sábado, 2 de junio de 2018

Misterios de Luz (4)


En el Cuarto Misterio de Luz meditamos la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor.

 

Jesús había estado hacía unos seis días en el norte del país. Se había reunido con sus discípulos en Cesarea de Filipo, una ciudad griega. Allí les había preguntado: “¿quién dicen la gente que es el Hijo del Hombre?”. Y luego: “y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (cfr. Mt 16, 13-15). Era una pregunta directa. Jesús sabía lo que había en el hombre y en cada uno de sus discípulos. Pero desea que abran su corazón y digan lo que piensan con sinceridad.

Pedro, que era el más fogoso y decidido, contesta en nombre de todos: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Jesús no niega lo que dice Pedro, sino que le llama bienaventurado porque el Padre celestial es quien le ha revelado esa verdad.

A partir de ese momento Jesús se dirige a Jerusalén. Faltan seis meses para su prendimiento, muerte y posterior resurrección. El Señor quiere preparar a sus apóstoles. Sabe que son débiles y comienza a anunciarles el misterio de la Cruz, para que lo acepten y comprendan que es algo central en el mensaje que les ha trasmitido y que luego les pedirá que lleven hasta los confines de la tierra.

Los discípulos se resistirán a recibir esta revelación hasta que el Espíritu Santo les ilumine y los transforme. Eran de dura cerviz. Lo demuestra la inmediata reacción de Pedro en la misma ciudad de Cesarea: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte” (Mt 16, 22).

Antes de llegar al Calvario Jesús lleva a sus discípulos al Monte Tabor, que está en la gran llanura que hay entre la zona montañosa del norte de Israel y los montes de Judá. No es una montaña elevada, pero Jesús la escoge porque los montes, en la historia de Israel, tienen una significación especial. La explica detenidamente el Papa Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazaret”.

“De nuevo nos encontramos –como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración– con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor –en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio– dice: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia”.

El Papa reflexiona sobre la importancia de “los montes” en la historia de la salvación y en cómo ha de entenderse ese mensaje de la Revelación en nuestra vida.

“En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona”.

Pero, ¿por qué sube Jesús, en esta ocasión, al monte Tabor? En síntesis, podemos responder a esta pregunta como lo hace Benedicto XVI.

La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo”.  

Hay muchos detalles que podríamos comentar sobre este Misterio de Luz, pero podemos quedarnos con este: “es un acontecimiento de oración”. Eso es lo que Jesús quiere que comprendan sus discípulos: que no es posible tratar de entender la Cruz sino en un clima de oración, de escucha atenta de la voz de Dios y de apertura completa a su voluntad. Así vive Jesús en todo momento, pero ahora, con signos extraordinarios, quiere que se grabe esto en el fondo del corazón de los apóstoles.    

María, Nuestra Madre, es Maestra de oración. La Virgen no necesitó estar en la Transfiguración de Jesús. Su fe era tan grande que veía a su Hijo continuamente transfigurado, porque contemplaba en Él al Hijo de Dios en cada  una de sus palabras y gestos. Al contemplar este misterio de luz podemos acudir a su intercesión para pedirle que también nosotros sepamos mirar a Jesús, creer en Él y amarle con todo nuestro corazón en las cosas ordinarias de nuestro vivir cotidiano.


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