sábado, 28 de julio de 2018

Misterios de gloria (2)


El Misterio Pascual de Cristo está conformado por cuatro sucesos: la Pasión del Señor, su Muerte en la Cruz, su gloriosa Resurrección y su Ascensión a los Cielos. 

Jesús

La Ascensión del Señor también forma parte del Misterio Pascual. No está todo preparado para que actúe el Espíritu Santo en su misión santificadora de los hombres hasta que Jesús haya ocupado su sitio como Rey del Universo a la derecha del Padre, portando en su Cuerpo glorioso las llagas que dan testimonio de su Amor Redentor.

Era necesario que Jesús dejara de estar presente en este mundo de modo “físico”, con un cuerpo mortal que se podía separa del alma (como de hecho sucedió), para que pudiera subir al Padre y, de esta manera, su Humanidad Santísima participara de la presencia de inmensidad de Dios.

En sus homilías sobre las Ascensión del Señor, el Papa Benedicto XVI ha afirmado numerosas veces que a partir de ese suceso, Jesús, con su Humanidad Santísima, está más cercano a nosotros que incluso cuando estaba “físicamente” en la tierra. Ahora su presencia es espiritual, pero más cercana, más interior, más profundo y real.

Por eso los discípulos vuelven a Jerusalén, después de haberse despedido del Señor en el Monte de los Olivos, con una gran alegría en el corazón. Experimentan a Cristo dentro de ellos y en medio de ellos: “El Reino de los Cielos está en medio de vosotros”. Jesús puede estar en todos sitios. Puede estar al lado de cada uno de nosotros plenamente.

El cristianismo naciente experimentó la fe en la Resurrección como una fuerza que actúa en el presente y, a la vez, como esperanza. Cristo vive. Está a la derecha del Padre, pero no está ausente. Las últimas frases del Evangelio de San Lucas dicen:

«Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo. Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24, 50-53).

Los discípulos no quedaron desconcertados y tristes, sino llenos de alegría. No se sienten abandonados. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. Están seguros de que el Resucitado (como Él mismo había dicho, según Mateo), está presente entre ellos, precisamente ahora, de una manera nueva y poderosa.

La «ascensión» no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera.

En los Hechos de los Apóstoles la marcha de Jesús viene precedida por un coloquio con los discípulos. A la idea de un futuro reino davídico Jesús contrapone una promesa y una encomienda. La promesa es que estarán llenos de la fuerza del Espíritu Santo; la encomienda consiste en que deberán ser sus testigos hasta los confines del mundo. El cristianismo es presencia: don y tarea; estar contentos por la cercanía interior de Dios y –fundándose en eso– contribuir activamente a dar testimonio en favor de Jesucristo.

“En este contexto se inserta luego la mención de la nube que lo envuelve y lo oculta a sus ojos. La nube nos recuerda el momento de la transfiguración, en que una nube luminosa se posa sobre Jesús y sobre los discípulos (cf. Mt 17, 5; Mc 9, 7; Lc 9, 34s). Nos recuerda la hora del encuentro entre María y el mensajero de Dios, Gabriel, el cual le anuncia que el poder del Altísimo la «cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35). Nos hace pensar en la tienda sagrada del Señor en la Antigua Alianza, en la cual la nube es la señal de la presencia de JHWH (cf. Ex 40, 34s), que, también en forma de nube, va delante de Israel durante su peregrinación por el desierto (cf. Ex 13, 21s). La observación sobre la nube tiene un carácter claramente teológico. Presenta la desaparición de Jesús no como un viaje hacia las estrellas, sino como un entrar en el misterio de Dios. Con eso se alude a un orden de magnitud completamente diferente, a otra dimensión del ser” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth).

La presencia de Dios no es espacial, sino divina. Estar «sentado a la derecha de Dios» significa participar en la soberanía propia de Dios sobre todo espacio. Jesús  «no se ha marchado», sino que, en virtud del mismo poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros. En los discursos de despedida en el Evangelio de Juan, Jesús dice precisamente esto a sus discípulos: «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (Jn 14, 28). Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos, sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la «ascensión»; con su poder que supera todo espacio, Él no está ahora en un solo sitio, sino que está presente al lado de todos, y todos lo pueden invocar en todo lugar y a lo largo de la historia.

En Galilea, Jesús, en una ocasión rezaba a su Padre en el monte. Está en el “monte del Padre”. Desde ahí ve a los discípulos afanados en luchar contra la tormenta. Como entonces, Jesús puede subir en cualquier momento a la barca de nuestra vida. Y por eso podemos invocarlo siempre, estando seguros de que Él siempre nos ve y siempre nos oye. También hoy la barca de la Iglesia, con el viento contrario de la historia, navega por el océano agitado del tiempo. Se tiene con frecuencia la impresión de que está para hundirse. Pero el Señor está presente y viene en el momento oportuno. «Voy y vuelvo a vuestro lado»: ésta es la confianza de los cristianos, la razón de nuestro júbilo.

María Magdalena quiere tocar al Señor resucitado, pero Él le dice: «Suéltame, que todavía no he subido al Padre» (Jn 20, 17). Se trata aquí de la misma experiencia a la que se refiere Pablo en 2Co 5, 16s: «Si conocimos a Cristo según los criterios humanos, ya no lo conocemos así. Si uno está en Cristo, es una criatura nueva».

Por el bautismo, nuestra vida está ya escondida con Cristo en Dios; en nuestra verdadera existencia ya estamos «allá arriba», junto a Él, a la derecha del Padre (cf. Col 3, 1ss). El Cristo junto al Padre no está lejos de nosotros; si acaso, somos nosotros los que estamos lejos de Él; pero la senda entre Él y nosotros está abierta.

María regresa a Jerusalén después de la Ascensión de su Hijo a los Cielos. Vuelve también, como los apóstoles, llena de alegría. Permanece con ellos, en el centro de ellos, en el Cenáculo a la espera del Espíritu Santo que Jesús ha prometido para que el Paráclito haga posible esa presencia cercana de Jesús, dentro de cada uno. A Ella podemos acudir para que nos ayude a comprender la riqueza del Misterio de Dios en nuestra vida. 


sábado, 21 de julio de 2018

Misterios de gloria (1)


En el n. 23 de su Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, San Juan Pablo II explica brevemente la estructura interna que tienen los Misterios de Gloria.  

Bartolomé Esteban Murillo - Resurrección del Señor - Google Art Project.jpg Бартоломе Эстебан Мурильо. - Воскресение Господне. Королевская академия изящных искусств Сан-Фернандо, Мадрид

Por una parte, se pueden considerar como en un tríptico. Los dos primeros se refieren a Jesús (la Resurrección y su Ascensión a los Cielos) y los dos últimos a María (la Asunción de la Virgen y su Coronación). En el centro está el tercer misterio de gloria: la Venida del Espíritu Santo.

Por otra parte, los misterios de gloria tienen un claro sentido escatológico:

“Los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel " gozoso anuncio " que da sentido a toda su vida” (RVM, 23).

 En los dos cuadros laterales del tríptico, contemplamos  a Cristo y a María en la gloria. San Juan Pablo II dice que el Rosario siempre ha expresado la convicción de fe que lleva al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo, que resucita y asciende al Cielo, y de su Madre.

“A esta gloria, que con la Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria -como aparece en el último misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica del Iglesia” (RVM, 23).

Jesús ya había anunciado su resurrección a sus discípulos; no sólo su pasión y muerte. Ellos no sabían lo que el Señor quería decirles. Por eso, cuando, el mismo día de la Resurrección, se aparece ante ellos en el Cenáculo, no creían lo que veían, de pura alegría.

Así sucede con los distintos personajes del Evangelio: al principio no creen, se nublan sus ojos, no dan crédito a lo que ven, no alcanzan a ver al Señor tal como es.

Esta actitud es una prueba más de la veracidad de los testimonios que se recogen en el Nuevo Testamento.

A la incredulidad da paso el asombro y luego el gozo profundo. ¡Cristo, mi esperanza, ha resucitado!, canta la Secuencia de Pascua.

San Josemaría, lo expresa muy bien en el Primer Misterio Glorioso de su Santo Rosario.

“¡Ha resucitado! -Jesús ha resucitado. No está en el sepulcro.- La Vida pudo más que la muerte. Se apareció a su Madre Santísima. -Se apareció a María de Magdalena, que está loca de amor.- Y a Pedro y a los demás Apóstoles. -Y a ti y a mí, que somos sus discípulos y más locos que la Magdalena: ¡qué cosas le hemos dicho!” (Santo Rosario, Primer misterio glorioso).  

En sus Homilías Pascuales, el Papa Benedicto XVI profundiza sobre el significado de la Resurrección de Cristo. Es un hecho histórico y, a la vez, meta-histórico: transcendente.  

Toda nuestra fe está fundamentada en la Resurrección del Señor, como San Pablo explica a los fieles de Corinto.

“Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación es vana y la fe de ustedes es vana (…). Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan solo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres. Pero no es así, porque Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos” (1 Cor 15, 12-20).

En el Bautismo y por la fe recibimos el Fruto de la Resurrección del Señor, que consiste en la Vida Nueva. El Papa Benedicto explica en qué consiste esta realidad inefable.

“Está claro que este acontecimiento [la Resurrección del Señor] no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la "evolución" y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí” (Benedicto XVI, Homilía, 15-IV-2006; las negritas son nuestras).

Aunque no veamos con nuestros ojos esta “evolución” de la que habla el Papa, es real: lo más real que existe. Y lo más sorprendente es que ya opera ahora, mientras vivimos en esta tierra. Ya podemos introducirnos en este “salto cualitativo” en la historia, hacia un mundo nuevo. Ya podemos vivir en ese “mundo nuevo”. Pero ¿cómo sucede todo esto? ¿Cómo llega la Resurrección de Cristo hasta mí? ¿Cómo puede atraer mi vida hacia lo alto? Lo responde el Papa: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo.

“Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida” (Ibídem).  

Cada uno de nosotros, por el Bautismo, podemos incorporarnos a esta Vida Nueva que Cristo ha inaugurado con su Resurrección. El Papa lo comenta de este modo:

“"Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20) (…). Esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia” (ibídem).

Y continúa el Papa Benedicto aclarando los conceptos:

“Pero, ¿qué sucede entonces con nosotros? Vosotros habéis llegado a ser uno en Cristo, responde Pablo (cf. Ga 3, 28). No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo. Esta liberación de nuestro yo de su aislamiento, este encontrarse en un nuevo sujeto es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del "morir y devenir". El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos. Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: éste es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano. Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado” (ibídem).

Al contemplar el primer misterio de gloria junto a María, Nuestra Madre, podremos comprender un poco mejor en qué consiste la Nueva Vida que nos ha donado Cristo con su Resurrección gloriosa. 


sábado, 14 de julio de 2018

Misterios de dolor (5)


María buscó a Cristo y se encontró con Él en el camino del Calvario (cfr. Cuarta estación del Via Crucis). Pero no sólo quiso consolar a su Hijo en la Vía dolorosa, sino que estuvo junto a Él a la hora de su muerte.

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Eso es lo que contemplamos en el Quinto Misterio de dolor: Jesús muere en la Cruz.

“Los misterios de dolor llevan el creyente a revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir toda su fuerza regeneradora” (San Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 22).

La mejor manera de contemplar a Cristo en la Cruz es ponernos junto a María, como San Juan y las santas mujeres.

San Juan Pablo II quiso convocar un año mariano para preparar el Gran Jubileo del Año 2000 de nuestra Redención. Ese año dedicado a contemplar el misterio de María tuvo lugar hace 30 años, del 7 de junio de 1987 (Solemnidad de Pentecostés) al 15 de agosto de 1988 (Solemnidad de la Asunción de la Virgen).

Antes del año mariano, publicó su Encíclica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987). En ella se recogen algunos párrafos que nos ayudan a meditar mejor el Quinto Misterio doloroso. El Papa nos hacía ver que las palabras de Isabel “feliz la que ha creído”, durante la visita que le hace María después de la Anunciación, no se refieren sólo a lo que había sucedido hasta entonces, sino que recorren toda la vida de Nuestra Señor, hasta llegar al Calvario.

“Sin embargo las palabras de Isabel "Feliz la que ha creído" no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su " camino hacia Dios ", todo su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente heroico -es más, con un heroísmo de fe cada vez mayor- se efectuará la "obediencia" profesada por ella a la palabra de la divina revelación” (n. 14).

El momento de la muerte de Cristo en la Cruz reclama fuertemente la fe de todos.

“Creer quiere decir "abandonarse" en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente " ¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! " (Rm 11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos "inescrutables caminos" y de los "insondables designios" de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino” (n. 14).

María se encuentra con la Cruz de su Hijo a lo largo de toda su vida. Especialmente desde el Nacimiento de Jesús en una cueva a las afueras de Belén, y en un establo; al escuchar las palabras de Simeón: "y a ti misma una espada te atravesará el alma” (Lc 2, 34-35); en la huida a Egipto bajo la protección diligente de José, porque "Herodes buscaba al niño para matarlo" (cf. Mt 2, 13); en su estancia dolorosa en Egipto; y, así, toda su vida en Nazareth y acompañando a Cristo por los caminos de Galilea.

María siempre cree. Y cree cada día de su vida. Es la primera de aquellos " pequeños ", de los que Jesús dirá: "Padre... has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños" (Mt 11, 25). María "avanzaba en la peregrinación de la fe", como subraya el Concilio Vaticano II. Y día tras día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación: "Feliz la que ha creído".

Pero es junto a la Cruz de su Hijo cuando esta bendición alcanza su pleno significado.

“El Concilio afirma que esto sucedió "no sin designio divino": "se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma"; de este modo María "mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz" (n. 18).

María había escuchado al ángel, en su Anunciación, que su Hijo sería grande: “el Señor Dios le dará el trono de David, su padre... reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin" (Lc 1, 32-33).

“Y he aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado. "Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores... despreciable y no le tuvimos en cuenta ": casi anonadado (cf. Is 53, 3-5) ¡Cuán grande, cuan heroica en esos momentos la obediencia de la fe demostrada por María ante los "insondables designios" de Dios! ¡Cómo se "abandona en Dios" sin reservas, "prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad" (39) a aquel, cuyos " caminos son inescrutables "! (cf. Rm 11, 33). Y a la vez ¡cuán poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuan penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!” (n. 18).

Y concluye el Papa:

“Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento (…). A los pies de la Cruz María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda "kénosis" de la fe en la historia de la humanidad. Por medio de la fe la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora” (n. 18).

Por otra parte, además de la gran fe de María, en la Cruz contemplamos también cómo, por la fe, Ella se convierte en la Madre de Dios y en nuestra Madre.

San Juan presenta, en Caná, la maternidad solícita de María hacia los hombres al comienzo de la actividad mesiánica de Cristo. Y también San Juan, dice el San Juan Pablo II

“…confirma esta maternidad de María en la economía salvífica de la gracia en su momento culminante, es decir cuando se realiza el sacrificio de la Cruz de Cristo, su misterio pascual. La descripción de Juan es concisa: "Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre y la hermana de su madre. María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19, 25-27)” (n. 22).

Así pues, al contemplar el Quinto Misterio de dolor, podemos fijarnos especialmente en la fe de María y en su maternidad. Ella nos introducirá en la contemplación de las llagas de Cristo y nos llevará hasta el centro de su Corazón que nos revela el infinito Amor de Dios por nosotros.


sábado, 7 de julio de 2018

Misterios de dolor (4)


Después de haber sido flagelado y coronado de espinas, Jesús es sentenciado a muerte, “y muerte de Cruz” (Flp 2, 8). Jesús contempla por primera vez, de modo real y físico, su Cruz.

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A los discípulos les había anunciado, al menos en tres ocasiones concretas, su Pasión y muerte de cruz. Él sabía claramente que tendría que morir en la Cruz para redimir a todos los hombres.

El Viernes Santo todos adoramos la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo porque representa al Crucificado y en Ella está Cristo. Y cantamos emocionados el himno Crux fidelis.

“Crux fidélis, inter omnes arbor una nóbilis, nulla talem silva profert, flore, fronde, gérmine! Dulce lignum, dulces clavos, dulce pondus sústinet! Pange lingua, gloriósi prœlium certáminis, et super crucis trophæo dic triúmphum nóbilem: quáliter Redémptor orbis immolátus vícerit. Crux fidélis, inter omnes arbor una nóbilis, nulla talem silva profert, flore, fronde, gérmine!”. “¡Oh cruz fiel, el más noble entre todos los árboles! Ningún bosque produjo otro igual: ni en hoja, ni en flor ni en fruto. Oh dulce leño, dulces clavos que sostuvieron tan dulce peso. Canta, lengua, la victoria que se ha dado en el combate más glorioso, y celebra el noble triunfo de la cruz, y cómo el Redentor del mundo venció, inmolado en ella. ¡Oh cruz fiel, el más noble entre todos los árboles! Ningún bosque produjo otro igual: ni en hoja, ni en flor ni en fruto”.

El encuentro de San Andrés, apóstol, con la cruz, cuando llegó el momento de su crucifixión, debió ser de gran gozo, como lo relatan los presbíteros de Acaya.

“O bona crux, quae decorem ex membris Domini suscepisti, diu desiderata, sollicite amata, sine intermissione quaesita, et aliquando cupienti animo praeparata: accipe me ab hominibus, et redde me magistro meo: ut per te me recipiat, qui per te me redemit. Amen”. “¡Oh cruz buena, que fuiste embellecida por los miembros del Señor, tantas veces deseada, solícitamente querida, buscada sin descanso y con ardiente deseo preparada! Recíbeme de entre los hombres y llévame junto a mi Maestro, para que por ti me reciba Aquél que me redimió muriendo. Amén”.

El de Cristo fue mucho más gozoso. San Josemaría, narra de modo vibrante ese encuentro:  

“Con su Cruz a cuestas marcha hacia el Calvario (…). Mira con qué amor se abraza a la Cruz. –Aprende de Él (…). No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino” (San Josemaría, Santo Rosario, Cuarto Misterio doloroso).

Jesús se abraza a su Cruz con amor y por amor. Y le vemos seguir su camino hacia el Calvario abrazado a la Cruz, signo de su Amor infinito por los hombres: “Vivo in fide Domini Nostri Iesu Christi, qui dilexit me et tradidit semetipsum pro me”, dice San Pablo.

“¡Con qué amor se abraza Jesús al leño que ha de darle muerte! ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales? Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con Él” (San Josemaría, Via Crucis, Segunda estación).

Si amamos, el Señor nos dará la gracia de poder acompañarle en el camino del Calvario, llevando con alegría la medida de cruz que Él quiera compartirnos.

“Quien le amare mucho, vera que puede padecer mucho por Él, al que amare poco dará poco. Tengo ya para mí que la medida de poder llevar gran cruz o pequeña es la del amor” (Santa Teresa, Camino de perfección, 32, 5).

No hay cristianismo sin Cruz. Por eso, San Juan Pablo II, al contemplar los misterios dolorosos, nos dice: 

“Los Evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. La piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica del Via Crucis, se ha detenido siempre sobre cada uno de los momentos de la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la revelación del amor y la fuente de nuestra salvación” (San Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 22).

El Cuarto Misterio de dolor contempla casi todas las estaciones del Via Crucis. En concreto, desde la segunda (“Jesús carga con la cruz”) hasta la novena (“Jesús cae por tercera vez”). A partir de entonces, el Señor dejará de abrazarse a la Cruz porque será clavado en Ella en la undécima estación (“Jesús es clavado en la Cruz”), para morir en Ella (Quinto Misterio de dolor).

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Que por tu santa cruz redemiste al mundo”. “Señor pequé. Tened piedad y misericordia de mí”.

El ejercicio del Via Crucis es muy provechoso para quien desea conformarse con Cristo en su Pasión y Muerte, y después participar de su gloriosa Resurrección. En él, revivimos esas últimas horas del Señor y nos unimos estrechamente a su Corazón amante.

Todos los santos nos invitan a abrazar la Cruz del Señor, en la vida diaria, que es el Camino de la verdadera alegría. Por ejemplo, Santa Teresa de Calcuta decía:

«Sufrir no es nada en sí mismo, pero si lo aceptamos con fe, se nos brinda una oportunidad de compartir la Pasión de Jesús y de demostrarle nuestro amor» (cfr. Aceprensa, 123/97, p. 4). «Para la Madre Teresa «el sufrimiento en sí no tiene valor alguno». Lo que cuenta, «el mayor don de que podemos disfrutar es la posibilidad de compartir la Pasión de Cristo». «A quienes dicen admirar mi coraje tengo que decirles que carecería por completo de él si no estuviese convencida de que cada vez que toco el cuerpo de un leproso, el de alguien que despide un olor insoportable, estoy tocando el cuerpo de Cristo, el mismo Cristo a quien recibo en la Eucaristía» (cfr. Aceprensa, 123/97, p. 3).

No dudemos en abrazar la cruz y seguir a Cristo hacia el Calvario: “y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino” (San Josemaría, Santo Rosario, Cuarto Misterio doloroso).