sábado, 23 de junio de 2018

Misterios de dolor (2)

El recuerdo de la Flagelación del Señor, en el segundo misterio de dolor del Santo Rosario, siempre ha sido, para los cristianos, una ocasión para revivir en nosotros la compasión por Jesús en su Sagrada Pasión.  

La Flagelación de Cristo - Colección - Museo Nacional del Prado 

Fray Justo Pérez de Urbel describe muy bien la flagelación del Señor en su “Vida de Cristo”. Aunque Poncio Pilato había tratado de salvar a Cristo, porque lo encontraba inocente, ante la presión de la multitud que pide su muerte, cede y, finalmente, opta por la flagelación, con la esperanza de que los judíos dejaran de pedir la crucifixión al ver a Jesús después del terrible tormento.

“Hace un signo al centurión y le dice estas palabras: Quaestio per tormenta. Era el suplicio de la tortura, destinado ordinariamente a arrancar revelaciones. Flagris, flagellis vel virgis?, debió preguntar al centurión. Flagellis. Las varas quebraban ocultamente el hueso, los azotes, las correas retorcidas que acababan con mendrugos de hueso, de álamo o de vidrio, rasgaban la carne y la destrozaban, dejando llagas asquerosas, que no acababan de cerrarse; e flagelo, haz de trallas hedidas y sutiles, desgajaba la carne en hebras, descortezaba al paciente hasta dejarle la vida desnuda, sin matarla” (p. 631).

La flagelación, ordinariamente precedía a la crucifixión. Pero, aunque así no fuese, como intentaba Pilato, dejaría a la víctima muerta civilmente, si es que no le quitaba la vida corporal. Se cumplían así las palabras que Jesús había dicho a sus discípulos: que “sería azotado”.

Entre los judíos, la ley limitaba el número de los azotes. Entre los romanos no había más límite que el arbitrio de los flagelantes o la resistencia del reo.

“Los lictores bajaron a Jesús a la rinconada de los pórticos, donde estaba la columna flagelatoria, un pedestal mutilado y manchado de sudores, de mugre y de sangre viejas. Rápidos, expertos, despojaron al Señor de sus vestidos, calzaron con cepo sus pies, le enfundaron la cabeza con el paño sucio y roto que tenían allí para cegar a la víctima y ahogar sus bramidos; sujetaron sus manos en las argollas, y la lluvia de golpes empezó a caer en la espalda, en el pecho, en el vientre, en la cara, en los ojos. Rechinaban las argollas de la columna, jadeaban y sudaban los verdugos; hilos de sangre rodaban hasta el suelo; el cuerpo de Cristo se retorcía de dolor, y bajo el negro capuz se oía rítmicamente su íntimo quejido. Terminado el suplicio quedaba sólo un simulacro de hombre, tendido en tierra, bañado en sangre. Los soldados le levantaron y le devolvieron sus vestiduras” (Ibidem, p. 632).

En este suceso del Viernes Santo se mostró especialmente la crueldad humana que se cierne sobre el Señor de modo inmisericorde. La película de Mel Gibson muestra el sufrimiento de Cristo, por una parte, y el dolor de Nuestra Señora, por otra, de una manera muy realista. Como es sabido el guion de esa película está basado en las visiones que tuvo la Beata Ana Catalina Emmerich. Ella relata que Pilato no quería condenar a Jesús a muerte, por lo que lo mandó azotar a la manera de los romanos.

“Entonces, los esbirros, a empellones, llevaron a Jesús a la plaza, en medio del tumulto de un pueblo rabioso. Al norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del puesto de guardia, había una columna de azotes. Los verdugos llegaron con látigos y cuerdas que depositaron al pie de la columna. Eran seis hombres de piel oscura y más bajos que Jesús; llevaban un cinto alrededor del cuerpo y el pecho cubierto de una especie de piel, los brazos desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de ellos ejercían de verdugos en el pretorio.
Estos hombres habían ya atado a esta misma columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Parecían bestias o demonios y estaban medio borrachos. Golpearon a Nuestro Señor con sus puños, y lo arrastraron con las cuerdas a pesar de que Él se dejaba conducir sin resistencia; una vez en la columna, lo ataron brutalmente a ella. Esta columna estaba aislada y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto extendiendo el brazo hubiera podido tocar su parte superior. A media altura había insertados anillos y ganchos. No se puede describir la crueldad con que esos perros furiosos se comportaron con Jesús. Le arrancaron los vestidos burlescos con que lo había hecho ataviar Herodes y casi lo tiraron al suelo. Jesús temblaba y se estremecía delante de la columna. Se acabó de quitar Él mismo las vestiduras con sus manos hinchadas y ensangrentadas. Mientras lo trataban de aquella manera, Él no dejó de rezar, y volvió un instante la cabeza hacia su Madre, que estaba rota de dolor en una esquina cercana a la plaza y que cayó sin conocimiento en los brazos de las santas mujeres que la rodeaban” (La amarga Pasión de Cristo, según las visiones de Ana Catalina Emmerich transcritas por Clemente Brentano).

Y el relato continúa, con más detalles conmovedores.

“El Santo de los Santos fue sujetado con violencia a la columna de los malhechores y dos de éstos, furiosos, comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies. Los látigos o varas que usaron primero parecían de madera blanca y flexible, o puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro o blando.
Nuestro amado Señor, el Hijo de Dios, el Dios verdadero hecho Hombre, temblaba y se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos suaves y claros se oían como una oración en medio del ruido de los golpes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos llegaban como una ruidosa tempestad y cubrían sus quejidos llenos de dolor y de plegarias” (Ibidem).

San Josemaría Escrivá de Balaguer, al comentar el segundo misterio doloroso en su “Santo Rosario” hace el siguiente comentario con el que concluimos nuestra meditación.

“Atado a la columna. Lleno de llagas. Suena el golpear de las correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu carne pecadora. –Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana crueldad.
Al cabo, rendidos, desatan a Jesús. –Y el cuerpo de Cristo se rinde también al dolor y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto.
Tú y yo no podemos hablar. –No hacen falta palabras. –Míralo, míralo... despacio.
Después... ¿serás capaz de tener miedo a la expiación?”.


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