sábado, 26 de agosto de 2017

“Tú eres Pedro” (Mt 16, 18)

Faltaban seis meses para la Pasión del Señor en Jerusalén. Jesús se encontraba en el norte de Palestina, en la ciudad de Cesarea de Filipo, acompañado por sus discípulos a quienes hace una pregunta comprometedora, que indica el deseo del Señor de comenzar a prepararlos para la última etapa de su vida.


¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. Así, conocemos a través de la respuesta de los discípulos la opinión general de los israelitas sobre Jesús. Efectivamente, la mayoría reconocía que era un enviado de Dios, un profeta (Elías, Jeremías…) o, incluso, el mismo Juan Bautista resucitado. Algo así como sucedió con el profeta Eliseo, que había recibido “el espíritu” de Elías cuando este gran profeta había sido arrebatado en un carro de fuego a los cielos.

Jesús utiliza la expresión “Hijo del hombre” que ya había usado el profeta Daniel, y tenía carácter mesiánico.

Pero al Señor le interesa que los discípulos manifiesten su pensamiento acerca de Él y, sobre todo, quiere suscitar su fe; es decir, no sólo su opinión meramente humana, sino desea que le manifiesten su plena adhesión como Hijo de Dios.

Por eso, a continuación, les pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. No puede ser más directo. Los apóstoles no pueden esquivar la pregunta fundamental, después de más de dos años de haber convivido estrechamente con Él.

Y, sin embargo, podemos suponer que hubo un momento de silencio. El que suele producirse cuando nos toman por sorpresa, sin que hayamos pensado bien qué responder, y la respuesta implica también una toma de posición y un compromiso.

Pedro, que era claramente de temperamento primario y espontáneo, toma la palabra y se atreve a responder por todos: “Tú eres el Cristo (el Mesías), el Hijo del Dios vivo”. No solamente afirma que es el Mesías anunciado por todos los profetas, que ya era una afirmación muy audaz y comprometida. Además, le llama “el Hijo del Dios vivo”, lo que indica mucho más: una profesión de fe en la naturaleza divina del Señor.

Todavía Jesús no les había manifestado todo sobre quién era Él. Lo haría, poco a poco, en el camino a Jerusalén (principalmente durante su Transfiguración en el Monte Tabor), luego en la Última Cena y, por fin con su pasión, muerte y resurrección.

La confesión de Pedro sobre la divinidad de Jesucristo, no era algo que se debía a su perspicacia o a su sabiduría humana. Esa inspiración confesada abiertamente era de Dios: “porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos”. Y esa profesión de fe, lleva a Jesús a confiar a Pedro su principal misión en la Iglesia: ser roca, piedra, fundamento. Los poderes del infierno no prevalecerán. Pedro recibe, además, el poder de atar y desatar, que también dará a los demás apóstoles después de la Resurrección, pero que ahora otorga a Pedro de manera especial. Es uno de los momentos en que se funda el Primado del Papa dentro de la Iglesia, sobre todos los fieles, incluidos los obispos, sucesores de los apóstoles.

Cada uno de los 266 Obispos de Roma que ha habido hasta ahora, sus sujetos de esta misión de Cristo y de esas promesas. No prevalecerá el infierno sobre Pedro.

Al estudiar la historia de la Iglesia, constatamos que lo que mantiene a los sucesores de Pedro en la fe no son sus muchas o pocas cualidades humanas. Ha habido de todo en su historia bimilenaria.
El mismo Pedro se equivocó durante su vida (la primera vez fue inmediatamente después de su confesión, cuando intentaba apartar a Cristo de la Cruz), y tuvo que rectificar. Pablo le tuvo que hacer una corrección fraterna, llena de caridad, pero también de energía y claridad. Pedro era humilde y no tenía afán de poder y codicia, sino espíritu de servicio y deseo de anunciar a Cristo nítidamente.

Todos los santos han venerado a los Romanos Pontífices. Los han respetado y los han amado, en momentos muy difíciles de la Iglesia. Son un ejemplo para nosotros.

Cada Obispo de Roma es diferente. Es un misterio del designio divino cómo el Espíritu santo guía a la Iglesia. Pero la barca de Pedro no se hundirá. Será zarandeada por el viento y las tormentas, pero nunca será anegada por las olas. Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella.

Conchita manifestó muchas veces su unidad afectiva y efectiva con el sucesor de Pedro:
“Yo creo que la obediencia es el camino más seguro para la perfección. Yo personalmente quiero obedecer al Santo Padre a ciegas [es decir, en la oscuridad de la fe: que es el camino más luminoso] porque yo sé que si le obedezco estoy segura en el camino de Dios. Eso le pediría a todos, que obedezcan al Santo Padre, que obedezcan a la Iglesia, que obedezcan a su Obispo. Es el camino más seguro. Eso es lo que yo creo, la Virgen nos lo enseñó así también” (cfr. Entrevista concedida a Mons. Garmendia, obispo auxiliar de Nueva York, el 27 de agosto de 1981).
También merece la pena seguir el consejo que nos da san Josemaría Escrivá de Balaguer, que sufrió tanto por la noche oscura en que vivía la Iglesia después del Concilio Vaticano II, pueden comunicarnos esperanza y alegría en la época que vivimos.
“Esta Iglesia Católica es romana. Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, 'il dolce Cristo in terra', como gustaba repetir Santa Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima” (Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972).
En el 100° aniversario de las apariciones de Fátima, terminamos con unas palabras de Sor Lucía en la entrevista del 8 de marzo de 1998. Los cardenales le preguntaron si ella querría ofrecer alguna idea particular, algún mensaje final para este mundo confuso de hoy. A lo que respondió sin dudar:
“Quien no está con el Papa no está con Dios; y quien quiera estar con Dios tiene que estar con el Papa”.         



sábado, 19 de agosto de 2017

"La fuerza del silencio" (10)

Terminamos hoy los post dedicados a difundir y comentar los textos sobre el silencio en el último libro del Cardenal Robert Sarah.


Y llegamos a la conclusión de que el silencio nos ayuda a atisbar, aunque sea sólo un poco, el gran misterio de Dios, que es un Dios cercano pero, al mismo tiempo, “habita en una luz inaccesible”. Es el Dios escondido, el “Totalmente Otro”.

“¡Qué aventura tan extraordinaria —escribe el Cardenal Sarah— la de querer reflexionar sobre el silencio del Cielo” (FS, p. 109). Podríamos extenderlo más: la de querer reflexionar sobre el silencio; como él lo ha intentado hacer en las casi 300 páginas de su libro en la edición castellana.

El último capítulo del libro (el 5°) se titula: “Como un grito en el desierto”, y relata el encuentro del Cardenal Sarah con don Dysmas de Lassus, Padre General de la Orden de los Cartujos, en la Grande Chartreuse.

El monasterio de la Grande Chartreuse (Gran Cartuja) es el primero y la casa-madre de la Orden de los Cartujos. Está situado en la comuna de Saint-Pierre-de-Chartreuse, en el departamento de Isère (Región Ródano-Alpes), a pies del Grand Som, la cuarta cima más alta del macizo de la Chartreuse.

Las conversaciones entre los dos prelados se desarrollan en torno al tema de la necesidad del silencio en el mundo en que vivimos, que se aleja de Dios, en muchos aspectos.

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Descubrir el fondo del alma humana

“Lejos de Dios —dice el Cardenal Sarah—, el silencio es un duro encontronazo con el propio yo y con las realidades poco lúcidas que habitan en el fondo de nuestra alma. A partir de ahí, el hombre entra en una lógica que se asemeja a una negación de la realidad. Se embriaga con todos los ruidos posibles para olvidarse de quién es. El hombre postmoderno quiere anestesiar su propio ateísmo” (FS, p. 264).   

“Nadie mejor que san Agustín nos ha hecho avanzar en el conocimiento de la realidad más esencial del hombre (…). Piensa que el conocimiento del hombre conduce al Ser, a un Dios más íntimo que lo más íntimo de uno mismo” (FS, p. 219).

“El autor de la famosa frase Noverim me, noverim te (Soliloquios, 2, 1) [San Agustín: “Conocerme y concerté”], afirma a lo largo de toda su obra que el conocimiento propio y el conocimiento de Dios están íntimamente unidos. Ir en busca de Dios no consiste en salir de sí mismo para hallar un objeto en el mundo exterior, sino en separarse de este mundo y replegarse en uno mismo. “No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad” (De vera religione, 39, 72)” (FS, p. 219).

“Para acceder a Dios, el hombre primero debe conocerse” (FS, p. 219).

“El hombre no puede esperar conocer a Dios sin haberse encontrado a sí mismo, es decir, sin haber confesado ante los demás hombres sus buenas y malas acciones para alabanza de Dios” (FS, pp. 219-220).

“El silencio es un elemento sumamente necesario en la vida de cualquier hombre. Permite el recogimiento del alma. Protege al alma de la pérdida de su identidad. Previene al alma frente a la tentación de apartarse de sí misma para ocuparse de lo externo, lejos de Dios” (FS, p. 220).

“En los momentos importantes de la vida el silencio se convierte en una necesidad esencial. No obstante, no buscamos el silencio por sí mismo, como si fuera nuestro fin: buscamos el silencio porque buscamos a Dios. Y le encontraremos si guardamos silencio en lo más profundo de nuestro corazón” (FS, p. 220).

“El narcisismo del exceso de palabras es una tentación de Satanás. Conlleva una forma de exterioridad detestable en la que el hombre se recuesta en la superficie de sí mismo haciendo ruido para no escuchar a Dios” (FS, p. 222).

“Muchas veces hablamos porque creemos que los demás esperan que lo hagamos. No sabemos callar porque nuestro dique interior está tan agrietado que ya no frena la marea de nuestras palabras. El silencio de Dios debería enseñarnos que hay que callar a menudo” (FS, pp. 222-223).

“Sé que nadie ha visto ni entendido jamás a Dios, excepto Aquel que viene en su nombre: este ha visto al Padre (Jn 6, 46). Pero sé también que Él me habla cada día en lo más íntimo de mi ser, y le escucho en el silencio que suscita la escucha mutua, el deseo de comunión y de amor. Dios es una luz que ilumina e irradia sin ruido. Su llama resplandece, pero su brillo es silencioso. Dios brilla y resplandece como el sol. Arde como una hoguera, pero es inaudible. Por eso me parece tan importante dejarnos inundar por el silencio de Dios, que es una palabra sin voz” (FS, p. 226).

“El hombre no busca el silencio por el silencio. El deseo del silencio en sí sería una aventura estéril y una experiencia estética especialmente agotadora. En lo más hondo de su alma el hombre desea la presencia y la compañía de Dios, del mismo modo que Cristo buscó a su Padre en el desierto, alejado de los gritos y las pasiones de la multitud. Si le deseamos de verdad y si estamos en su Presencia, las palabras dejan de ser necesarias. Sólo la intimidad silenciosa con Dios es palabra, diálogo y comunión (FS, p. 230).


sábado, 12 de agosto de 2017

"La fuerza del silencio" (9)

Nuestra meta es la eternidad. Vivimos en este mundo con los pies en la tierra, pero la cabeza en el Cielo. Ya ahora podemos experimentar la vida eterna en nosotros, mediante la gracia de Cristo, que nos ha conseguido con su muerte y resurrección.


Por eso, es necesario dedicar una reflexión al “silencio de la eternidad”, que deberá ser un importante referente en nuestra peregrinación terrena.

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El silencio en el Cielo

“En el Cielo no existe la palabra. Allá arriba los bienaventurados se comunican sin palabras. Reina un inmenso silencio de contemplación, de comunión y de amor” (FS, p. 107).

“En la patria divina todas las almas están unidas a Dios. Se alimentan de esa visión. Las almas se hallan enteramente poseídas por su amor a Dios en un éxtasis absoluto. Existe un inmenso silencio, porque para estar unidas a Dios las almas no tienen necesidad de palabras. La angustia, las pasiones, los temores, el dolor, las envidias, los odios y las inclinaciones desaparecen. Sólo existe ese encuentro de corazón a corazón con Dios. El Cielo es el corazón de Dios. Y ese corazón siempre será silencio” (FS, pp. 107-108).

“El silencio del Cielo es un silencio de amor, de oración, de ofrenda y adoración” (FS, p. 109).

“Son muchas las reflexiones de los Padres de la Iglesia sobre estos temas. Ellos sabían que el silencio es la suprema libertad” (FS, p. 110).

“El silencio de la eternidad es consecuencia del amor infinito de Dios. En el Cielo estaremos con Jesús, totalmente poseídos por Dios y bajo la influencia del Espíritu Santo. El hombre ya no será capaz de pronunciar una sola palabra. Ni siquiera la oración será posible. Se convertirá en contemplación, en mirada de amor y adoración. El Espíritu Santo abrasará las almas que marchen al Cielo: estarán plenamente entregadas al Espíritu” (FS, p. 112).

“En el Cielo, las almas están unidas a los ángeles y a los santos por medio del Espíritu. Por eso ya no existe palabra. Es un silencio sin fin, envuelto en el amor de Dios. La liturgia de la eternidad es silenciosa; las almas no tienen otra cosa que hacer que asociarse al coro de los ángeles. Se hallan solamente en contemplación. Aquí en la tierra contemplar es estar ya en silencio. En el Cielo, en la visión de Dios, ese silencio se convierte en un silencio de plenitud. El silencio de la eternidad es un silencio de asombro y admiración” (FS, p. 112).

“La Iglesia sabe lo difícil que le resulta al hombre comprender el silencio de la eternidad. En la tierra hay pocas cosas capaces de hacernos entender la inmensidad del amor divino. En la misa y en la Eucaristía, la consagración y la elevación son un pequeño anticipo del silencio eterno. Si ese silencio alcanza verdadera calidad, somos capaces de entrever el silencio del Cielo” (FS, p. 113).

“El recogimiento silencioso de Cristo es una gran lección para la humanidad. Desde el pesebre hasta la Cruz, el silencio está constantemente presente, porque la cuestión del silencio es una cuestión de amor. El Amor no se expresa con palabras: se encarna y se convierte en un mismo Ser con aquel que ama de verdad (…). Si queremos prolongar la obra de Cristo en este mundo, tenemos que amar el silencio, la soledad y la oración” (FS, p. 118).

Silencio: volver a nuestro origen

“El silencio de Dios es una marca de fuego candente en el hombre que se acerca a él. A través del silencio divino el hombre se vuelve hasta cierto punto un extranjero en este mundo. Se aleja de la tierra y de sí mismo. El silencio nos empuja hacia esa tierra desconocida que es Dios. Y esa tierra se convierte en nuestra verdadera patria. Por medio del silencio regresamos a nuestro origen celestial, donde únicamente reinan la calma, la paz, el reposo, la contemplación y la adoración silentes del rostro radiante de Dios” (FS, p. 61).

Amor de Dios y libertad humana

El Amor infinito y eterno de Dios “no cesa de velar por nosotros, de esperarnos y llamarnos. Ahora bien, ese Amor no puede hacer nada sin nosotros porque no es más que Amor, y porque ese Amor es esencialmente libertad, una libertad que se dirige a nuestra libertad y no puede hacer nada sin ella, sin su consentimiento” (FS, p. 197).

Cristo: camino para entrar de nuevo en el paraíso.

Isaías dice que el Señor es para nosotros una ciudad amurallada y Él “ha levantado, como defensa, muros y antemurales” (Is 26, 1). Por el pecado, el hombre fue expulsado del paraíso, pero también de sí mismo. Al encarnarse, Cristo ha venido a devolverle la posibilidad de entrar de nuevo en el paraíso y también del camino hacia su interioridad. Cristo es como un muro exterior que protege la Iglesia, pero también el muro interior que protege nuestro edificio interior (cfr. FS, pp. 76-77).



sábado, 5 de agosto de 2017

"La fuerza del silencio" (8)

Una de las enfermedades de la sociedad moderna es el “activismo”. No es fácil encontrar, en nuestro mundo, espacio para la interioridad.


El Cardenal Sarah nos muestra claramente este peligro y nos ayuda a evitarlo explicándonos cómo podemos guardar el silencio, indispensable para alimentar nuestra fe y nuestro amor.

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Imagen del Dios silencioso

“La pregunta fundamental es la siguiente: ¿cómo puede el hombre ser realmente imagen de Dios? El hombre tiene que entrar en el silencio. Envolviéndose en el silencio igual que Dios, que habita en un gran silencio, el hombre se acerca al Cielo; o, más bien, deja que Dios se manifieste en él (…). La voz de Dios es silenciosa. De hecho, el hombre tiene que tender también a convertirse en silencio” (FS, p. 24).

No hay paz sin Dios

San Agustín, en las Confesiones, dice: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. “Sin Dios el hombre está desgarrado, angustiado, intranquilo, agitado, y no puede lograr el descanso interior. La auténtica vida no está en la rebelión [como afirma Albert Camus] sino en la adoración silenciosa” (FS, p. 197).  

La agitación: fuente de desdichas

El Cardenal Sarah cita una frase de Blaise Pascal: “Toda la desdicha de los hombres proviene de una sola causa: no saben permanecer en reposo en un cuarto” (Pascal).

Falta de “silencio” de Marta

“Jesús no le reprocha a Marta su ajetreo en la concina —había que comer— sino su actitud de disipación reflejada en el enfado con su hermana”.

Desde Orígenes se ha interpretado la escena de Marta y María, en Betania, como la contraposición de dos estilos de vida: activa y contemplativa. “No obstante, da la impresión de que, en realidad, Jesús está trazando los contornos de una pedagogía espiritual: tenemos que procurar siempre ser María antes de convertirnos en Marta; de otra manera corremos el riesgo de enfangarnos en un activismo y una agitación cuyas desagradables consecuencias nos ofrece con bastante claridad el relato evangélico: el pánico, el temor a trabajar en solitario, una actitud interior disipada, el enfado de Marta con María, el sentimiento de que Dios nos deja solos sin intervenir de una manera eficaz.

Por eso Jesús le dice a Marta: “María ha escogido la mejor parte”. Le recuerda la importancia de moderar y acallar su alma (cfr. Sal 131, 2) para permanecer a la escucha de su corazón. Cristo la invita con ternura a detenerse para volverse hacia su propio corazón, lugar de la auténtica acogida y morada de la ternura silenciosa de Dios, de la que la había alejado la actividad a la que se entregaba de forma ruidosa. Toda acción debe ir precedida de una intensa vida de oración, de contemplación, de búsqueda y escucha de la voluntad de Dios” (FS, 31).

La dictadura del ruido

“El hombre carece de coherencia. Prefiere el ruido de la materia antes que el silencio del amor” (FS, p. 196).

El silencio de los sentidos

 “El silencio de la mirada consiste en saber cerrar los ojos para contemplar a Dios que está dentro de nosotros, en las regiones profundas e íntimas de nuestro abismo personal. Las imágenes son una droga de la que no podemos prescindir, porque están presentes por todas partes y en todo momento. Los ojos se encuentran enfermos, embriagados, y ya no pueden cerrarse.

También hay que taparse los oídos, porque las imágenes sonoras los atacan y los ofenden, tanto a ellos como a nuestra inteligencia y nuestra imaginación.  Nos resulta difícil no escuchar a este mundo en permanente gesticulación que quiere ensordecernos y aturdirnos para hacer de nosotros restos de un naufragio estrellados contra los arrecifes, vulgares deshechos inútiles arrastrados hasta la orilla” (FS, p. 49).

Evitar la charlatanería

El charlatán es un ser peligroso. La lengua es como el pequeño timón de una gran nave. Si se controla la lengua se controla el resto. La regla del Carmelo dice: “Evítese con cuidado el mucho hablar, porque en el mucho hablar no faltará pecado” (FS, p. 40).

Consejos de la Madre Teresa

Silencio de los ojos, abriéndolos continuamente a la belleza y la bondad de Dios en todas partes, y cerrándolos a los defectos de los demás y a todo lo que es pecaminoso o perturbador para el espíritu”.
Silencio de los oídos, atentos siempre a la voz de Dios y al llanto del pobre y el necesitado, cerrándolos a todas las voces que vienen del mal o de cuanto de negativo hay en la naturaleza humana, por ejemplo, la murmuración, el chismorreo, los comentarios poco caritativos.
Silencio de la lengua, para alabar a Dios y decir Su palabra, que da vida y que es la Verdad que ilumina e inspira, aporta paz, esperanza y alegría, y evitar la autodefensa y cualquier palabra que provoque confusión, inquietud, dolor y muerte.
Silencio de la mente, abriéndola a la Verdad y al conocimiento de Dios a través de la plegaria y la contemplación, como María cuando meditó en las maravillas del Señor en su corazón, y cerrándola a todas las mentiras, distracciones y los pensamientos destructivos, como juicios temerarios, desconfianzas en relación con los demás, pensamientos y deseos de venganza.
Silencio del corazón, amando a Dios con toda el alma, la mente y la fuerza, y a los demás como Dios los ama, deseando sólo a Dios y evitando todo egoísmo, odio, envidia, celos y codicia” (Madre Teresa, pp. 111-112).