sábado, 1 de abril de 2017

"Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25)


En estos domingos de Cuaresma, a través de los pasajes del evangelio de san Juan, la liturgia nos hace recorrer un verdadero itinerario bautismal.



El domingo tercero de Cuaresma, Jesús prometió a la samaritana el don del “agua viva”; el domingo pasado, curando al ciego de nacimiento, se revela como la “luz del mundo”; mañana, resucitando a su amigo Lázaro, se presentará como “la resurrección y la vida”. Agua, luz y vida, son símbolos del bautismo, sacramento que “sumerge” a los creyentes en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, liberándolos de la esclavitud del pecado y dándoles la vida eterna (cfr. Benedicto XVI, Ángelus del 2 de marzo de 2008).

Mañana, domingo quinto de Cuaresma, se caracteriza por el evangelio de la resurrección de Lázaro, que es el último gran “signo” realizado por Jesús. Después de que Jesús realizó este milagro, los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y decidieron matar a Jesús e incluso a Lázaro.

San Juan insiste en que Jesús amaba a los tres hermanos de Betania (cfr. Jn 11, 5), y por eso decide intervenir en la muerte de Lázaro. A sus discípulos, mientras estaban en el desierto de Efrén, les dice que despertará a Lázaro. Para Jesús, la muerte física es como un sueño del cual se puede despertar. Jesús tiene un poder absoluto sobre la muerte. Durante su vida pública resucita al hijo de la viuda de Naím (cfr. Lc 7, 11-17), a una niña de doce años (cfr. Mc 5, 39) y a su amigo Lázaro.

Jesús no queda insensible ante la muerte. Se conmueve y compadece profundamente, como cualquiera de nosotros, ante ese misterio de la vida humana que es causa de dolor. Jesús llora porque tiene un corazón divino y humano, lleno de ternura y misericordia (cr. Jn 11, 33.35).

El Señor dice a Marta: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre". Y luego le pregunta: “¿Creer esto?” (Jn 11, 25-26). Jesús nos vuelve a preguntar lo mismo a cada uno de nosotros. En este sentido, la respuesta de Marta es un estímulo para nuestra fe: "Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo" (Jn 11, 27).

Tenemos dudas y oscuridades, pero queremos abandonarnos en el Señor y creer en sus palabras de vida eterna.

La primera lectura de la Misa, tomada del profeta Ezequiel, llena de esperanza nuestro corazón: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de ellos, pueblo mío, comprenderéis que soy el Señor. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y comprenderéis que yo, el Señor, lo digo y lo hago -oráculo del Señor-» (Ez 37, 12-14).

Y también el Salmo 130: “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora”.

¿Cuál es el secreto para mantener la esperanza en la vida eterna y vivir alegres y con gozo en este mundo que muchas veces aparece lleno de tinieblas y oscuridad? La vida en el Espíritu, que Cristo nos ha conseguido a través del Bautismo y que podemos mantener si vivimos en gracia: “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8, 10-11; texto de la segunda lectura de la Misa).

Efectivamente, hay dos muertes: la física y la espiritual. La segunda costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la cruz. El pecado amenaza con arruinar la existencia del hombre. Jesús murió para abrirnos las puertas de la “nueva vida”, una nueva realidad que se expresa como una “nueva tierra” unida de nuevo con el cielo de Dios.

Todos los días, en el Padrenuestro, pedimos que venga el Reino de Dios, es decir, la plenitud de esa "nueva vida" que Cristo nos ha conseguido con su Resurrección. El Papa Benedicto dice: "Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el universo al Padre, para que "Dios sea todo para todos" (1Co 15, 28)".

Nuestra Señora ya está con su cuerpo y con su alma en esa “nueva tierra” y en esos “nuevos cielos”, con su Hijo. Ella tiene la naturaleza humana, como nosotros, y, con Jesús, nos ha abierto el camino. Ya sólo faltan dos semanas para la Pascua y nos encomendamos a Ella para que nos ayude a terminar este itinerario cuaresmal con la luz viva de la esperanza en nuestros corazones.  



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