sábado, 22 de septiembre de 2018

Reflexiones para orar en silencio (5)


Llegamos al fin de esos días de reflexión y oración en silencio. Hoy meditaremos sobre el Misterio pascual: la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión a los Cielos del Señor; precediendo estas meditaciones con la reflexión sobre Institución de la Eucaristía, por medio de la cual se anticipa el Misterio Pascual, y concluyéndolas con la contemplación de la Venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia, que hará vivo el Misterio Pascual hasta el fin de los tiempos.

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1. Institución de la Eucaristía. Santa Misa. Alma sacerdotal.

Jesucristo se ha encarnado para vivir entre nosotros, enseñarnos el Camino (que es Él mismo) hacia el Padre y mostrarnos los secretos del Reino de los Cielos. Pero, además de todo esto, ha querido darnos un medio para que podamos estar estrechamente unidos a Él en su entrega para la salvación del mundo: la Eucaristía.

Esto lo hizo en la Última Cena, el Jueves antes de su Pasión y Muerte. Ese día, en el Cenáculo, quiso anticipar sacramentalmente lo que sucedería al día siguiente. Es decir, quiso vivir anticipadamente el Misterio de su paso al Padre por medio de la entrega de sí mismo muriendo y resucitando. Pero lo hizo “sacramentalmente”, a través de signos que no solo significan, sino que contienen realmente lo que es significado. Los signos que utiliza son el pan y el vino.

Ya había hablado de esto el Señor a sus discípulos en el Discurso del Pan de Vida, en Cafarnaúm, al día siguiente de la primera multiplicación de los panes y peces.

“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 51).

Ahora, en el Cenáculo, el Señor hará más explícito este Misterio, tal como se narra en los tres Evangelios sinópticos y en la Primera Carta de San Pablo a los Corintios (los cuatro textos de la Institución de la Eucaristía), y la Iglesia lo resumen de manera admirable en el Canon Romano o Plegaria Eucarística I.

«La víspera de su pasión, Jesús tomó el pan en sus santas y venerables manos, y, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso, dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros". Del mismo modo, acabada la cena, tomó este cáliz glorioso en sus santas y venerables manos, dando gracias te bendijo y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía».

La “entrega” de Jesús por los hombres se llevará a cabo al día siguiente. Es voluntaria. Jesús acepta la violencia hecha sobre Él y transforma esa violencia en un acto de entrega, en un acto de amor. Gracias a esta primera transformación se realizan las demás: 2ª) la transformación de la muerte en vida (en el Cuerpo de Cristo), 3ª) la transformación (transubstanciación) del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, 4ª) nuestra propia transformación en Cristo (por medio de la Comunión) y 5ª) la transformación de toda la Creación en una Nueva Tierra y unos Nuevos Cielos al final de los tiempos.

Todo esto es gracias a la Eucaristía, por la cual se une nuestra alma al Sacerdocio de Cristo y podemos ofrecer con Él, por Él y en Él todas las realidades creadas (trabajo, familia, descanso, actividad humana en general, y toda la creación).

Terminamos con lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la Eucaristía en el n. 1324.

La Eucaristía es "fuente y cima de toda la vida cristiana" (LG 11). "Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua" (PO 5)”.

Nuestra Madre, Mujer Eucarística, está muy presente en la Eucaristía, pues el Cuerpo y la Sangre de su Hijo proceden de Ella misma, en el momento de la Encarnación.      
   
2. La oración en el Huerto. Vida de oración.

Después de haber instituido la Eucaristía en la Última Cena y haber dado a sus discípulos como su “testamento espiritual”, con muchas enseñanzas importantes (lavatorio de los pies, mandamiento de la caridad, alegoría de la vid, oración sacerdotal…), Jesús cruza el torrente Cedrón y se dirige al Huerto de Getsemaní, en la ladera del Monte de los Olivos, para comenzar su Pasión.

Era de noche. Judas no estaba entre los que acompañaban al Señor, pues había salido fuera del Cenáculo disimulando que iba a hacer alguna gestión relacionada con “la bolsa” de dinero que él llevaba. En realidad, fue a traicionar a Jesús: a venderlo por treinta monedas de plata.

En cambio, los demás discípulos —los once— sí acompañan al Señor a Getsemaní. Jesús pide que lo esperen a la entrada mientras Él se interna a un lugar más apartado, con Pedro, Juan y Santiago, que habían sido testigos de su Transfiguración seis meses antes.

Y ahí, postrado sobre una piedra, a la usanza de los hebreos, hace oración. Los tres discípulos lo observan, pues el Señor se había retirado aún más, como a un tiro de piedra.

No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Jesús habla con su Padre sobre el Cáliz que tiene que beber y lo mucho que le cuesta, humanamente, esa entrega de su vida. Pero asume plena y libremente la voluntad de su Padre.

Esa breve oración de Jesús es el modelo de toda oración cristiana: “Non mea voluntas, sed tua fiat”. Es un nuevo “fiat”, como el de su Madre, repetido miles de veces cada día. “Quiero lo que quieras, quiere porque quieres, quiero como quieras y quiero cuando quieras”. Es una oración, dirigida al Espíritu Santo, que solía decir san Josemaría Escrivá de Balaguer. Y también estas otras:

“Si Tú lo quieres, yo también lo quiero”. “Confío en Ti, descanso en Ti, me abandono en Ti”. “Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno” (Via crucis, 7ª estación, punto 7).

Es una oración de abandono confiado y alegre a la voluntad divina. Es la oración del niño que está completamente seguro de que su padre nunca le pedirá nada que no sea para mucho bien de toda la humanidad.

El Señor, con su ejemplo, nos muestra cómo empezar cualquier asunto en el que nos veamos metidos: con la oración, acudiendo a Dios, dejando en sus manos todo y pidiéndole que guie nuestros pasos.

La Virgen no estaba presente físicamente en ese momento tan importante de la vida del Señor. Al menos no la mencionan los Evangelios. Pero Jesús sentiría su presencia espiritual muy cercana. María no deja al Señor ni un momento solo. Le acompaña y vive en Ella todas las angustias y dolores de su Hijo. Ella nos enseñará a ser fuertes para nunca abandonar la oración, sino mantenernos continuamente en la presencia de Dios.  

3. Pasión y Muerte del Señor. Amor a la Cruz. Mortificación.

La Beata Catalina Emmerick (1774-1824) dice que, el Viernes Santo, mientras Jesús estaba en casa de Herodes, María fue al Huerto de los Olivos y desde ahí iba recorriendo todos los pasos que tuvo que pasar Jesús, se paraba en silencio, y lloraba y sufría con Él.

“La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los sitios en donde Jesús se había caído. Este fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús, aun antes de que se cumpliera (…). La Virgen pura y sin mancha consagró para la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo; para recogerlos como flores sobre el camino y ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe” (Beata Catalina Emmerick, La amarga Pasión de Cristo).

Nunca encareceremos lo suficiente la importancia, para la vida cristiana, de meditar la Pasión de Jesús. La Virgen lo pidió expresamente a las niñas videntes en Garabandal, en uno de los dos mensajes que les dio. Lo podemos hacer de muchas maneras: rezando los cinco misterios dolorosos del Rosario, meditando en as catorce estaciones del Via crucis, leyendo con calma la Sagrada Pasión del Señor en los Evangelios…

¿Por qué es tan importante meditar la Pasión del Señor? Porque la Pasión de Jesús es la manifestación suprema del Amor de Dios por cada uno de nosotros. ¿Cómo quedarnos insensibles a los sufrimientos de Cristo? ¿Cómo cerrar nuestro corazón y no conmovernos ante la entrega silenciosa del Señor, por amor nuestro, por salvarnos del pecado? ¿Cómo no agradecer infinitamente esa donación suya que nos consiguió la vida eterna?

Todos los santos han experimentado una viva devoción por la Pasión de Cristo. Muchos de ellos han hecho de su meditación el propósito central de su vida: imitar a Cristo, seguir a Cristo, vivir en Cristo, ser otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo lo podremos hacer si nos unimos estrechamente a su Sagrada Pasión.

¡Cuánto bien nos hará contemplar despacio, por ejemplo, las estaciones del Via crucis, y sabérnoslas de memoria para que podamos, cuando queramos, traerlas a la imaginación!

Otro modo, muy sencillo, de meditar la Pasión es mirar despacio al Crucifijo: “mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37). Nuestro Señor le reveló a Santa Gertrudis que quien mira devotamente el Crucifijo, siempre que le mira es mirado por Jesús con Amor.

Tu Crucifijo. —Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también”.

En una ocasión, San Buenaventura (franciscano) dijo a Santo Tomás (dominico), mirando al Crucifijo: «Este es el libro que me dicta todo lo que escribo. Lo poco que sé, aquí lo he aprendido».

Recordemos también las Siete Palabras que Jesús pronunció en la Cruz:

1.   "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." - Pater dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt (Lucas, 23: 34).
2.   "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso." - Amen dico tibi hodie mecum eris in paradiso (Lucas, 23: 43).
3.   "Mujer, ahí tienes a tu hijo. [...] Ahí tienes a tu madre." - Mulier ecce filius tuus [...] ecce mater tua (Juan, 19: 26-27).
4.   "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" - "¡Elí, Elí! ¿lama sabactani?" - Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me (Mateo, 27: 46 y Marcos, 15: 34).
5.   "Tengo sed." - Sitio (Juan, 19: 28).
6.   "Todo está cumplido." - Consummatum est (Juan, 19: 30).
7.   "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu." - Pater in manus tuas commendo spiritum meum (Lucas, 23: 46).
  
La Virgen nos enseñará a “estar” junto a la Cruz de su Hijo.

“Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús” (Camino 497).

4. Resurrección y Ascensión del Señor a los Cielos. Amor a la Virgen.

Una de las Siete Palabras que Jesús pronuncia en la Cruz es: “Consummatum est” (Jn 19, 30). El Señor llega al final de su vida aquí en la tierra habiendo cumplido perfectamente la voluntad de su Padre. ¿Cuáles serían los pensamientos de Nuestra Madre en esos momentos?

Indudablemente, la Virgen está llena de dolor: es la Dolorosa, por excelencia. San Juan Pablo II, mediante su Encíclica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), quiso proclamar un Año Mariano en el periodo que precedió a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de Cristo. En ese documento nos explica, maravillosamente, los sentimientos de María junto a la Cruz de su Hijo, su peregrinación en la fe, que indica, como decía el Papa, “la historia interior, es decir, la historia de las almas” (n. 6).

“Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad” (RM, 6).

Aunque la Virgen sufriera en lo más profundo de su alma el dolor de la muerte de su Hijo, no la veía como una derrota o un fracaso. Por el contrario, comprendía, por la gracia de Dios que había en Ella, que en ese momento se cumplía la profecía del Génesis (3, 15), porque era una Mujer de fe.

“Viene al mundo un Hijo, el « linaje de la mujer » que derrotará el mal del pecado en su misma raíz: « aplastará la cabeza de la serpiente ». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana. « La enemistad », anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la « mujer », esta vez « vestida del sol » (Ap 12, 1)” (RM, 11).    

Ya en la Cruz, María, por su fe, experimenta el gozo de la Resurrección de Cristo, su victoria sobre la muerte y el  pecado.

“Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la promesa, contenida en el protoevangelio: el « linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente » (cf. Gén 3, 15). Jesucristo, en efecto, con su muerte redentora vence el mal del pecado y de la muerte en sus mismas raíces. Es significativo que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame « mujer » y le diga: « Mujer, ahí tienes a tu hijo ». Con la misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en Caná (cf. Jn 2, 4). ¿Cómo dudar que especialmente ahora, en el Gólgota, esta frase no se refiera en profundidad al misterio de María, alcanzando el singular lugar que ella ocupa en toda la economía de la salvación? Como enseña el Concilio, con María, « excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne » (LG, 55)” (RM, 24).

Esto y mucho más podríamos meditar sobre el corazón de María que guardaba con gozo todos los hechos y palabras de la vida de su Hijo.

La “Mater Dolorosa” de la Cruz se convierte, en la Resurrección en la Mujer que es “Causa nostrae latitiae”, causa de nuestra alegría, como decimos en una de las letanías lauretanas.

La Cruz está unida inseparablemente a la Resurrección en la vida de Cristo y también en la de su Madre. No hay cristianismo sin Cruz, por una parte. Pero también, si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe.

Por otra parte, Cristo ha querido que, en nuestra propia regeneración intervenga María. Ella es Nuestra Madre: nos engendra en Cristo. Hace que renazcamos a una Nueva Vida. Por eso es Corredentora, Abogada y Medianera de todas las gracias.     

Ella estaba, después de la Ascensión de su Hijo a los Cielos, en medio de los apóstoles, reunidos en el Cenáculo, con una alegría que llenaba toda la habitación, porque experimentaba como ningún otro la nueva presencia y la alegría de Cristo, que estaba ya junto al Padre, pero también al lado de cada uno de sus discípulos y, desde la Cruz, también hijos de María.

5. La Venida del Espíritu Santo.

En esta última reflexión de nuestro retiro espiritual podemos meditar sobre la acción del Espíritu Santo en nuestra alma y en la Iglesia. Él es el Santificador. Tiene la Misión, recibida del Padre y del Hijo, de conducirnos a todos a la santidad, a unirnos con Dios Uno y Trino para siempre.

Dios Creador nos ha hecho, Dios Redentor nos ha salvado del mal, Dios Santificador nos lleva a la plenitud de la Vida, durante nuestra peregrinación terrestre.

Después de haber subido al Cielo, a la derecha de Dios Padre, Jesús Resucitado continúa presente en el mundo por medio de su Espíritu, que nos recuerda todo lo que el Señor nos dijo y nos lleva a identificarnos con Él, especialmente en la Sagrada Eucaristía.

En el designio eterno de Dios estaba previsto que hubiera una Primera Venida del Espíritu Santo, por decir así, Solemne. El Espíritu ya actuaba en el mundo desde la creación, pero es en Pentecostés cuando se revela el poder infinito de su acción santificadora.

Las pruebas sensibles de su presencia en la Iglesia son patentes: el ruido de viento impetuoso que llena toda la casa, las lenguas de fuego que se posan en cada uno de los que estaban ahí, la unidad de lengua que permite que todos se comprendan, aunque había habitantes de numerosos pueblos en esos días en Jerusalén. Todo eso lleva a la conversión de cinco mil nuevos fieles, que escuchan la fuerza de la predicación de Pedro y reciben el Bautismo.

Pero, también en el designio de Dios, estaba contemplado que, en adelante, las manifestaciones extraordinarias del Espíritu fueran menos frecuentes, hasta llegar a los Últimos Tiempos, en los que como dice Pedro en su discurso, citando al profeta Joel:

“'Sucederá' en los últimos días, dice Dios', 'que derramaré mi Espíritu sobre toda carne', 'y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas', 'y vuestros jóvenes tendrán visiones', 'y vuestros ancianos soñarán sueños.' 'Y sobre mis siervos y sobre mis siervas' 'derramaré mi Espíritu en aquellos días', 'y profetizarán.' 'Realizaré prodigios 'arriba' en el cielo' 'y señales abajo en la tierra', 'sangre, fuego y nubes de humo.' 'El sol se convertirá en tinieblas' 'y la luna en sangre', 'antes de que llegue' 'el día grande y manifiesto del Señor'. 'Y sucederá' 'que todo el que invoque el nombre del Señor' 'se salvará'” (Hech 2, 17-21).

Mientras no lleguen esos tiempos finales de la historia, el Espíritu actúa discretamente. Para ilustrar ese modo de obrar del Paráclito podemos recordar unas palabras que dirigió el Beato Álvaro del Portillo (1914-1994) a los fieles del Opus Dei en su carta del 1 de mayo de 1986:

«La actividad del Espíritu Santo pasa inadvertida. Es como el rocío que empapa la tierra y la torna fecunda, como la brisa que refresca el rostro, como la lumbre que irradia su calor en la casa, como el aire que respiramos casi sin darnos cuenta».

Ahora, al final de nuestras reflexiones, podemos agradecer el trabajo eficaz y silencioso del Paráclito en las almas en gracia, y pedirle a Nuestra Señora, Esposa del Espíritu Santo, que sepamos ser muy dóciles a sus inspiraciones.


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