sábado, 22 de julio de 2017

"La fuerza del silencio" (6)

Ya vimos, en un post anterior, que —como dice el Cardenal Sarah en “La fuerza del silencio”— la enfermedad, el dolor y la muerte nos introducen en el misterioso silencio de Dios.


También lo hace la pobreza verdadera, que nos es un mal que haya que desterrar del mundo. Debemos luchar contra la miseria que rebaja la dignidad del hombre, pero la pobreza, llevada con alegría y por amor, dignifica al hombre.

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La pobreza

“La pobreza más terrible e inhumana es la falta de Dios” (FS, p. 191).

Esa es la verdadera miseria humana: no tener a Dios con nosotros, pues hemos sido creados por Él y para Él.

Pero la verdadera pobreza (que está muy lejos de la “miseria”), no es mala: también, como la enfermedad y la muerte, nos introduce en el misterio de Dios.

“La pobreza se corresponde con la idea que Dios tiene del hombre. Dios es pobre y ama a los hombres pobres. Dios es pobre porque es Amor, y el Amor es pobre. El que ama solo puede ser feliz si depende totalmente de la persona amada. Dios es la pobreza absoluta: en Él no hay ni rastro de posesión” (FS, p. 192).

Dice el Deuteronomio: “Debes recordar todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer por el desierto durante estos cuarenta años, para probarte y conocer lo que hay en tu corazón, si guardas o no sus mandamientos. Te humilló y te hizo pasar hambre. Luego te alimentó con el maná, que desconocíais tú y tus padres, para enseñarte que no solo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8, 2-3) (FS, p. 192). 
“La pobreza es una prueba y un despojamiento impuestos por Dios a quienes quieren vivir en su compañía. Dios desea conocer la verdad de su corazón y su fidelidad a los mandamientos. La pobreza es señal de amor. Nos libera de todo lo que pesa y entorpece nuestra marcha hacia lo esencial. Nos ayuda en la gran batalla contemporánea por descubrir los verdaderos valores de la vida” (FS, p. 192).

Servais Pinckaers, profesor de teología moral, comenta a este respecto lo siguiente: «Cuando un hombre experimenta la prueba de la pobreza (que es siempre sorprendente y se burla de las etiquetas), sucede que Cristo, de un modo misterioso, se le acerca y penetra dentro de él junto con ella, para hacerle la pregunta decisiva: "En esta situación en que te encuentras, ¿creerás o no creerás?". Todo esto ocurre más allá de las palabras, más allá de lo visible, en esa zona profunda en la que, a pesar de nosotros, somos introducidos por la pobreza y el sufrimiento; en donde sólo el Espíritu puede hablar. Allí es donde tomarán forma la fe y el amor, así como la rebelión y el rechazamiento» (S. PINCKAERS, En busca de la felicidad, p. 59).

El Cardenal Sarah pone como ejemplo a David, que venció a Goliat por haberse despojado de todo.

“Si vamos demasiado cargados de riquezas y bienes materiales, si no nos despojamos de las ambiciones y artificios de este mundo, jamás podremos avanzar hacia Dios, hacia lo esencial de nuestra existencia. Sin las virtudes de la pobreza es imposible librar la batalla contra el Príncipe de este mundo” (FS, p. 193).

“Si no procuramos eliminar cada aspecto superficial de nuestra vida, nunca estaremos unidos a Dios” (FS, p 193).

San Josemaría Escrivá de Balaguer dice: «Un corazón que ama desordenadamente las cosas de la tierra está como sujeto por una cadena, o por un “hilillo sutil”, que le impide volar a Dios» (Forja, 486).

“Los hombres tienen que intentar no atiborrarse de bienes que no son necesarios. Lo superfluo es lo que el hombre acumula innecesariamente, sólo por avidez y avaricia. El cristiano está obligado a imitar a Cristo “que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para vosotros seáis ricos por su pobreza” (2 Co 8, 9)” (FS, p. 194).

“El núcleo de la fe cristiana consiste en la pobreza de un Dios que lo da todo por amor, hasta su propia vida (…). Si logramos permanecer con Dios en el silencio, poseemos lo esencial (…). La mayor parte de nuestros problemas proceden de cierta transgresión de la pobreza (…). Los bienes superfluos tapan nuestros ojos, cierran nuestros corazones y minan nuestra energía espiritual” (FS, p. 195).



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