para serte fiel (Forja, n. 318)”.

La fe nos permite ver las realidades sobrenaturales. Es tener el punto de mira de Dios, no el nuestro que tiene unos alcances muy cortos. La fe nos permite mirar las cosas humanas como Dios las ve.

Mientras estamos en esta tierra no podremos ver todo con la claridad de Dios, pero si pedimos con confianza: “Señor, que vea”, el Espíritu Santo ira mostrándonos, cada vez más, el sentido de los trazos divinos en nuestro caminar terreno.

La fe es oración, pero también es vida: vida de fe. Lo vemos en Bartimeo que pide con insistencia y, cuando llega el momento, se levanta, arroja su capa y va al encuentro de Cristo.

El Evangelio nos dice que, después de su curación, Bartimeo seguía a Jesús por el camino hacia Jerusalén, hacia su Pasión, Muerte y Gloriosa Resurrección. Seguramente habrá sido un fiel discípulo del Señor a partir de aquel momento trascendental de su vida.

Acudamos a María, Maestra de fe, para que nos ayude a seguir a Cristo muy de cerca mientras caminamos hacia la Jerusalén Celestial.


sábado, 20 de octubre de 2018

Beber el Cáliz del Señor

San Marcos, cada domingo, nos va ayudando a seguir a Jesús en su camino hacia Jerusalén. Es su último viaje. Cada semana vamos avanzando, junto a Él, hacia su Pasión, Muerte y Resurrección

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El domingo pasado tuvimos la ocasión de presenciar el encuentro del Señor con el joven rico, y la conversación posterior con sus discípulos sobre la importancia de seguir a Cristo dejando atrás todas las ataduras que nos impiden acompañarlo en su camino hacia la Cruz.

Este próximo domingo (29° del Tiempo Ordinario, Ciclo B), es decir, mañana, seremos testigos de la petición de una madre: Salomé. Jesús acababa de anunciar, por tercera vez, su Pasión, con palabras muy claras, como lo había hecho en dos ocasiones anteriores. En ninguna de las tres veces los discípulos consiguen entender algo de lo que Jesús quería decirles. Siempre reaccionan de un modo desconcertante.

Primero, Pedro toma a Jesús y trata de disuadirlo. La reacción del Señor es contundente: “apártate de mí, Satanás, porque tus pensamientos no son de Dios, sino de los hombres”. En la segunda ocasión, los discípulos después de oír al Señor, que les habla de la Cruz, se enfrascan en una discusión sobre quién de ellos sería el mayor. Ahora, cuando Jesús les vuelve a hablar por tercera ocasión de su Muerte y Resurrección ya cercanas, son Juan y Santiago, los hijos del Zebedeo (y de Salomé) quienes, de alguna manera, a través de una madre dispuesta a interceder por ellos a toda costa, manifiestan su deseo de estar a la derecha y a la izquierda de Jesús en sus futuro Reinado.

La actitud decidida del Señor, que iba camino de Jerusalén con el rostro firme y delante de ellos, les hace suponer que por fin ha llegado el tiempo de instaurar el Reino del cual Jesús les había hablado tanto. Pero no entendían la naturaleza verdadera de ese Reino. Por eso, Jesús, no se cansa en insistirles en que no se trata de un Reino como los de este mundo, sino mucho más valioso: es un Reino eterno y universal; de verdad, gracia y santidad; de justicia, amor y paz. Pero para alcanzarlo es necesario beber su Cáliz (el de Jesús) y bautizarse con el Bautismo con el que el Señor tendrá que ser bautizado. Son alusiones directas y claras a su Pasión y Muerte.

Todos los días, en la Santa Misa, los sacerdotes pueden decir en su interior (o externamente, si celebran en el Rito Extraordinario) las siguientes palabras, justo antes de beber el Cáliz con la Sangre del Señor:

“Quid retribuam Domino, pro omnibus quae retribuit mihi. Calicem salutaris accipiam et nomen Domini invocabo. Laudans invocabo Domini et ab inimicis meis salvus ero”. [“¿Cómo podré pagarle al Señor por todo el bien que me ha hecho? Tomaré el Cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor. Lo invocaré con alabanzas y me veré libre de mis enemigos”].

Esta oración no solamente nos ayuda a prepararnos para recibir la Sangre de Cristo, también presente en la Sagrada Forma, sino que es un acto de entrega para estar dispuestos a beber el Cáliz del Señor, como Él lo bebió, dando su Vida por todos los  hombres.

En las fiestas de los apóstoles, la Antífona de la Comunión suele ser la siguiente:

“Calicem Domini biberunt, et amici Dei facti sunt” [“Bebieron el Cáliz del Señor y fueron hechos amigos de Dios”].

Cuando Jesús les pregunta a los apóstoles Juan y Santiago si están dispuestos a beber su Cáliz y ser bautizados con su Bautismo, ellos responden: Possumus! ¡Podemos!

Nosotros, al meditar esta escena del Evangelio, también queremos responder lo mismo: “¡Podemos!”, es decir, queremos beberlo, y sabemos que podemos hacerlo porque el Señor nos dará la gracia para apurar el cáliz hasta las heces, con alegría y disposición plena de entrega.  

Solos no podemos. Como los apóstoles, somos cobardes. Pero, Jesús nos ha elegido y nos dará la fuerza para no apartarnos de Él.

San Josemaría nos ayuda a revivir la escena del Evangelio:  

“Recordad las escenas tremendas, que nos describen los Evangelistas, en las que vemos a los Apóstoles llenos aún de aspiraciones temporales y de proyectos sólo humanos. Pero Jesús los ha elegido, los mantiene junto a Él, y les encomienda la misión que había recibido del Padre.

También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem, quem ego bibiturus sum?: ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz —este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre— que yo voy a beber? Possumus!; ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar” (Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 15b).

No es presunción responder al Señor con un Possumus!, como lo hicieron Santiago y Juan. Sobre todo, si nos podemos junto a Nuestra Madre. Ella nos podrá, como en una patena, en su Corazón Inmaculado, para presentarnos ante su Hijo como una ofrenda agradable a Dios.
  

sábado, 13 de octubre de 2018

El Tesoro de la Sabiduría


Las lecturas de la mañana (Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario) nos hablan de la Sabiduría. ¿En qué consiste? ¿Quién puede acceder a Ella? ¿Dónde hemos de buscarla? ¿Cómo conservar ese Tesoro?

 

1. ¿En qué consiste?

La Sabiduría es Jesucristo. Es el Hijo de Dios, conocido por el Padre. En Él está toda la Sabiduría. Él es la Palabra.

Por lo tanto, cuando hablamos de la Sabiduría, nos referimos a Dios mismo. Esta Sabiduría increada es eterna. En Ella está toda la Verdad, toda la Bondad, toda la Belleza.

Nosotros, los hombres, no podemos abarcar todo el Misterio de la Sabiduría divina. Pero Dios nos abre la posibilidad de conocerla en Cristo. Jesús nos comunica, en Él mismo, la Sabiduría de Dios. Conocer a Jesucristo es conocer a Dios en toda su Sabiduría. Nunca podremos abarcar totalmente (totaliter) la Sabiduría divina, pero sí podemos acceder a toda ella (totum), en Cristo por el Espíritu Santo.

En nosotros, la palabra “Sabiduría” también se puede escribir con mayúscula, si se trata de la Sabiduría de Dios participada. Esa es la verdadera Sabiduría. Todas las demás son “sabiduría” con minúscula. Las ciencias, las artes, los conocimientos humanos, son “sabudurías”, pero no “Sabiduría”.

2. ¿Quién puede acceder a la Sabiduría?

Como hemos visto, nosotros podemos hacerlo, en Jesucristo. Conocer a Cristo es conocer la Sabiduría de Dios. En el Antiguo Testamento se menciona la Sabiduría (1ª Lectura) como lo más apetecible, lo que el hombre debe buscar con todas sus fuerzas.

“Supliqué y me fue dada la prudencia, invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos y a su lado en nada tuve la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro ante ella es un poco de arena y junto a ella la plata es como el barro. La quise más que a la salud y la belleza y la preferí a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, tiene en sus manos riquezas incontables” (Sb 7, 7-11).

El autor del Libro de la Sabiduría escribe todo esto, inspirado por el Espíritu Santo, como preparación para la revelación de la Sabiduría en Jesucristo.

3. ¿Dónde hemos de buscar la Sabiduría?

Sólo en Jesucristo. Las semina Verbi, las semillas del Verbo (San Justino), están en muchos lugares (la creación, las religiones antiguas, etc.), pero sólo podemos encontrar plenamente la Sabiduría en el Verbo encarnado.

Las palabras de Cristo son fuente de Sabiduría. A través de ellas (el Evangelio) Dios nos da a conocer al Hijo. La Palabra se manifiesta en sus palabras.

“La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón. Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas” (Hb 4, 12-13).

Las palabras de Cristo son como una espada de doble filo. Conocerlas, meditarlas, llevarlas a nuestra vida…, nos permiten disponernos a conocer la verdadera Sabiduría. Realmente, es el Espíritu Santo quien nos lleva al Hijo y nos llena de Sabiduría. De hecho, el primero de sus dones es precisamente el Don de Sabiduría.

4. ¿Cómo conservar el Tesoro de la Sabiduría?

En primer lugar, aprendiendo de los relatos evangélicos, como el del joven rico, que se acercó a Jesús corriendo, se arrodillo ante Él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» (cfr. Mc 10, 17-30).

Las respuestas del Señor son como una “espada de doble filo” que penetra en el corazón del joven y descubre sus fortalezas y debilidades. Tiene buena intención, ha cumplido los mandamientos de la ley, pero no ha descubierto la Sabiduría del Amor, de la entrega de su vida, del desprendimiento de los bienes materiales. Se descubre que tiene un corazón todavía pequeño y que le falta la verdadera libertad interior. Su “querer” no es auténtico. Por eso se va “triste”.

Los discípulos, en cambio, han ido dando pasos para creer en Cristo y recibir su Sabiduría. Han dejado todas las cosas para seguirlo y acabarán por dar su vida por defender el Evangelio.

¿Cuál es el secreto para avanzar en la búsqueda de la Sabiduría y conservar ese Tesoro? La fe en Cristo: “Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20), dice San Pablo. La Sabiduría de la Cruz es la Sabiduría del Amor. Es la Llave para descubrir todos los Tesoros que el Señor quiere darnos a conocer. «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo» (Mc 10, 30).

La Sabiduría de la Cruz nos lleva a la Eucaristía, nuestro mayor Tesoro, porque contiene al mismo Autor de la Gracia y de la Sabiduría.    

Benedicto XVI decía el 10-III-2011 a los sacerdotes de la diócesis de Roma:

“El mundo tiene curiosidad de conocer todo, mucho más nosotros deberemos tener la curiosidad de conocer la voluntad de Dios: ¿qué podría ser más interesante, más importante, más esencial para nosotros que conocer lo que Dios quiere, conocer la voluntad de Dios, el rostro de Dios? Esta curiosidad interior debería ser también nuestra curiosidad por conocer mejor, de modo más completo, la voluntad de Dios. Debemos responder y despertar esta curiosidad en los demás, curiosidad por conocer verdaderamente toda la voluntad de Dios, y así conocer cómo podemos y cómo debemos vivir, cuál es el camino de nuestra vida” (Benedicto XVI)..

Animaba a los sacerdotes a acudir a las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia Católica (doctrina, liturgia, moral, oración), que nos introducen a la totalidad de la voluntad de Dios.

La Revelación de Dios es algo sencillo, pero hay que entrar en esa sencillez. Ser dóciles al Espíritu Santo que nos hará comprender la sencillez última de la fe.

“Descubriremos que en la oscuridad aparente hay mucha Luz. Que la Verdad es bella. La voluntad de Dios es buena, es la bondad misma” (Benedicto XVI).

María es “Sede de la Sabiduría”. En este mes de octubre, mes del Rosario, podemos proponernos contemplar cada uno de los Misterios del Rosario para, a través de esa contemplación amorosa, descubrir la Sabiduría, por medio del ejemplo y de la intercesión de Nuestra Señora.


sábado, 6 de octubre de 2018

Sub Tuum Praesidium...


Mañana recordamos en toda la Iglesia la memoria de Nuestra Señora del Rosario. El Papa Francisco ha tenido una iniciativa estupenda para este mes de octubre (mes del Rosario). Nos ha pedido a todos que recemos diariamente el Santo Rosario y al final acudamos a la Virgen con la oración más antigua dirigida a Ella.

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Recogemos el comunicado de la oficina de prensa de la Santa Sede, que incluye las oraciones “Sub tuum presidium” y al arcángel san Miguel, expresamente mencionadas por el Papa.

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El Santo Padre ha decidido invitar a todos los fieles, de todo el mundo, a rezar cada día el Santo Rosario, durante todo el mes mariano de octubre y a unirse así en comunión y penitencia, como pueblo de Dios, para pedir a la Santa Madre de Dios y a San Miguel Arcángel que protejan a la Iglesia del diablo, que siempre pretende separarnos de Dios y entre nosotros.

En los últimos días, antes de su partida a los Países Bálticos, el Santo Padre se reunió con el P. Fréderic Fornos S.I., Director internacional de la Red Mundial de Oración por el Papa, y le pidió que difundiera su llamamiento a todos los fieles del mundo, invitándoles a terminar el rezo del Rosario con la antigua invocación “Sub Tuum Praesidium”, y con la oración a San Miguel Arcángel, que protege y ayuda en la lucha contra el mal (ver Apocalipsis 12, 7-12).

La oración –afirmó el Pontífice hace pocos días, el 11 de septiembre, en una homilía en Santa Marta, citando el primer libro de Job–, es el arma contra el Gran acusador que vaga por el mundo en busca de acusaciones”. Sólo la oración puede derrotarlo. Los místicos rusos y los grandes santos de todas las tradiciones aconsejaron, en momentos de turbulencia espiritual, protegerse bajo el manto de la Santa Madre de Dios pronunciando la invocación “Sub Tuum Praesidium”.

La invocación “Sub Tuum Praesidium” dice lo siguiente:

“Sub tuum praesidium confugimus Sancta Dei Genitrix. Nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus, sed a periculis cunctis libera nos semper, Virgo Gloriosa et Benedicta”.
[Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todo peligro, ¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!].

Con esta solicitud de intercesión, el Santo Padre pide a los fieles de todo el mundo que recen para que la Santa Madre de Dios, ponga a la Iglesia bajo su manto protector, para defenderla de los ataques del maligno, el gran acusador, y hacerla, al mismo tiempo, siempre más consciente de las culpas, de los errores, de los abusos cometidos en el presente y en el pasado y comprometida a luchar sin ninguna vacilación para que el mal no prevalezca.

El Santo Padre también ha pedido que el rezo del Santo Rosario durante el mes de octubre concluya con la oración escrita por León XIII:

“Sancte Michael Archangele, defende nos in proelio; contra nequitiam et insidias diaboli esto praesidium. Imperet illi Deus, supplices deprecamur: tuque, Princeps militiae caelestis, Satanam aliosque spiritus malignos, qui ad perditionem animarum pervagantur in mundo, divina virtute, in infernum detrude. Amen”.
[San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha. Sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio. Que Dios manifieste sobre él su poder, es nuestra humilde súplica. Y tú, oh Príncipe de la Milicia Celestial, con el poder que Dios te ha conferido, arroja al infierno a Satanás, y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas. Amén].

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A continuación reproducimos parte del artículo sobre la oración Sub Tuum Praesidium del portal PrimerosCristianos.

La oración Sub tuum praesidium es un testimonio entrañable, probablemente el más antiguo y el más importante en torno a la devoción a Santa María. Se trata de un tropario (himno bizantino) que llega hasta nosotros lleno de juventud. Es quizás el texto más antiguo en que se llama Theotokos a la Virgen, e indiscutiblemente es la primera vez que este término aparece en un contexto oracional e invocativo.

Edgar Lobel, experto en papirología de la Universidad de Oxford,  dedicó su vida al estudio de los papiros encontrados en Egipto. Como es conocido, el clima extremadamente seco de la mayor parte de Egipto ha hecho que se conserven multitud de fragmentos de papiros antiquísimos, con textos de hace milenios, en griego y en copto. Muchos de estos textos se habían perdido. En otros casos, los papiros sirven para confirmar la antigüedad de textos que sí que se habían conservado a través de sucesivas copias o traducciones.

Uno de estos papiros, descubierto en las proximidades de la antigua ciudad egipcia de Oxirrinco, contenía una oración a la Virgen. Y no cualquier oración, sino una plegaria que continuamos rezando hoy en día, la oración Sub tuum praesidium.

G. Giamberardini, especialista en el cristianismo primitivo egipcio,  en un documentado estudio ha mostrado la presencia del tropario en los más diversos ritos y las diversas variantes que encuentra, incluso en la liturgia latina.

La universalidad de esta antífona hace pensar que ya a mediados del siglo III era usual invocar a Santa María como Theotokos, y que los teólogos, como Orígenes, comenzaron a prestarle atención, precisamente por la importancia que iba adquiriendo en la piedad popular. Simultáneamente esta invocación habría sido introducida en la liturgia.

En el rito romano, su presencia está ya testimoniada en el Liber Responsalis, atribuido a San Gregorio Magno y es copiado en el siglo IX en la siguiente forma: “Sub tuum praesidium confugimus, Sancta Dei Genitrix”. Algunos manuscritos de los siglos X y XI, presentan unas deliciosas variantes de esta oración, manteniendo intacta la expresión Santa Dei Genitrix, en estricta fidelidad a la Theotokos del texto griego.

Se trata de traducciones fidelísimas del texto griego, tal y como aparece en el rito bizantino, en el que se utiliza la palabra griega eysplagknían, para referirse a las entrañas misericordiosas de la Madre de Dios.

La consideración de la inmensa capacidad de las entrañas maternales de la Madre de Dios está en la base de la piedad popular que tanta importancia dio al título Theotokos para designar a la Madre de Jesús.

Y quizás como lo más importante sea el hecho de que el testimonio del Sub tuum praesidium levanta la sospecha de que el título Theotokos se origina a mediados del siglo III en la piedad popular como invocación a las entrañas maternales de Aquella que llevó en su seno a Dios. Esta vez, quizás, la piedad popular fue por delante de la Teología. Al menos, es muy verosímil que así fuese.

Los fieles que, con sencillez, rezan esta oración a la Sancta Dei Genitrix, la Theotokos, la Madre de Dios,  porque la han recibido de manos de la Iglesia, son los que están más cerca de lo que transmitieron los primeros cristianos y, por lo tanto, más cerca de Cristo.

La versión latina esta oración ha sido inmortalizada en la música especialmente por Antonio Salieri y Wolfgang Amadeus Mozart.