sábado, 18 de abril de 2015

Misericordia de Dios y arrepentimiento de nuestros pecados

Los textos de la Liturgia de la Palabra del Domingo III de Pascua son los siguientes: Hch 3,13-15. 17-19; 1 Jn 2,1-5; Lc 24,35-48. Todos presentan un rasgo común: señalar claramente que para unirnos a Cristo Resucitado, recibir la Misericordia de Dios y participar en la Vida Nueva que ha inaugurado con su Resurrección, es necesaria nuestra respuesta personal: la fe y la conversión.

Virgen de la Misericordia. Se veneró en el templo
del Convento de San Felipe de Jesús,
de religiosas capuchinas de la Ciudad de México.

Es decir, no basta confiar en el Amor Misericordioso de Dios, que se ha manifestado en el Misterio Pascual (Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión de Cristo a los Cielos); sino que cada hombre, libre y responsablemente, ha de aceptar la Redención obrada por Cristo.

Esto se lleva a cabo por medio de la Fe y el Bautismo. Así nos conformamos con Cristo y participamos de su filiación divina, siendo también nosotros hijos de Dios y herederos de la Gloria. Pero, además, para mantener la amistad con Dios, hemos de no poner obstáculos a la acción santificadora del Espíritu Santo, que infunde en nosotros el Amor de Dios.

Sólo el pecado es el verdadero obstáculo para impedir que la gracia del Espíritu Santo nos santifique más y más.

Por eso es necesaria la conversión y el arrepentimiento. En las tres lecturas lo vemos claro.

En la Primera Lectura, Pedro toma la palabra, en uno de sus discursos que nos narra San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: después de hablarles a los judíos del gran pecado que han cometido llevando a Jesús a la muerte, les dice: “Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que se les perdonen sus pecados”.

Sólo así podrán recibir el Bautismo y recibir todo el Amor y la Misericordia de Dios.

De la misma manera, en la Segunda Lectura de la Misa, Juan comienza por decir a sus interlocutores: “Les escribo esto para que no pequen”; y les explica cómo Jesús se ofreció a sí mismo como víctima de expiación por nuestros pecados. Pero les hace ver que sólo podremos decir que conocemos verdaderamente a Dios si cumplimos sus mandamientos (es decir, si luchamos seriamente por evitar el pecado en nuestras vidas). Porque si no, somos unos mentirosos. No basta con decir “Señor, Señor”. Hay que cumplir los mandamientos de Dios. Si vivimos en la verdad, entonces el amor de Dios llegará a su plenitud en nosotros, “y precisamente en esto conocemos que estamos unidos a él”.

Por último, en el Evangelio de la Misa, Lucas nos relata la aparición de Jesús a sus discípulos, en el Cenáculo, el día de su Resurrección, justo después de los dos discípulos de Emaús han vuelto a Jerusalén, al atardecer, y han contado a los apóstoles que han visto al Señor.

Jesús “se presentó Jesús en medio de ellos” y, de diferentes modos, busca convencerles de que no es un fantasma, sino él mismo. Les enseña sus llagas, les pide que lo toquen, les pide de comer, y come delante de ellos.

Benedicto XVI comenta así este texto: “En este y en otros relatos se capta una invitación repetida a vencer la incredulidad y a creer en la resurrección de Cristo, porque sus discípulos están llamados a ser testigos precisamente de este acontecimiento extraordinario. La resurrección de Cristo es el dato central del cristianismo, verdad fundamental que es preciso reafirmar con vigor en todos los tiempos, puesto que negarla, como de diversos modos se ha intentado hacer y se sigue haciendo, o transformarla en un acontecimiento puramente espiritual, significa desvirtuar nuestra misma fe. "Si no resucitó Cristo -afirma san Pablo-, es vana nuestra predicación, es vana también vuestra fe" (1Co 15, 14)” (Ángelus, 23 de abril de 2006).   

Pero vale la pena fijarse en lo que dice, al final, Jesús a sus discípulos: “Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto””.

Jesús insiste, el mismo día de su Resurrección, en la importancia de que sus discípulos prediquen, a todas las naciones, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados.

Si queremos participar de la Vida Eterna, que el Señor nos ofrece, por designio misericordioso del Padre, a todos los hombres, es necesario que nos arrepintamos de nuestros pecados y nos volvamos a Dios.

Eso es lo que sucederá el día del Aviso, según anunció la Virgen a las niñas de Garabandal: todos tendremos la gracia de ver muy claro que Cristo es nuestro Redentor y, si queremos, podremos hacer un acto de fe y un acto de penitencia, arrepintiéndonos de todos nuestros pecados, que veremos de manera muy clara en estos momentos.

El Papa Francisco ha promulgado la Bula "Misericordiae Vultus" que abre el Año Santo de la Misericordia. ¿Será un presagio de que el Aviso ya está muy cerca de nosotros? Vale la pena prepararse a recibir esa Gracia Extraordinaria de Dios, ejercitándonos todos los días en la conversión personal y en la penitencia, para así estar mejor preparados para recibir todo el Amor de Dios que el Espíritu santo desea derramar en nuestros corazones.

Terminamos con la Antífona de la Comunión del Domingo III de Pascua:

“Era necesario que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y que, en su nombre, se exhortara a todos los pueblos el arrepentimiento para el perdón de los pecados. Aleluya”.

> Se pueden ver los siguientes artículos, de Luis Fernando Pérez Bustamante, en InfoCatólica (que se relacionan con lo que hemos expuesto en este post):




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