sábado, 31 de diciembre de 2016

Maternidad Divina de María (2017)

En el 31 de diciembre de 2016 nos preparamos para dar la bienvenida al nuevo año 2017. Este será el último “post” del 2016, y reflexionaremos sobre el papel fundamental de María, Madre de Dios y Madre nuestra, en la nueva etapa que estamos comenzando.

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De Maria numquam satis”. Sobre María nunca podemos decir que ya “es suficiente”. Siempre nos quedaremos cortos al tratar de valorar su importancia en el Misterio de la Redención.

Pero la grandeza de María, Madre de Dios, se fundamenta en su pequeñez, es decir, en saberse instrumento de Dios: “Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso”. “Porque vio la humildad de su esclava he aquí que me llamarán dichosa todas las generaciones”.

Al considerar la Maternidad divina de María, podemos continuar metidos en el clima sencillo y alegre de la Navidad en donde lo grande se manifiesta en lo pequeño.

La Madre de Dios es, a la vez, la humilde doncella de Nazaret afanada en las tareas del hogar, como cualquier mujer de su tiempo.    

El salmo 130 lo compuso el Rey David, antepasado de María. Seguramente fue uno de los salmos preferidos de María.

En la Liturgia de las Horas (versión latina) lo leemos, por ejemplo, en el Oficio de Lecturas del sábado de la Semana XXXIII durante el año (lo transcribimos en latín, por la fuerza que tiene):     

Ant. Qui humiliáverit se sicut párvulus, hic maior est in regno cælórum.

Psalmus 130 (131)
Quasi parvuli fiducia in Domino collocata

Discite a me, quia mitis sum et humilis corde (Mt 11, 29).
1 Dómine, non est exaltátum cor meum, *
neque eláti sunt óculi mei,

neque ambulávi in magnis *

neque in mirabílibus super me.
2 Vere pacátam et quiétam *
feci ánimam meam;

sicut ablactátus in sinu matris suæ, *
sicut ablactátus, ita in me est ánima mea.
3 Speret Israel in Dómino *

ex hoc nunc et usque in sǽculum.

Ant. Qui humiliáverit se sicut párvulus, hic maior est in regno cælórum.

Veamos lo que el Papa Juan Pablo I comentaba sobre este salmo.

«Como niño de pecho en brazos de su madre... así en ti está mi alma» (Ps 130). Y Luciani escribe a David: «Vuestro optimismo al final del pequeño salmo estalla en un grito de gozo: “Me abandono en el Señor, desde ahora y para siempre”. Al leeros no me parecéis ciertamente un amedrentado, sino un valiente, un hombre fuerte, que se vacía el alma de confianza en sí mismo para llenarla de la confianza y la fuerza de Dios» (Albino Luciani, Illustrisimi, BAC, p. 62).

Eso es lo que sucedió a María: puso totalmente su confianza en Dios. Lo explica muy bien el Cardenal Joseph Ratzinger.

«María, la tierra santa de la Iglesia, como con toda propiedad la llaman los Padres. Esto es justamente lo que el misterio de María significa: que la palabra de Dios no quedó vacía y limitada a sí misma, sino que asumió lo otro, la tierra.

Los Padres del desierto sostienen que orar no es más que transformarse en deseo inflamado del Señor. Esta oración se cumple en María: diría que ella es como un cáliz de deseo, en el que la vida se hace oración y la oración vida. San Juan, en su evangelio, nunca llama a María por su nombre. Se refiere a ella únicamente como a la madre de Jesús. En cierto sentido, María se despojó de cuanto en ella había de personal, para ponerse por entero a disposición del Hijo, y haciéndolo así, alcanzó la realización plena de su personalidad.

En nuestro mundo occidental nos atenemos únicamente al principio del varón: hacer, producir, planificar el mundo... sin deber nada a nadie, confiando tan sólo en los propios recursos... María, como madre de Jesús, puede significar algo enteramente indispensable para la teología y para la fe.

Debemos liberarnos de esa visión unilateral propia del activismo de Occidente, para que la Iglesia no se vea rebajada a la categoría de mero producto de nuestro hacer y de nuestra capacidad organizativa. La Iglesia no es obra de nuestras manos, sino semilla viviente que quiere desarrollarse y alcanzar su madurez. Por esta razón, tiene necesidad del misterio mariano; más aún, ella misma es misterio de María. Únicamente será fecunda si se somete a este signo, es decir, si se hace tierra santa para la palabra. Hemos de aceptar el símbolo de la tierra fértil; tenemos que hacernos de nuevo hombres que esperan, recogidos en lo más íntimo de su ser; personas que en la profundidad de la oración, del anhelo y de la fe, dejan que tenga lugar el crecimiento» (Cfr. J. Ratzinger, El Camino pascual, p. 33 ss.).

En su homilía de la Catedral de México, en 1979, san Juan Pablo II hablo sobre la fidelidad de la Virgen. María es “Virgo fidelis”. Señalaba, entonces, cuatro dimensiones de esa fidelidad: la búsqueda, la aceptación, la coherencia y la constancia.

«La segunda dimensión de la fidelidad de la Virgen se llama acogida, aceptación. Es el momento crucial de la fidelidad, en el cual el hombre percibe que jamás comprenderá totalmente el cómo, que hay en el designio de Dios más zonas de misterio que de evidencia. Es entonces cuando el hombre acepta el misterio y le da un lugar en su corazón, como María...» (Juan Pablo II, 26-I-1979).

Después de haber buscado e intentado comprender el significado del anuncio del Ángel, una vez que San Gabriel le explica los designios divinos y le da a conocer su vocación, María dice: “fiat mihi secundum verbum tuum”.

María ha recibido el favor de Dios y por eso es bella, con esa belleza que llamamos santidad. En Occidente es la "Inmaculada" (en sentido negativo). En Oriente es la "Tota pulchra", "Toda santa", la "Panaghia" (icono ruso del siglo XIII).

María está continuamente dando gracias. Entre los hebreos no existe la palabra "agradecimiento", pero sí el sentimiento de dar gracias que se expresa mediante la adoración y la alabanza: "Mi alma alaba al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso".

La Panaghia es la Madre de Dios que permanece en pie con los brazos levantados y una actitud de total apertura y receptividad. El Señor está con ella bajo la forma de un niño rey visible por trasparencia en el centro del pecho. Su rostro es todo de estupor, silencio y humildad, como si dijese: "Mirad qué ha hecho de mí el Señor, en el día en que ha puesto los ojos en su humildad esclava" ("Quia respexit humilitatem ancillae suae").




sábado, 24 de diciembre de 2016

Navidad 2016

Llegamos a la Navidad de este año 2016, tan importante para la historia de la humanidad por muchos motivos. No es muy alentador el ambiente en el mundo y en la Iglesia. Sin embargo, para un hombre o mujer de fe, todo, incluido el mal, siempre es un motivo de oración y de agradecimiento.


¡Cuán inescrutables son los caminos de Dios e indescifrables sus designios! Mientras vamos hacia nuestro destino eterno, caminamos (somos “viatores”) “in umbra et imaginibus”, entre las sombras y las figuras, hacia la verdad (“in veritatem”).

La Navidad, con su sencillez y normalidad, con su alegría e inocencia, nos brinda una nueva oportunidad para hacernos niños delante de Dios y aprender las grandes lecciones que Jesús en el pesebre quiere darnos, si contemplamos el Misterio con atención.

Hoy, en las vísperas de la Navidad, podemos prepararnos para comprender mejor las grandes lecciones que nos da la contemplación del Misterio del Nacimiento del Hijo de Dios. Son lecciones de sencillez, humildad, naturalidad, normalidad y, sobre todo, Amor.   

“La humildad es la morada de la caridad”, decía san Agustín. En el Tiempo de Navidad miraremos con atención el Amor Encarnado, y nos sorprendemos, una vez más, de su “ocultamiento”. Un ocultamiento que encierra en sí mismo la Gran Amor de Dios.

Jesús nace en un pesebre, en una cueva a las afueras de una población insignificante, de un pueblo ignorado. Todo respira pequeñez en las apariencias, aunque se está delante de la Grandeza de Dios que se revela en la historia humana.

“La humildad es la verdad”, decía santa Teresa. Dios se empeña en mostrarnos el camino que debemos seguir si queremos vivir en la verdad: la humildad.

Uno de los santos que ha apreciado mejor el valor de la humildad en la vida cristiana es san Josemaría Escrivá de Balaguer. Cuando llegaba la época de la Navidad, su corazón se henchía, se transformaba. A todos los que le escuchaban les recomendaba hacerse “niños” y meterse en las escenas como un personaje más, por ejemplo, uno de los pastores que llegan a adorar al Niño en Belén.

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Transcribimos una selección de ideas y textos de san Josemaría, y de otros autores, que nos pueden ayudar a hacer oración delante del portal de Belén.

«Una vez más, la Navidad nos invita a considerar con profundidad, con ternura, con alegría el misterio de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo».

«Cuando empiezas esa meditación, frecuentemente —depende de muchas circunstancias— te representas la escena o el misterio que deseas contemplar; después aplicas el entendimiento, y buscas en seguida un diálogo lleno de afectos de amor y de dolor, de acciones de gracias y deseos de mejora. Por este camino debes llegar a una oración de quietud, en la que es el Señor quien habla, y tú has de escuchar lo que Dios te diga».

«Con mayor ilusión que en nuestros años de infancia, habremos preparado el portal de Belén en la intimidad de nuestra alma».

«Es preciso mirar al Niño..., amor nuestro, en la cuna, envuelto en pañales, sobre la paja de un pesebre... llorando y temblando de frío... Dios en un establo. Dios en un pesebre… Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio».

Con fe, con humildad «sabremos comprender y amar, y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano».

Y María: «considera la alegría, la devoción, las lágrimas y la diligencia de esta Señora. Con cuanta solicitud sirve a su Niño: lo toma en sus brazos, lo envuelve, lo desenvuelve, lo aprieta, lo abraza, lo adora, lo besa...».

Y José: «testigo silencioso del Misterio» (san Juan Pablo II). En silencio, contempla la escena en aquella noche estrellada. Su fe atraviesa las apariencias y penetra hasta lo divino. Era un hombre justo y bueno al que Dios ha ido preparando. Es el primero en admirar a Dios hecho hombre. Mientras coge en sus brazos al Niño se le saltan las lágrimas de emoción. José nos enseña a tener una fe firme, llena de Amor.

Y los ángeles y los pastores lo adoran.

Contemplarlo: llorando y temblando de frío en un establo (se alegraba interiormente por nuestro remedio como verdadero Redentor). Dios en un establo, Dios en un pesebre, Dios llorando y temblando de frío, y envuelto en pañales.

Contemplar la suavidad y misericordia del Salvador que resplandece en esta edad, en la ternura de sus miembros: extiende sus pies y manos por aquella estrecha cama; sonríe como niño a su Madre y vuelve sus alegres ojos a mirarla.

José contempla la escena: «El Niño acaba de nacer; su Madre, a falta de otra cosa le había recostado sobre la paja de un pesebre y, de rodillas, con las manos juntas y los ojos bajos ante la cuna improvisada, parecía sumida en un éxtasis de adoración. Cerca también del niño, rumiaban dos animales como queriendo templar con su aliento el rigor de aquella noche invernal...

María, al oír llegar a José, se volvió hacia él y le sonrió. Luego, tomando el cuerpo minúsculo del niño del fondo del estrecho pesebre, se lo entregó...

Tomando pues al niño en sus brazos le apretó contra su pecho mientras se le saltaban las lágrimas de emoción. Luego, temiendo hacerle dañó, sintiéndose indigno de tanto honor se lo devolvió a María, y se entregaron ambos a una dulce vigilia de oración y contemplación» (Gasnier, M., Los silencios de José, p. 92).

“Estaba el glorioso Infante desnudo en la tierra, tan hermoso, limpio, y blanco como los copos de la nieve sobre las alturas de los montes, o las cándidas azucenas en los cogollos de sus verdes hojas. Luego que le vio la Virgen, juntó sus manos, inclinó su cabeza, y con grande honestidad, y reverencia le adoró, y dijo: BIEN SEAIS VENIDO, DIOS MIO, SEÑOR MIO E HIJO MIO. El Niño entonces llorando, y como estremeciéndose por el rigor del frío, y la dureza del suelo, extendía los pies, y las manos, buscando algún refrigerio, y el favor, y amparo de su Madre, que tomándole entonces en sus brazos, le llegó a su pecho, y poniendo su rostro con el suyo, le calentó, y abrigó con indecible alegría, y compasión materna. Púsole después de esto en su Virginal regazo, y comenzole a envolver con alegre diligencia, primero en los dos paños de lino, después en los dos de lana, y con una faja le ligó dulcemente el pequeñito cuerpo, cogiéndole con ella los brazos, poderosos a redimir el mundo. Atóle también la soberana cabeza por más abrigo, y hechas tan piadosas muestras de su amor materno, entró el venerable José, y arrojándose por tierra, humildemente le adoró, bañando su honesto rostro de alegres lágrimas. Entonces la Virgen, y José, levantándose pudieron con grande reverencia el Niño benditísimo sobre las pajas del pesebre, entre aquellos dos animales, y de rodillas comenzaron a contemplarle, hablarle, y darle mil amorosos parabienes de su venida al mundo” (Lope de Vega, Pastores de Belén, ed. Rialp. pp. 16 a 18).

“Es un texto escrito con una audacia sorprendente; tres son quizá las características que destacan en él: la piedad, la ternura, y la fortaleza. Con un lenguaje rico y matizado, se adentra en el suceso histórico dejándose conducir por la imaginación de un alma enamorada de Dios. Es oración donde el corazón se explaya, ocultando pudorosamente sus sentimientos en el tono narrativo. Esa piedad está basada en una teología segura, cuyas verdades sabe engarzar con maestría” (Introduc. de Federico Delclaux, p. 5).



sábado, 17 de diciembre de 2016

Cuarto Domingo de Adviento

Ya sólo falta una semana para la Navidad. Hemos ido avanzando en el Tiempo de Adviento y, ahora, nos disponemos a prepararnos al Nacimiento de Cristo, y le pedimos al Señor que aumente nuestra fe.


El texto del Evangelio del Cuarto Domingo de Adviento es el siguiente (las negritas son nuestras):

Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de Dios. Este Evangelio, prometido ya por sus profetas en las Escrituras santas, se refiere a su Hijo, nacido, según la carne, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte: Jesucristo, nuestro Señor. Por él hemos recibido este don y esta misión: hacer que todos los gentiles respondan a la fe, para gloria de su nombre. Entre ellos estáis también vosotros, llamados por Cristo Jesús.
A todos los de Roma, a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de los santos, os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo (Rm 1, 1-7).

En los tres “posts” anteriores hemos reflexionado sobre las “palabras clave” de cada uno de los domingos precedentes: “vigilancia”, “conversión” y “esperanza”. Estos tres conceptos son fundamentales en el Tiempo de Adviento.

Ya muy cerca de la Navidad, la Iglesia nos invita, en este Domingo Cuarto de Adviento, a meditar sobre la respuesta de fe al amor de Dios Padre, que se manifiesta en la Encarnación de su Hijo.

San Pablo, en su Carta a los Romanos, nos invita a creer en Cristo. También en la Carta a los Gálatas, como afirmaba Benedicto XVI en la inauguración del Año Paulino: “En la carta a los Gálatas nos dio una profesión de fe muy personal, en la que abre su corazón ante los lectores de todos los tiempos y revela cuál es la motivación más íntima de su vida. "Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Todo lo que hace san Pablo parte de este centro. Su fe es la experiencia de ser amado por Jesucristo de un modo totalmente personal; es la conciencia de que Cristo no afrontó la muerte por algo anónimo, sino por amor a él -a san Pablo-, y que, como Resucitado, lo sigue amando, es decir, que Cristo se entregó por él. Su fe consiste en ser conquistado por el amor de Jesucristo, un amor que lo conmueve en lo más íntimo y lo transforma. Su fe no es una teoría, una opinión sobre Dios y sobre el mundo. Su fe es el impacto del amor de Dios en su corazón. Y así esta misma fe es amor a Jesucristo” (Benedicto XVI, Homilía, 28-VI-2008)

Ante la cercanía de la Navidad, vamos a meditar sobre la Fe como Misterio.

Podemos acudir a algunos de los grandes maestros de la teología y de la literatura que han explicado la fe como misterio en el que vive el hombre, que es oscuro y nos trasciende y, a la vez, nos ilumina poderosamente.

Estas reflexiones nos ayudarán a prepararnos para contemplar con fe el Misterio del Nacimiento del Verbo Encarnado.  

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El primero al que acudiremos es a G. K. Chesterton (ideas y textos tomados de una de sus obras principales: “Ortodoxia)

"Si Uds. discuten con un loco, es muy probable que lleven la peor parte en la discusión; porque, en muchas formas, la mente del loco es más ágil y rápida, al no hallarse trabada por todas las cosas que lleva aparejadas el buen discernimiento. No lo detiene el sentido del humor o de la caridad o las ya enmudecidas certezas de la experiencia. El loco es más lógico, por carecer de ciertas afecciones de la cordura. La frase común que se aplica a la insania, desde este punto de vista es errónea. El loco no es el hombre que ha perdido la razón. Loco es el hombre que ha perdido todo, menos la razón" (p. 26).

"El principal signo y elemento actual de la insania es, en resumen, la razón usada sin base; la razón en el vacío. El hombre que comienza a pensar sin la base de un primer principio adecuado, enloquece (...). Es posible dar una respuesta referente a lo que en la actual historia de la humanidad, puede conservar cuerdos a los hombres. Mientras tienen misterios, tienen salud; cuando se destruye el misterio, se crea la morbosidad. El hombre común siempre ha sido cuerdo, porque el hombre común siempre ha sido místico. Siempre ha aceptado la nebulosidad..." (pp. 42-43).

"Es precisamente este don de asociar las aparentes contradicciones, lo que constituye toda la elasticidad del hombre sano. El único secreto del misticismo es este: que el hombre puede entenderlo todo merced a la ayuda de todo lo que no entiende. El lógico mórbido, intenta dilucidarlo todo y sólo consigue volverlo todo misterio. El místico permite que algo sea misterioso, y todo lo demás se vuelve lúcido" (pp. 43-44).

"Así como hemos tomado al círculo como símbolo de la razón y de la locura, muy bien podemos tomar a la cruz como símbolo al mismo tiempo de la salud y del misterio. El budismo es centrípeto pero el Cristianismo es centrífugo: se vuelca hacia afuera. Porque el círculo es perfecto e infinito en su naturaleza; pero se halla siempre limitado a su tamaño; nunca puede ser mayor ni más pequeño. Pero la cruz, pese a tener en su centro una fusión y una contradicción, puede prolongar hasta siempre sus cuatro brazos, sin alterar su estructura" (p. 44). "Porque la luna es completamente razonable; es la madre de los lunáticos, y a todos ellos les ha dado su nombre" (Chesterton, Ortodoxia, p. 45).

También Blas Pascal explica por qué y cómo Dios se revela en la oscuridad del misterio.

«Él ha permanecido escondido —decía Pascal— debajo del velo de la naturaleza que nos lo cubre hasta la Encarnación; y cuando parecía que había aparecido, se escondió todavía más cubriéndose de la humanidad. Era más reconocible cuando era invisible, que cuando se hizo visible. Y al final, cuando quiso cumplir la promesa que hizo a sus apóstoles de permanecer con los hombres hasta su última venida, escogió permanecer en el más extraño y el más oscuro secreto de todos, que son las especies Eucarísticas» (Carta a Mlle. de Roannez, Oct. 1656).

Este «oscurecimiento teofánico» (el revelarse de Dios en lo visible, concreto, trivial, ordinario, normal, insignificante) caracteriza la revelación de Dios: «él no grita, no eleva el tono, no hace entender su voz en las calles» (Is 42, 2; Mt 12, 19). Se pone así a prueba —por el claro-oscuro de los signos que Dios da de su presencia— la fe del creyente y la ausencia de fe del increyente, pues —como también decía Pascal— lo oscuro es bastante claro para suscitar la fe de aquel que busca a Dios y la claridad suficientemente oscura para dejar en la indiferencia al que no lo busca.

No podemos olvidar que Dios es el que «habita en una luz inaccesible», el «Deus absconditus», el que se presenta rompiendo todos los esquemas humanos como Siervo doliente: «Miren a mi siervo, a quien sostengo; a mi elegido, en quien tengo mis complacencias. En él he puesto mi espíritu, para que haga brillar la justicia sobre las naciones.

Joseph Ratzinger, antes de ser Papa, afirmaba que Dios se revela en el poder cósmico y el universo habla de su creador. En el mundo y en el hombre resplandece la idea original creadora. Pero Dios se revela también bajo el signo de lo humilde: la tierra (planeta insignificante en el universo), Israel (pueblo ínfimo en la historia de la humanidad), Nazaret (« ¿de Nazaret puede salir algo bueno? »), la cruz, la Iglesia, las especies eucarísticas...: « en ellos Dios parece desaparecer en lo más mínimo pero en realidad en ellos se manifiesta como él es lo que es » (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, p. 221).

La fe es misterio en cuanto fundamento que nos precede, que siempre nos supera y que nunca podremos superar ni alcanzar, pero no en cuanto que sea un camino a lo irracional (cfr. Ibidem, pp. 53-56).

Dios es el Totalmente-Otro, « pero cuando se presentó [en la Cruz, en la Eucaristía] realmente tan otro, tan invisible en su divinidad, tan irreconocible vimos que no era la otreidad y lejanía que nosotros habíamos imaginado, y seguimos sin reconocerle. ¿No prueba esto que él es el realmente otro que rechaza nuestros cálculos sobre la otreidad y se muestra así como el único y auténtico totalmente otro? » (Ibidem, p. 220).

«El Misterio —como lo indica su posible etimología a partir de muw, cerrar los ojos y los labios— es lo que no puede ser visto ni dicho, por lo que no admite definición alguna y no es traducible adecuadamente más que, como dice Dionisio Areopagita “en la Tiniebla más que luminosa del silencio”» (A. Dartigues, La Revelación como autocomunicación divina en el misterio, en C. Izquierdo (dir.), Dios en la Palabra y en la Historia, Actas del XIII Simposio Internacional de teología, Universidad de Navarra, Pamplona 1993, pp. 241).




sábado, 10 de diciembre de 2016

Tercer Domingo de Adviento

Nos acercamos a la Navidad y la Liturgia de la Iglesia vuelve a presentarnos, en este Tercer Domingo de Adviento, a san Juan Bautista. Esta vez, es el mismo Jesús quien habla de él.   


El texto del Evangelio del Tercer Domingo de Adviento es el siguiente (las negritas son nuestras):

En aquel tiempo, Juan, que en la cárcel había tenido noticia de las obras de Cristo, envió a preguntarle por mediación de sus discípulos: ¿Eres tú el que va a venir, o esperamos a otro? Y Jesús les respondió: Id y anunciadle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y bienaventurado el que no se escandalice de mí. Cuando ellos se fueron, Jesús se puso a hablar de Juan a la multitud: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un hombre vestido con finos ropajes? Daos cuenta de que los que llevan finos ropajes se encuentran en los palacios reales. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os lo aseguro, y más que un profeta. Éste es de quien está escrito: "Mira que yo envío a mi mensajero delante de ti, para que vaya preparándote el camino". En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él (Mt 11, 2-11).

“Vigilancia” y “conversión” han sido las “palabras clave” de los domingos anteriores. Ahora, el texto del Evangelio se centra en la misión de Juan el Bautista, como Precursor del Mesías y Profeta que anuncia su Venida como una Gran Esperanza: “¿Eres tú el que ha de venir, o esperamos a otro?”. Por eso, la “palabra clave” de este domingo es “esperanza”.

Además, el Señor elogia la solidez y autenticidad de Juan el Bautista. Con su ejemplo de rectitud y humildad ha ido anunciando la proximidad del Reino.

Este texto nos da la ocasión para recordar algo de lo que escribió el Papa Benedicto XVI en su Encíclica sobre la esperanza (“Spe salvi”), publicada el 30 de noviembre de 2007.

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(Ideas y textos tomados de la Encíclica de Benedicto XVI Spe Salvi).

1. “En la esperanza fuimos salvados” (Rm 8, 24)

Gracias a la esperanza podemos afrontar nuestro presente: “el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino”.

La “esperanza” es una palabra central de la fe bíblica.

Los efesios, antes de su encuentro con Cristo, no tenían “ni esperanza ni Dios” (Ef 2, 12). Se hallaban en un mundo oscuro y sombrío.

“No os aflijáis, como hombres sin esperanza” (1 Ts 4, 13).

Los cristianos tienen un futuro: “no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío”.
El mensaje cristiano no es sólo informativo, sino performativo (comunicación que comporta hechos y cambia la vida). “La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva”.

Encontrar al Dios Vivo, en Jesucristo, produce esperanza, como sucedió en la vida de santa Josefina Bakhita (Sudán, 1869). Desde los 9 años vivió como esclava: golpes, 144 cicatrices. En 1882 fue comprada por un mercader, para el cónsul italiano. Su “dueño” (parón) era Dios. Recibió los tres primeros sacramentos el 9 de enero de 1890. El 8 de diciembre de 1896 hizo sus votos religiosos (sacristía, portería). Había sido redimida. Sentía el deber de extender la liberación que había recibido.

Somos peregrinos (la sociedad actual no es nuestro ideal: pertenecemos a una sociedad nueva, hacia la cual nos encaminamos y que es anticipada en nuestra peregrinación).

En presencia de la muerte es inevitable preguntarse por el sentido de la vida.

En los Sarcófagos, en el siglo III, Cristo se representa como filósofo (con un Evangelio en una mano y en la otra un bastón con el cual golpea la muerte). Nos indica el camino y este camino es la verdad. Indica el camino más allá de la muerte.

También aparece como Pastor: “El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo...”. Conoce el camino que pasa por el valle de la muerte (cfr. Salmo 23).

“Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su « vara y su cayado me sosiega », de modo que « nada temo » (cf. Sal 23 [22], 4), era la nueva « esperanza » que brotaba en la vida de los creyentes”.

Por la fe ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan (Hb): el todo, la vida verdadera. La fe nos da una prueba de lo que aún no se ve.

Los mártires (y los que renuncian a su vida: lo dejan todo) estaban alegres porque tenían una “base” mejor que las cosas materiales, que les habían quitado. Ahora tienen una “sustancia” que suscita vida para los demás. “Se esperan las realidades futuras a partir de un presente ya entregado. Es la espera, ante la presencia de Cristo, con Cristo presente, de que su Cuerpo se complete, con vistas a su llegada definitiva”.

2. Pregunta por la vida eterna

“La fe cristiana ¿es también para nosotros ahora una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida? ¿Es para nosotros « performativa », un mensaje que plasma de modo nuevo la vida misma, o es ya sólo « información » que, mientras tanto, hemos dejado arrinconada y nos parece superada por informaciones más recientes?”.

« ¿Qué pedís a la Iglesia? ». Se respondía: « La fe ». Y « ¿Qué te da la fe? ». « La vida eterna ». Según este diálogo, los padres buscaban para el niño la entrada en la fe, la comunión con los creyentes, porque veían en la fe la llave para « la vida eterna ».

¿Queremos en verdad la vida eterna? Para algunos es más bien un obstáculo para la vida presente.

Contraste de nuestra existencia: queremos morir, porque es la puerta de la vida eterna; pero, a la vez, no queremos morir (los que nos aman, sobre todo, no quieren que muramos). ¿Qué es lo que queremos realmente?

Queremos la vida verdadera, la vida bienaventurada. San Agustín, en su carta a Proba (viuda romana acomodada y madre de tres cónsules), dice: no sabemos lo que queremos: no sabemos qué es esa vida, pero sabemos que existe y nos sentimos impulsados hacia ella. 

En definitiva, es una alegría que nadie nos podrá quitar: En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: « Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría » (16,22).

3. El amor nos hace comprender mejor la esperanza 

Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente « vida ». Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos encontrado en el rito del Bautismo: de la fe se espera la « vida eterna », la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud.

Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces « vivimos ».

Nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar.

4. Lugares de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza

Son tres:

La oración: Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Ensancha nuestro corazón y es una fuerza purificadora.

El actuar y el sufrir: la lucha cristiana. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito.

El Juicio: Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ».

4. María, Stella maris

Madre nuestra, Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.

María es “vida, dulzura y esperanza nuestra” (Salve Regina).





sábado, 3 de diciembre de 2016

Segundo Domingo de Adviento

En los textos de la Misa del Primer Domingo de Adviento, la Iglesia nos presentaba la Segunda Venida de Jesucristo. Ahora, en este Segundo Domingo de Adviento, aparece la figura de san Juan Bautista anunciando la Primera Venida del Señor, y haciendo a todos una llamada a la conversión


El texto del Evangelio del Segundo Domingo de Adviento es el siguiente (las negritas son nuestras):

Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: "Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos." Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: "Una voz grita en el desierto: "Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos"". Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán. Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo: "¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: "Abrahám es nuestro padre", pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahám de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga" (Mt 3, 1-2).

El domingo pasado la palabra clave era “vigilancia”. Ahora es “conversión”.

En esta ocasión nos parece oportuno transcribir algunas ideas de una plática que dirigió J. Ratzinger, en 1983, a san Juan Pablo II en su retiro anual. Es una meditación de las Colectas del lunes y del sábado de la Primera Semana de Cuaresma, pero que sirve también para este Tiempo de Adviento, que es un tiempo penitencial (por ejemplo, se utilizan los ornamentos morados, igual en la Cuaresma).

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(Ideas y textos tomados de J. Ratzinger, El camino pascual, ed. BAC, Madrid 1990).

Lunes

Las primeras palabras de la oración de este día expresan el programa de la Cuaresma [podemos leer: Adviento] en su forma más breve y más clara: “Converte nos, Deus salutaris noster”. Son las primeras palabras del Evangelio de Jesús: “¡Arrepentíos¡” (Mc 1, 15). La Iglesia cambia el imperativo por una oración de súplica: le pedimos al Señor que sea él quien nos convierta, pues el hombre sabe que no puede convertirse por sí mismo, valiéndose de sus solas fuerzas. La conversión es una gracia. Siempre es Dios el que se nos adelanta.

Son palabras tomadas del Salmo 84, 5.  Es Jesús quien hace realidad la petición del salmista. Jesús es quien nos convierte. Nosotros no somos arquitectos de nuestra propia vida. En la dependencia de Dios consiste la verdadera libertad.

Hay dos caminos: la opción de la autorrealización por la cual el hombre se adueña por completo de su ser y de su vida que es para sí y desde sí mismo. Por otra parte está la opción de la fe y del amor, por la cual acepta depender de su Creador. Esta opción es, al mismo tiempo, un decidirse por la verdad.

Las dos opciones corresponden a las palabras “tener” y “ser”. La primera opción quiere tener todo: dinero, belleza, alegrías... La segunda opción no busca la posesión, sino la reciprocidad del amor, por la grandeza majestuosa de la verdad. Es la cultura de la muerte (de cosas muertas) o la de la vida (que es la cultura del amor).

Es la cultura del poder o la de la cruz. En el primer caso el hombre moderno se siente capaz de edificar un mundo libre, verdaderamente humano. Quiere tomar las riendas de la historia y del mundo. Pero hoy vislumbramos ya adónde conduce esta creatividad emancipada de Dios y así comenzamos a redescubrir la sabiduría de la cruz.

La cruz señala el final de la autonomía, que tuvo su principio en el paraíso con las palabras de la serpiente: “seréis como dioses”. La cruz expresa el primado de la verdad y del amor. “In hoc signo vinces”. «“Converte nos, Deus salutaris noster”.

El rechazo de la autorrealización y el primado de la gracia que se expresan en esta plegaria no pretenden asentarnos en una especie de quietismo, sino abrir las puertas a una fuerza nueva y más profunda de la actividad humana. La autorrealización traiciona la vida al interpretarla como mera posesión, y de esta manera sirve a la muerte; la conversión es el acto por el que elegimos la reciprocidad del amor, la disponibilidad a dejarnos formar por la verdad, para llegar a ser “cooperadores de la verdad (3 Jn 8). 

Por consiguiente la conversión es el verdadero realismo; ella nos capacita para un trabajo realmente común y humano. Me parece que hay aquí materia suficiente para un examen de conciencia.

“Convertirse” quiere decir: no buscar el éxito, no correr tras el prestigio y la propia posición. “Conversión” significa: renunciar a construir la propia imagen, no esforzarse por hacer de sí mismo un monumento, que acaba siendo con frecuencia un falso Dios.

Convertirse” quiere decir: aceptar los sufrimientos de la verdad. La conversión exige que la verdad, la fe y el amor lleguen a ser más importantes que nuestra vida biológica, que el bienestar, el éxito, el prestigio y la tranquilidad de nuestra existencia; y esto no solamente de una manera abstracta, sino en la realidad cotidiana y en las cosas más insignificantes. De hecho, el éxito, el prestigio, la tranquilidad y la comodidad son los falsos dioses que más impiden la verdad y el verdadero progreso en la vida personal y social. Cuando aceptamos esta primacía de la verdad, seguimos al Señor, cargamos con nuestra cruz y participamos en la cultura del amor, que es la cultura de la cruz» (El Camino Pascual, pp. 27-28).

Sábado

“Ad te corda nostra, Pater ætérne, convérte, ut nos, unum necessárium semper quæréntes et ópera caritátis exercéntes, tuo cúltui præstes esse dicátos. Per Dóminum" (Oración Colecta).

“Señor y Padre eterno, haz que se conviertan a ti nuestros corazones a fin de que, viviendo consagrados enteramente a tu servicio, te busquemos siempre a ti y nos dediquemos a la práctica de las obras de misericordia”.

El hilo conductor, el objetivo de la Cuaresma [podemos leer: Adviento] es la conversión. Todos los textos de la Cuaresma no son más que interpretaciones y aplicaciones de esta realidad, de la que todo depende en nuestra vida.

El alma del hijo pródigo, y no sólo su cuerpo, vive en una "tierra lejana", en la "regio disimilitudinis", como dicen los Padres.

En consecuencia, el retorno a la casa del padre comienza por una peregrinación interior: un encuentro de la verdad que constituye la auténtica humildad (San Juan Pablo II, Encíclica Dives in misericordia IV, 6).

La conversión es un "obrar la verdad" (S. Agustín).

"El que obra la verdad viene a la luz" (Jn 3,21).

El reconocimiento de la verdad se realiza en la confesión hecha en la "tierra lejana". Se salva así el abismo que le separa de la patria.

La "historia de los dos hermanos" se sitúa en la estela de una larga historia bíblica: Caín y Abel, Isaac e Ismael, Esaú y Jacob. Representan a Israel y los paganos. Los paganos = "vosotros que estabais lejos" (Ef 2,17).

El hermano mayor representa al "hombre fiel" en el que aparece la envidia como un veneno oculto. Muchos "fieles" ocultan también en su corazón el deseo de la "tierra lejana" y de sus promesas. No han llegado a comprender la belleza de la patria. Han salido ya hacia esa tierra y no lo saben ni lo quieren reconocer.

Se puede permanecer en casa y, al mismo tiempo, salir de ella.

La conversión es el descubrimiento de la primacía de Dios: "Operi Dei nihil praeponatur" (San Benito). El objetivo principal de la conversión es el culto.

La definición tanto del paraíso como de la ciudad nueva, es la presencia de Dios, el habitar con Dios, el vivir en la luz de la gloria de Dios, en la luz de la verdad.

"Quia nullis necessariis indigebunt, quos tuo cultui praestiteris esse subiectos" (Sacramentarium Leonianum; cf oración del sábado de la semana I de Cuaresma).

Dios es y será siempre la necesidad primera del hombre. Es falso que haya que solucionar antes los problemas humanos. Con semejante inversión crecen los problemas. Donde se pone entre paréntesis la presencia de Dios se despoja al hombre de su humanidad.

"Converte nos, ut unum necessarium semper quaerentes et opera caritatis exercentes tuo cultui praestes esse dicatos" (oración del día). El amor y el trabajo por la renovación del mundo brotan de la palabra, brotan de la adoración.