sábado, 8 de abril de 2017

Domingo de Ramos, "De la Pasión del Señor"

En dos días del Año litúrgico se lee el relato de la Sagrada Pasión: el Domingo de Ramos “De la Pasión del Señor” y el Viernes Santo. Mañana, conmemoramos la entrada de Jesús a Jerusalén, y leeremos la Pasión según San Mateo.


En Garabandal, la Virgen les dijo a las niñas, el 18 de junio de 1965, lo siguiente: “Yo, vuestra Madre, por intercesi6n del Ángel San Miguel, os quiero decir que os enmendéis. Ya estáis en los últimos avisos. Os quiero mucho y no quiero vuestra condenación. Pedidnos sinceramente y nosotros os lo daremos. Debéis sacrificaros más, pensad en la Pasión de Jesús»”.

Por lo tanto, tenemos mañana, y durante toda la Semana Santa, una oportunidad inmejorable para meditar despacio, en silencio, sobre la Pasión del Señor.

San Pablo escribe a los Colosenses: “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos [a la Pasión] de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). Es decir, el Señor quiere que le ayudemos a “completar” lo que falta a su Pasión. Los méritos de su Pasión son infinitos, pero Él quiere que nosotros participemos de sus sufrimientos y le ayudemos, como corredentores, en la salvación de los hombres.

Estos días son el centro del Año litúrgico y son días de una gracia especial, que Dios nos da para que conozcamos mejor la “ciencia de la Cruz”, descubramos el tesoro que tenemos en la Cruz de Cristo y nos llenemos de agradecimiento por este don que nos permite abrirnos su amor y participar de la nueva vida que nos ha ganado Cristo con su pasión, muerte y resurrección.

Las lecturas de Isaías (sobre el Siervo de Yahvé) y de la Carta de San Pablo a los Filipenses (sobre la kénosis o abajamiento de Cristo), que meditaremos mañana, nos ayudan a escuchar con más fruto la Pasión según San Mateo.

En el prefacio I de Pasión, que hemos leído durante esta semana pasada, la Iglesia nos enseña, brevemente, los frutos de la Pasión del Señor y la causa de esos frutos: “Porque mediante la pasión salvadora de tu Hijo diste a los hombres una nueva comprensión de tu majestad y una nueva manera de alabarla, al poner de manifiesto, por la eficacia inefable de la cruz, el poder del crucificado y el juicio que del mundo has hecho”.  

En estos próximos días, podemos meditar la Pasión utilizando los numerosos recursos de la piedad cristiana. Entre otros, podemos enumerar los siguientes: 

1. La meditación de los relatos de la Pasión que hacen los cuatro evangelistas (Mateo, Marcos, Lucas y Juan). Todos concuerdan en lo esencial, pero tienen sus matices propios.

2. La contemplación detenida de los cinco misterios dolorosos del Santo Rosario.

3. La consideración de las catorce estaciones del Via Crucis, que contienen una perspectiva muy rica, basada en la tradición de la Iglesia primitiva. Esta práctica de piedad siempre ha sido recomendada por la Iglesia y, por ejemplo, los últimos Papas la han practicado diariamente.

4. La recitación pausada de las invocaciones al Santísimo Redentor, que se suelen decir durante la acción de gracias después de la Misa:

Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti,
Para que con tus Santos te alabe,
Por los siglos de los siglos. Amén. 

5. La oración ante el crucifijo: “Miradme, ¡oh mi amado y buen Jesús!, postrado ante vuestra presencia; os ruego con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe, esperanza y caridad, verdadero dolor de mis pecados y propósito de jamás ofenderos; mientras que yo, con el mayor afecto y compasión del que soy capaz, voy considerando vuestras cinco llagas, teniendo presente lo que de Vos dijo el santo profeta David: “Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos”  

6. La oración de San Andrés, apóstol, de camino al martirio, conservada por los presbíteros de Acaya (Grecia): «Oh buena Cruz, que serviste de decoro a los miembros de mi Salvador, tanto tiempo deseada, solícitamente amada y buscada sin descanso: recíbeme de entre los hombres y vuélveme a mi Maestro, para que por ti me reciba quien por ti me redimió».

Por ejemplo, san León Magno, Papa (siglo V) decía que “la Cruz es “fuerza para la debilidad, gloria para el oprobio, vida para la muerte”.

San Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975) decía que la mortificación es como la “sal” que condimenta todos los aspectos de nuestra vida. En una reunión, en Brasil, el 29 de junio de 1974, decía: «Entonces, los viernes ave crux, spes única! Y remuerde la conciencia de habernos quejado de tener un dolor, una pena. ¿Qué es eso junto a lo que padeció el Señor?  Ave Crux. Saludadle en la Cruz; dirigidle piropos de cariño: no te huiré, te abrazaré. Y en cuanto uno se abraza a la Cruz, y la quiere, ya no hay contradicción, ni deshonra, ni calumnia, ni murmuración, ni enfermedad, ni nada. Todo es suave, todo es agradable, todo deja de ser peso. Porque la Cruz es, no la tuya o la mía, sino la de Cristo (...), entonces la Cruz la lleva El, y a nosotros no nos pesa. ¡Buena cosa es recordar los viernes la Cruz de Cristo! (…). Querría adorar de verdad la Cruz. No sólo ésta: el madero, en el que fue cosido con hierros Cristo Jesús, Señor Nuestro; sino la de cada día, la pequeña contradicción, la que no espero, la que es real y objetivamente injusta o a mí, por mi soberbia, me lo parece».

El beato Álvaro del Portillo (1914-1994), en una ocasión (1 de abril de 1987) comentaba lo siguiente: «Me ha ayudado a hacer la oración la descripción de los sufrimientos de Nuestro Señor, que hace Santo Tomás de Aquino (cfr. S. Th., III, q. 46, a. 5 c.), con estilo literario escueto.  Explica el Doctor Angélico que Jesús padeció por parte de todo tipo de hombres, pues le ultrajaron gentiles y judíos, varones y mujeres, sacerdotes y populacho, desconocidos y amigos, como Judas que le entregó y Pedro que le negó. Padeció también en la fama, por las blasfemias que le dijeron; en la honra, al ser objeto de ludibrio por los soldados y con los insultos que le dirigieron; en las cosas exteriores, pues fue despojado de sus vestiduras y azotado y maltratado; y en el alma, por el miedo y la angustia. Sufrió el martirio en todos los miembros del cuerpo: en la cabeza, la corona de espinas; en las manos y pies, las heridas de los clavos; en la cara, bofetadas y salivazos; en el resto del cuerpo, la flagelación. Y los sufrimientos se extendieron a todos los sentidos: en el tacto, las heridas; en el gusto, la hiel y el vinagre; en el oído, las blasfemias e insultos; en el olfato, pues le crucificaron en un lugar hediondo; en la vista, al ver llorar a su Madre... y —añado yo— nuestra pobre colaboración, nuestra indiferencia».

Podemos terminar recordando la Secuencia de la Misa de la Virgen de los Dolores (15 de septiembre):

La Madre piadosa estaba
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía;
cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.

¡Oh cuán triste y cuán aflicta
se vio la Madre bendita,
de tantos tormentos llena!
Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.

Y ¿cuál hombre no llorara,
si a la Madre contemplara
de Cristo, en tanto dolor?
¿Y quién no se entristeciera,
Madre piadosa, si os viera
sujeta a tanto rigor?

Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.

¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él que conmigo. 

Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.

Hazme contigo llorar
y de veras lastimar
de sus penas mientras vivo;
porque acompañar deseo
en la cruz, donde le veo,
tu corazón compasivo.

¡Virgen de vírgenes santas!,
llore ya con ansias tantas,
que el llanto dulce me sea;
porque su pasión y muerte
tenga en mi alma, de suerte
que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore
y que en ella viva y more
de mi fe y amor indicio;
porque me inflame y encienda,
y contigo me defienda
en el día del juicio.

Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén;
porque, cuando quede en calma
el cuerpo, vaya mi alma
a su eterna gloria. Amén.




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