sábado, 25 de agosto de 2018

Reflexiones para orar en silencio (1)


Comenzamos hoy una serie de cinco “posts” en los que nos detendremos a reflexionar un poco sobre los pilares en los que se apoyan nuestra fe y nuestro amor.

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Las siguientes meditaciones nos pueden ayudar, por ejemplo, para hacer unos días de retiro espiritual, ya sea un en un lugar apartado o, si no podemos, durante cinco días ordinarios (puede ser seguidos o uno cada semana) en los que dediquemos un tiempo para estar en silencio y plantearnos toda nuestra vida de cara a Dios.

En muchos países, especialmente en el hemisferio norte, comenzamos un nuevo curso y, después del tiempo de vacaciones, conviene hacer un parón en nuestra vida para preguntarnos qué nos pide el Señor y qué más podemos darle.  

1. Introducción

Quizá lo primero que nos preguntamos es ¿por dónde empiezo?, o también, ¿hacia dónde me dirijo; cuál es la meta de mi vida? La respuesta es clara. Nos la ofrece San Pablo: “Mihi vivere Christus est, et mori lucrum”. “Mi vivir es Cristo y la muerte, una ganancia”.

Siempre tenemos que comenzar estando con Cristo y buscando conocerlo más y mejor. En definitiva, nuestra vocación y nuestra misión en esta vida es “vivir en Cristo”, porque para eso hemos sido creados y ese es nuestro fin.

Pero para poder vivir en Cristo es necesario antes buscarlo. ¿Cómo? En el Pan y en la Palabra. En la Eucaristía y en la Sagrada Escritura. Todo, en un clima de oración: adorar, alabar, dar gracias… al Señor en la Sagrada Eucaristía. Y hacer oración con las palabras de los Evangelios y de toda la Escritura, en las que aprendemos a encontrarnos con la Palabra.

No se puede alcanzar la conversión del corazón si no dedicamos tiempo a escuchar la Voz del Espíritu en nuestro espíritu, mediante el silencio y el recogimiento interior. Esta es la primera condición para dejar que  el Espíritu Santo actúe y la llama de Pentecostés continúe encendida en nuestra alma: la interioridad, la oración.

La segunda condición es el examen de conciencia. San Agustín solía decir: “Gnoverim te, gnoverim me”. “Señor, que te conozca y que me conozca”. Buscar a Dios y buscar también el propio conocimiento. ¿Por qué? Porque la gracia supone la naturaleza. Lo sobrenatural supone lo natural. Dios no construye en el desorden, sino en el orden de una vida virtuosa. Es necesaria nuestra participación para alcanzar la santidad. Sin Él no podemos nada, pero “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín).

Hemos de conocernos para saber cómo somos, qué heridas tenemos en el alma (consecuencias del pecado original y de nuestros pecados personales), y cuáles son nuestras fortalezas humanas, para aprovecharlas y disponer nuestra alma y nuestras potencias para que Dios llene de su Amor toda nuestra persona.

Somos libres para amar. Tenemos una gran potencia, que es nuestra libertad. Tenemos toda la gracia que Dios nunca niega a quien la pide con humildad. Lo que hace falta es mantener viva nuestra esperanza y confiar en que estos días pueden ser un parte aguas en nuestra vida, con la ayuda de Nuestra Madre. 

2. Las verdades eternas. Llamada a ser hijos de Dios

Lo primero que hace cualquier persona al comenzar un nuevo trabajo es situarse. Se sitúa físicamente —revisando dónde está su lugar de trabajo, cuál es su relación con las demás áreas de la empresa— pero, sobre todo, existencialmente: cuál es mi misión en esta institución, qué se espera de mí, hacia dónde debo dirigirme en todo momento…

Nosotros también debemos situarnos en el universo creado, teniendo presente que estamos aquí porque Otro lo ha querido: Dios, que creó el Cielo y la Tierra. Hay que situarnos delante de Dios.

Dios creó al hombre, a los dos primeros hombres (hombre y mujer) de los cuales descendemos todos los humanos. Y los creó según un modelo: Cristo. Desde que Dios creó la primera nebulosa, ya tenía presente la Crucifixión del Hijo (C.S. Lewis, El problema del dolor).

Dios creó al hombre como hijo suyo. Ya desde el principio lo asimiló al Hijo: nos creó a su imagen y semejanza. Nos creó libres. El hombre no supo elegir el bien (lo veremos más adelante) y quedó privado de la gracia, de la amistad con Dios. Pero, no quedó sin esperanza porque inmediatamente después de su caída Dios le prometió al Salvador (cfr. Gen 3, 15).

Ahora, después de la Encarnación de Cristo y de su Misterio Pascual, podemos nuevamente, propiamente, llamarnos hijos de Dios. Recibimos el don la filiación divina en el Bautismo y por la fe. Y recuperamos la libertad de los hijos de Dios, aunque tengamos que luchar arduamente para conquistarla y acrecentarla cada día.

La filiación divina —decía San Josemaría Escrivá de Balaguer— es nuestra verdad más honda. Y tienen una íntima relación con el amor que Jesús tenía por los niños. Al menos en dos ocasiones les dijo a sus discípulos (aparecen en los tres evangelios sinópticos) que el Reino de los Cielos es solamente de los que se hacen como niños; de los que viven como hijos pequeños de Dios, que acuden a su Padre (Abbá) con la ternura, inocencia y sencillez de un niño. 

El Cardenal Ratzinger aseguraba que “quien ha perdido la esencia de la infancia se ha perdido a sí mismo” (El Camino Pascual, BAC Popular, p. 81). La orientación entera de la vida de Jesucristo se expresa en una palabra: Abbá, Padre amado.

Quizá esta podría ser la conclusión de esta primera reflexión: meditar en cómo procuramos hacernos cada día como niños delante de Dios, teniendo presente estas palabras de San Ambrosio en su comentario al Evangelio de San Lucas, in loco:

“Por qué dice, pues [Jesús], que los niños son aptos para el Reino de los Cielos. Quizá porque de ordinario no tienen malicia, ni saben engañar, ni se atreven a vengarse; desconocen la lujuria, no apetecen las riquezas y desconocen la ambición. Pero la virtud de esto no consiste en el desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de pecar sino en no consentir el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a la niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez”.

3. ¿Qué es la santidad?

En el Libro del Génesis se explica la vocación del hombre a la santidad diciendo que Dios creó en el Paraíso el Árbol de la Vida. ¿Qué nos dice esta palabra revelada? ¿Qué quiso Dios dar al hombre con ese árbol misterioso?

En una canción de Peter, Paul and Mary llamada “All my trials”, hay una estrofa que dice lo siguiente:

“There is a tree in Paradise,
The pilgrims call it the tree of life,
All my trials Lord, soon be over”.

El Árbol de la Vida, que estuvo en el Paraíso era la Fuente de la Vida divina para los hombres. Era el árbol de la Gracia y la Amistad con Dios. Desde el principio el hombre tuvo una gran intimidad con Dios, como hijo suyo. Dios, al crearlo lo dotó de una tendencia fuertísima hacia Él. Realmente, el Árbol de la Vida estaba, antes que nada, dentro del hombre. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa muy claramente cuando dice que

“El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19, 1)” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 27).

Podemos decir, por tanto, que “santidad” es sinónimo de “felicidad”. Ser santo es ser feliz, es realizar plenamente aquello para lo que hemos sido creados: la Vida divina.

Todos los hombres tenemos esa semilla puesta en nuestro corazón: la aspiración hacia Dios, que es Verdad, Bondad, Belleza; Camino, Verdad y Vida.

A lo largo de la vida debemos alimentar constantemente el afán de santidad buscando la felicidad en la vida virtuosa. Las virtudes humanas y cristianas expresan el modo de ser de Cristo. Todas las virtudes están en su máxima expresión en Jesucristo. Por eso la santidad es ser otro Cristo, el mismo Cristo, como dice san Pablo.

La Reina de la Virtudes es la Caridad. ¿Quién es más santo? El que ama más a Dios y a sus hermanos. Ahí están encerrados toda la Ley y los Profetas, como dijo Cristo al escriba que le preguntó en dónde estaba la perfección.

María, Reina de todos los Santos, nos ayudará a que nuestro “árbol de la vida” dé muchos frutos de auténtica vida plena en Cristo.

4. El pecado

Además del “Árbol de la Vida”, Dios puso en el Paraíso el “Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal”, es decir, dotó al hombre de libertad.

La libertad está esencialmente puesta para gozar los frutos del Árbol de la Vida. Pero también en su esencia lleva consigo la posible elección del mal. En otras palabras, Dios hizo libre al hombre para que amara, pero no lo obligó a amar: dejó esta decisión, de una manera permanente, a su libre arbitrio. El pecado es seguir el camino equivocado: escoger el mal en lugar del bien.   

Lo primero que nos preguntamos ante esta revelación del Génesis es ¿qué fue lo que llevó al hombre a pecar? La respuesta también nos la da la Sagrada Escritura: la mentira del demonio, que es mentiroso y padre de la mentira. Satanás engañó a nuestros primeros padres con la mentira más vieja que hay: creer que el hombre puede vivir sin Dios (“seréis como dioses”).

En definitiva, la raíz del pecado es el amor propio:

“Dos amores han dado construido dos ciudades; el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrenal; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor” (San Agustín, De civitate Dei).

Adán y Eva pudieron haberse fiado de Dios más que de las mentiras del diablo, pero no lo hicieron. Su culpa fue muy grande porque tenían todo para vencer. Pero tenían también la libertad para caer, y cayeron. Ese pecado “original” es la causa del mal en el mundo. Toda la humanidad ha vivido bajo esa culpa y ha sufrido sus consecuencias: el dolor, la enfermedad, el desorden, la muerte…

Precisamente la Encarnación del Señor tiene por fin sanar esas heridas (la ignorancia, la malicia, la debilidad y la concupiscencia). Jesús vino al mundo “propter nos homines et propter nostram salutem”, decimos en el Credo.

Ahora, aunque tenemos las heridas del pecado, también tenemos la posibilidad de sanarlas por la gracia que Cristo nos consiguió con su muerte, pasión y resurrección.

El Señor vino al mundo para llamarnos a la conversión, es decir, para enseñarnos cómo podemos revertir las consecuencias del pecado: siendo como niños, siendo humildes, siendo sinceros, confiando plenamente en Él. Esto lo hacemos siempre que acudimos al Sacramento de la Penitencia que Él instituyó para sanar nuestra alma, cada vez más.

La Virgen, Refugio de los pecadores, nos ayudará a poner los medios para que el Espíritu Santo nos purifique cada vez más de todo lo que nos pueda apartar del amor a Dios.

5. La tibieza

La última reflexión de este primer “día de retiro” es sobre la tibieza. ¿Por qué es importante meditar sobre este tema?

La tibieza es el estado de las almas que luchan contra el pecado mortal, pero no luchan seriamente contra el pecado venial. No quieren perder la amistad con Dios. Desean permanecer unidas a Cristo, pero permiten en su vida que el amor propio vaya echando raíces. No se acaban de decidir a morir a sí mismas totalmente.

Esta enfermedad del alma es muy común entre los discípulos del Señor que, como suele decirse, tienen prendida una vela a San Miguel y otra al Diablo.

La tibieza tiene una característica: la falta de libertad interior. Se da frecuentemente en las personas que “cumplen” sus obligaciones pero como obligados por los preceptos y leyes, que ven como algo que no acaban de querer y amar. En definitiva, el tibio es el que no ha aprendido a amar. El que busca la felicidad en los bienes terrenos o en sí mismo y no ha aprendido a buscarla sólo en Dios.

Quien no está decidido a amar “totalmente” a Dios, tarde o temprano acabará amándose a sí mismo. Los bienes caducos de esta vida son buenos pero engañosos. Dios quiere que disfrutemos de las cosas de la tierra, pero con la condición de que no las convirtamos en ídolos: el éxito, la fama, el dinero, la tranquilidad, la comodidad…

Por eso para quitar la tibieza de nuestra vida es necesaria la virtud de la sinceridad: el examen de conciencia hecho a fondo, para detectar todo lo que nos puede apartar de Dios, y la rectitud de vida para buscar solamente lo que a Dios agrada.

Si somos rectos de corazón y sinceros veremos cómo amar más a Dios. La vida cristiana es siempre “signo más”, es decir siempre “sí”. El Cardenal J. Ratzinger se pregunta: ¿Qué aprende Jesús de su madre? Y responde

“Aprende el “sí”. No un “sí” cualquiera, sino la palabra “sí”, que avanza siempre, incansablemente. Todo lo que tú quieras, Dios mío; “he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”… Esta es la oración católica que Jesús aprendió de su madre terrena (…), que estaba en el mundo antes que Él y fue inspirada por Dios para pronunciar por primera vez esta palabra de la nueva y eterna alianza…” (El Camino pascual, p. 85).

Ese “sí”, Nuestra Señora lo pronuncia en todas las situaciones de su vida, hasta las más pequeñas e insignificantes. Todo lo hace con amor. No hay ni una sombra de tibieza en su vida. Ella nos enseñará a ser generosos para aprender a amar plenamente a Nuestro Dios, sin medida alguna.   



sábado, 18 de agosto de 2018

Misterios de gloria (5)


Con el Quinto Misterio glorioso, La Coronación de la Virgen, terminamos nuestra reflexión sobre los Misterios del Rosario.

La coronación de la Virgen ampliada 

San Juan Pablo II, en su Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, hace el siguiente comentario sobre los dos últimos misterios del Rosario:

“A esta gloria, que con la Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria -como aparece en el último misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica del Iglesia” (RVM, 23).

El próximo miércoles, 22 de agosto, celebraremos la Fiesta de la Coronación de Nuestra Señora como Reina de Cielos y Tierra. En estos próximos días, para preparar esa festividad mariana, podemos dirigir nuestra mirada interior al Cielo, la meta de todos nuestros anhelos: el mismo Jesucristo, que nos introduce en la vida íntima de la Santísima Trinidad.

“Los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel "gozoso anuncio" que da sentido a toda su vida” (RVM, 23).

Sobre el 5° misterio de gloria podemos tener en cuenta las consideraciones que hace Pedro Rodríguez en la Edición Crítica del libro “Santo Rosario” de San Josemaría:

“La Asunción arranca de la tierra, es un acontecimiento que se inicia en la historia y acaba en el Cielo. La Coronación, en cambio, es una realidad metahistórica, acontece toda en la Gloria de Dios. Esta es la diferencia teológica del 5º Glorioso con todos los demás misterios del Rosario. Lo vio muy bien fray Luis de Granada: "Deste glorioso misterio –decía– no se puede señalar historia, por consistir en la grandeza de gloria que por sus inmensos trabajos y merecimientos le fue dada a la Madre de Dios y Señora nuestra la Virgen María. Porque si el apóstol San Pablo dice (1Co 2, 9) que no hay capacidad humana que pueda explicar la gloria que comúnmente da Dios a sus escogidos, ¿cuál será la que dio a la que es más sancta que todos los santos y espíritus angélicos, y Madre suya?" (Fray Luis DE GRANADA, Memorial y guía, cap LVIII, pg 185. "Considera la dignidad de la Reina de todo lo criado, la cual es Madre de Dios, cuya maternidad –dice el Evangélico doctor Sancto Tomás– contiene dignidad casi infinita: y así es la mayor dignidad y privilegio de nuestra Señora. Y si la honra de la Madre es honra del Hijo, ¿qué lugar le había de dar tal Hijo a tal Madre en la gloria, sino esa su mano derecha, haciendo coro aparte con todos los bienaventurados?" (ibídem, pg 186). 

Aunque estemos comprometidos con las “realidades penúltimas” de esta tierra, nuestro corazón no se satisface en ellas, y busca constantemente las “realidades últimas”, es decir, las que son eternas.

“Señor me hiciste para Ti —dirá San Agustín—, y mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.  

San Juan Pablo II nos indica cuál es el camino para poder llegar al descanso de Dios. Es el mismo camino que siguió María. Aunque es una cita larga la que sigue, vale la pena leerla y meditarla despacio, porque tiene un contenido riquísimo. El Papa pone por título a este número de la Carta Apostólica sobre el Rosario: “De los ‘misterios’ al ‘Misterio’: el camino de María.

“Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no son ciertamente exhaustivos, pero llaman la atención sobre lo esencial, preparando el ánimo para gustar un conocimiento de Cristo, que se alimenta continuamente del manantial puro del texto evangélico. Cada rasgo de la vida de Cristo, tal como lo narran los Evangelistas, refleja aquel Misterio que supera todo conocimiento (cf. Ef 3, 19). Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual "reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente" (Co 2, 9). Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios de Cristo, recordando que "todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio" (Angelus del 29 de octubre 1978). El "duc in altum" de la Iglesia en el tercer Milenio se basa en la capacidad de los cristianos de alcanzar "en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Co 2, 2-3). La Carta a los Efesios desea ardientemente a todos los bautizados: "Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios" (3, 17-19).
El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse más fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos llamarlo el camino de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha. Es al mismo tiempo el camino de una devoción mariana consciente de la inseparable relación que une Cristo con su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está implicada directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave María las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el "fruto bendito de su vientre" (cf.Lc 1, 42)”.

Estas últimas palabras del Papa son todo un programa para nuestra vida: hacer nuestras las palabras del Ave María para, a través de ellas, repetidas con amor a lo largo del Rosario, nos introduzcamos en el Corazón Inmaculado de María y nos consagremos totalmente a Ella para que la Virgen nos lleve a su Hijo.

Terminamos con una consideración que hace San Juan Pablo II al final de su Carta sobre el Rosario. Es consciente de la oscuridad que se cierne en los comienzos del Nuevo Milenio, y desea acudir a Nuestra Señora, Reina de la Paz.

“Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo Milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo Alto, capaz de orientar los corazones de quienes viven situaciones conflictivas y de quienes dirigen los destinos de las Naciones, puede hacer esperar en un futuro menos oscuro.
El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y " nuestra paz " (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio de Cristo -y el Rosario tiende precisamente a eso- aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida. Además, debido a su carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave María, el Rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo dispone a recibir y experimentar en la profundidad de su ser, y a difundir a su alrededor, paz verdadera, que es un don especial del Resucitado (cf. Jn 14, 27; 20, 21)” (RVM, 40).


sábado, 11 de agosto de 2018

Misterios de gloria (4)


El próximo día 15 de agosto celebraremos la Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora a los Cielos.

Bartolomé Esteban Murillo (1617–1682) - Immaculate Conception, c 1680 - El Hermitage trae a Ámsterdam el Siglo de Oro español - 20minutos.es 

Los dos últimos misterios del Rosario son formalmente marianos. Nuestra contemplación se dirige a Nuestra Señora de modo directo. La miramos en su exaltación a la Gloria del Padre en compañía de su Hijo.

En el Cuarto Misterio del Santo Rosario meditamos este suceso que, como la Resurrección del Señor, es histórico (porque aconteció en un momento de la historia humana), pero también trascendente (porque escapa de lo histórico, en el sentido de que supera la realidad temporal).

El Papa Pío XII proclamó este hecho como dogma de fe. Es el último dogma mariano. Lo hizo, hablando “ex cathedra”, el 1° de noviembre de 1950 por medio de la Constitución “Munificentisimus Deus”.

"Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que La Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo".

Este hecho sucedió “terminado el curso” de la vida terrenal de la Virgen. La Iglesia se ha definido si María sufrió la muerte, como su Hijo, o fue preservada de ella. Hay quienes defienden una postura y quienes defienden la otra. Tenemos libertad para sostener las diferentes opiniones.

En el Oriente está extendida la devoción a la Dormición de la Virgen. Nuestra Señora no habría muerto, es decir, no se habría separado su alma de su cuerpo. Su “muerte” habría sido una especie de éxtasis de su espíritu.

«En tu dormición no has abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te has reunido con la fuente de la Vida, tu que concebiste al Dios vivo y que, con tus oraciones librarás nuestras almas de la muerte» (Tropario del 15 de agosto, de la liturgia bizantina, citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, 966).

San Josemaría Escrivá de Balaguer sugiere esto mismo, en el comentario del 4° Misterio de su libro “Santo Rosario”: “Se ha dormido la Madre de Dios”.

Con el uso de Dormición, o incluso de Tránsito, se pretenden subrayar, sobre todo, dos cosas: 1) que el cuerpo de María no sufrió ni la más mínima corrupción, ni siquiera, probablemente, el paso por un sepulcro; y 2) que su tránsito al Cielo fue particularmente dulce y amable, sin los dolores y angustias habituales en la muerte humana: dolores y angustias que Ella había sufrido ya, anticipadamente, en la muerte de su Hijo. De ahí esa representación tradicional de la Virgen dulcemente dormida en su lecho –con frecuencia, rodeada de los Apóstoles–, como sencillo anticipo de esa otra representación de su subida gloriosa al Cielo, rodeada de Ángeles.

En el caso de San Josemaría, además del influjo de esa tradición, conviene tener en cuenta que tuvo desde pequeño una particular devoción al misterio de la Dormición de Nuestra Señora, que transmitió a muchos otros, sin pretender nunca imponerla.

En la catedral de Barbastro, su ciudad natal, dedicada precisamente a la Asunción de María, existe la capilla de la Dormición, con una representación tradicional, especialmente querida y venerada por los barbastrenses, que la llaman, cariñosamente, la "Virgen de la cama". Esta imagen mariana recibió muchas oraciones del fundador del Opus Dei en su infancia.

En 1957, al construirse en la sede central de Roma el oratorio de Santa María de la Paz, futura iglesia prelaticia del Opus Dei, San Josemaría quiso que se pusiera allí otra representación de la Dormición, inspirada en la de Barbastro; se encuentra en un nivel intermedio en el descenso a la cripta del templo desde la nave principal. Bajo el altar de la iglesia descansan los restos mortales del Santo.

Juan Pablo II lo explicó detenidamente en su catequesis de 25 de junio de 1997:

"Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse como una 'dormición'".

Lo que constituye el dogma de fe es que la Virgen está en el Cielo con su alma unida a su cuerpo, tal como está también su Hijo y como nosotros resucitaremos al final de los tiempos. Esto también es un dogma de fe, que está en el Credo: la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.

La Asunción de María es una fuente enorme para nuestra esperanza y un fuerte acicate para nuestra fe. Nuestra Señora nos muestra el camino para llegar a la meta.

“En la Virgen elevada al cielo contemplamos la coronación de su fe, del camino de fe que ella indica a la Iglesia y a cada uno de nosotros: Aquella que en todo momento acogió la Palabra de Dios, fue elevada al cielo, es decir, fue acogida ella misma por el Hijo, en la "morada" que nos ha preparado con su muerte y resurrección (cf. Jn 14, 2-3)” (Benedicto XVI, Homilía del 15 de agosto de 2009).

Anteriormente, el Papa Benedicto XVI explicaba qué es el Cielo:

«Nuestra eternidad se apoya en su amor: aquel a quien Dios ama ya no puede morir. En Dios, en su pensamiento y en su amor no sólo pervive una sombra de nosotros mismos, sino aquello que constituye la totalidad y lo más propio de nuestro ser. Su amor es lo que nos hace inmortales, y a ese amor creador de inmortalidad es a lo que llamamos cielo (...). Dios conoce y ama al hombre entero tal como existe ahora (...). Es el hombre completo [alma y cuerpo], tal como ha existido y vivido, sufrido en este mundo, quien será tomado por Dios y en Él tendrá eternidad. Esto es lo que en la festividad que celebramos nos ha de llenar de una profunda alegría (...). Estamos llamados a edificar este mundo, a construir su futuro, para que llegue a ser mundo de Dios, un mundo que superará en mucho todo cuanto nosotros seamos capaces de edificar» (J. Ratzinger, Palabra en la Iglesia, p. 302-303).   
   
En la próxima fiesta de la Asunción podemos dirigirnos a Nuestra Madre con las palabras de Isabel: «Bendita tú eres entre la mujeres». «Te imploramos con toda la Iglesia: santa María, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».
  

sábado, 4 de agosto de 2018

Misterios de gloria (3)


El Papa San Juan Pablo II, en su Carta Apostólica sobre el Rosario, dedica un comentario especial sobre el tercer misterio glorioso.

Pentecostés

Previamente ha comentado los otros cuatro misterios gloriosos como el camino que siguen el Hijo (misterios 1° y 2°) y la Madre (4° y 5°) hacia la Gloria

“En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La contemplación de éste, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran 'icono' es la escena de Pentecostés. De este modo, los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel " gozoso anuncio " que da sentido a toda su vida” (Rosarium Virginis Mariae, n. 23; las negritas son nuestras).

San Juan Pablo II resalta la visión de la Iglesia en Pentecostés. Efectivamente, ese día quedó completada la Iglesia, que había nacido de la Eucaristía y del Costado abierto de Cristo. 

Cristo quiere su Iglesia. Él la ha fundado. La Iglesia es el Misterio de Comunión de los hombres con Dios y entre sí por Cristo en el Espíritu Santo.

La Iglesia la formamos todos los que estamos bautizados, es decir, conformados con Cristo, y en comunión con el sucesor de Pedro, que es el signo de unidad en la Iglesia. Además de la dimensión petrina, en la Iglesia también hay una dimensión mariana. La presencia de María es esencial en la Iglesia. Ella es la Madre de la Iglesia porque es la Madre de Cristo, que es Cabeza de la Iglesia.

Se suele decir que el Espíritu Santo es el Alma de la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

La Iglesia es una Familia: la Familia de los hijos de Dios. Es una Familia congregada en torno a la Madre, a María; como lo estaba a su inicio, el día de Pentecostés.

Cuando meditamos el tercer misterio glorioso podemos sentirnos hijos de Nuestra Madre la Iglesia. Así lo vivía intensamente Santa Teresa de Jesús hasta el momento de su muerte. Le agradecía al Señor poder morir siendo hija de la Iglesia.

Se suele decir que quien no tiene a la Iglesia por Madre no puede tener a Dios por Padre. Lo principal es la filiación divina, fundamento de la vida cristiana, pero también Dios ha querido que la Iglesia sea Nuestra Madre a imagen de María, Madre de Dios y Madre Nuestra. 

En su última homilía sobre la Solemnidad de Pentecostés, el 27 de mayo de 2012, el Papa Benedicto XVI hablaba sobre el Espíritu Santo como Fuente de Unidad y de Verdad. Eso es la Iglesia: el lugar de la Verdad y la Unidad. El Papa comentaba las palabras de Jesús en la Última Cena: "Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena" (Jn 16, 13).

“Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el propio "yo", sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse mutuamente” (Benedicto XVI, Homilía del 27-V-2012).

La misión del Espíritu Santo es llevarnos a la Verdad completa. Pero sólo llegaremos a ella en la Iglesia y con una actitud de humilde escucha. Así Dios nos concederá la Unidad tan deseada.

“El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el "nosotros" de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une” (Ibídem).

Hay un solo fruto del Espíritu: el Amor, que lleva consigo todos los demás. El Papa lo explica bien.

“"El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz" (Ga 5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras que usa el singular para definir la acción del Espíritu; habla de "fruto", precisamente como a la dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés” (Ibídem).

Toda la meditación de la Venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles es una llamada a superar las divisiones. El diablo es el que divide. El Espíritu une. María es la Esposa del Espíritu Santo porque es Aquella que une: “todos estaban reunidos en oración, con María, la Madre de Jesús”. Reflexionemos sobre las últimas palabras del Papa Benedicto en la homilía que hemos comentado.

“Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos pedir al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y a acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio de san Lucas nos dice que Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia también hoy reza: "Veni Sancte Spiritus!", "¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!". Amén” (Ibídem).