sábado, 28 de marzo de 2015

500° aniversario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús

El miércoles 28 de marzo de 1515, a las 5 de la mañana, nació Teresa de Cepeda y Ahumada (Santa Teresa) en Gotarrendura, Ávila. Era hija de Don Alonso Sánchez de Cepeda, hijo de Juan Sánchez, un judío toledano, converso y buen comerciante, que se traslada a vivir a Ávila donde se casa su hijo (don Alonso), primero con Doña Catalina del Peso y luego fallecida ella, en segundas nupcias con Doña Beatriz Dávila de Ahumada y de las Cuevas.


Su padre, escribió en su diario las siguientes palabras, el día en que nació su hija Teresa:

“Hoy 28 de marzo de 1515, nació Teresa mi hija, a las cinco de la mañana. Su mamacita Beatriz está cumpliendo en este día sus veinte años. Gobierna el país el rey Fernando el Católico. Regente es el Cardenal Cisneros. Es el según año del Pontificado del Papa León X”.

Es bonito leer lo que dice Santa Teresa de sus padres, y cómo manifiesta su gran admiración y cariño hacia ellos:

“Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos y aun con los criados; tanta, que jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos, porque los había gran piedad, y estando una vez en casa una de un su hermano, la regalaba como a sus hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de piedad. Era de gran verdad. Jamás nadie le vio jurar ni murmurar. Muy honesto en gran manera”.

Mi madre también tenía muchas virtudes y pasó la vida con grandes enfermedades. Grandísima honestidad. Con ser de harta hermosura, jamás se entendió que diese ocasión a que ella hacía caso de ella, porque con morir de treinta y tres años, ya su traje era como de persona de mucha edad. Muy apacible y de harto entendimiento. Fueron grandes los trabajos que pasaron el tiempo que vivió. Murió muy cristianamente”.

También habla muy bien de sus hermanos. Su padre enviudo con dos hijos, Juan y María. Luego se casó y tuvo nueve hijos de su segunda esposa: Hernando, Rodrigo, Teresa, Juan (de Ahumada), Lorenzo, Antonio, Pedro, Jerónimo, Agustín y Juana.

“Éramos tres hermanas y nueve hermanos. Todos parecieron a sus padres, por la bondad de Dios, en ser virtuosos, si no fui yo, aunque era la más querida de mi padre. Y antes que comenzase a ofender a Dios, parece tenía alguna razón; porque yo he lástima cuando me acuerdo las buenas inclinaciones que el Señor me había dado y cuán mal me supe aprovechar de ellas”.

Santa Teresa es una de las grandes santas españolas. ¿Qué tiene esta mujer que, cuando nos vemos ante su obra, quedamos avasallados y rendidos? ¿Qué fuerza motriz, qué imán oculto se esconde en sus palabras, que roban los corazones? ¿Qué luz, qué sortilegio es éste, el de la historia de su vida, el del vuelo ascensional de su espíritu hacia las cumbres del amor divino?

Habría que decir tanto de ella. Ahora nos limitamos a reproducir una de sus poesías.

Vuestra soy, para Vos nací,
¿qué mandáis hacer de mí?

Soberana Majestad,
eterna sabiduría,
bondad buena al alma mía;
Dios alteza, un ser, bondad,
la gran vileza mirad
que hoy os canta amor así:
¿qué mandáis hacer de mí?

Vuestra soy, pues me criastes,
vuestra, pues me redimistes,
vuestra, pues que me sufristes,
vuestra pues que me llamastes,
vuestra porque me esperastes,
vuestra, pues no me perdí:
¿qué mandáis hacer de mí?

¿Qué mandáis, pues, buen Señor,
que haga tan vil criado?
¿Cuál oficio le habéis dado
a este esclavo pecador?
Veisme aquí, mi dulce Amor,
amor dulce, veisme aquí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Veis aquí mi corazón,
yo le pongo en vuestra palma,
mi cuerpo, mi vida y alma,
mis entrañas y afición;
dulce Esposo y redención,
pues por vuestra me ofrecí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme muerte, dadme vida:
dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad,
dadme guerra o paz crecida,
flaqueza o fuerza cumplida,
que a todo digo que sí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza,
dadme infierno o dadme cielo,
vida dulce, sol sin velo,
pues del todo me rendí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Si queréis, dadme oración,
si no, dadme sequedad,
si abundancia y devoción,
y si no esterilidad.
Soberana Majestad,
sólo hallo paz aquí:
¿qué mandáis hacer de mi?

Dadme, pues, sabiduría,
o por amor, ignorancia;
dadme años de abundancia,
o de hambre y carestía;
dad tiniebla o claro día,
revolvedme aquí o allí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Si queréis que esté holgando,
quiero por amor holgar.
Si me mandáis trabajar,
morir quiero trabajando.
Decid, ¿dónde, cómo y cuándo?
Decid, dulce Amor, decid:
¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme Calvario o Tabor,
desierto o tierra abundosa;
sea Job en el dolor,
o Juan que al pecho reposa;
sea viña fructuosa
o estéril, si cumple así:
¿qué mandáis hacer de mí?

Sea José puesto en cadenas,
o de Egipto adelantado,
o David sufriendo penas,
o ya David encumbrado;
sea Jonás anegado,
o libertado de allí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Esté callando o hablando,
haga fruto o no le haga,
muéstreme la ley mi llaga,
goce de Evangelio blando;
esté penando o gozando,
sólo vos en mí vivid:
¿qué mandáis hacer de mí?

Vuestra soy, para vos nací,
¿qué mandáis hacer de mí?

> Se puede ver también ver el texto de la catequesis de Benedicto XVI sobre SantaTeresa (cfr. Audiencia del 2 de febrero de 2011).



sábado, 21 de marzo de 2015

Cuaresma y Esperanza

La Primera Lectura (Jer 31, 31-34) del Quinto Domingo de Cuaresma, que meditaremos mañana, nos da pie para reflexionar sobre la esperanza que tenemos los cristianos en el Tiempo Cuaresmal.

frontal altar Esquiú-Cataluña x.XII

«Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva (…).Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: "Reconoce al Señor." Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del Señor–, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados» (cfr. Jer 31, 31-34).

El año pasado, en la Fiesta de Cristo Rey, don José María Iraburu, sacerdote, doctor en teología y escritor, publicó un artículo  en su blog “Reforma o apostasía” titulado “La victoria final de Cristo: Parusía -y II”, en el que, al final, se pregunta lo siguiente:

“¿Hubieran podido los judíos salir de Egipto, y atravesar el desierto caminando cuarenta años, si casi nunca les hablara nadie de la Tierra Prometida? ¿Podrá el pueblo cristiano realizar su éxodo del mundo secular, como Dios manda, si no le hablan con frecuencia de la Parusía del Señor, de los cielos nuevos y la nueva tierra?…”.

Efectivamente, la Cuaresma nos recuerda los 40 años que pasaron los israelitas en el desierto, de camino a la Tierra Prometida. Lo que les mantenía constantes en su larga travesía era la esperanza de llegar a la meta, la tierra de sus Padres, de Abraham, Isaac y Jacob. Yahvé les había prometido ser su Dios. Ellos eran su Pueblo. Sabían que en Israel estaba el futuro de su Nación, recién fundada en el Monte Horeb.

También así, nosotros vamos caminando hacia nuestra Verdadera Patria: “non enim habemus hinc manentem civitatem, sed futuram inquirimus” (Rm 14, 8): “No tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos una futura”. Por eso, es importante hablar con frecuencia de la Parusía del Señor, de su Segunda Venida a la Tierra.

Reproducimos el artículo de don José María Iraburu (con las modificaciones que él mismo hace en otro artículo más reciente), en el que hace un análisis de la Parusía. Recomendamos revisar el índice de sus artículos, publicados en “Reforma y apostasía”.

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–La Parusía ha sido falsificada en una visión secularista, como puede apreciarse, por ejemplo, en Teilhard de Chardin. El padre Castellani asegura: «No hay una sola idea original en Telar Chardín, hay sólo una terminología nueva, bastante pedante: “la biósfera”, “la antropósfera”, “la noósfera”, “el Punto Omega” –que es el fin de la Evolución y es Dios– […] San Pablo en 1 Timoteo 4,1-2.7 [afirma que] “el Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos apostatarán de la fe entregándose a espíritus engañadores y a doctrinas diabólicas… Rechaza las fábulas profanas y los cuentos de viejas» (Domingueras prédicas, 1966, dom. 17 post Pentec.). «Evidentemente hay una apostasía parcial o un comienzo de apostasía en todo el mundo» (ib. 1961, dom. 19 post Pentec.). Y sigue:

«Teilhard de Chardin sostiene que la Parusía o Retorno de Cristo no es sino el término de la evolución darwinística de la Humanidad que llegará a su perfección completa necesariamente en virtud de las leyes naturales; porque la Humanidad no es sino “el Cristo colectivo”… Pone una solución intrahistórica de la Historia; lo mismo que los impíos “progresistas”, como Condorcet, Augusto Compte y Kant; lo cual equivale a negar la intervención de Dios en la Historia» (El Apokalipsis de San Juan, ed. Paulinas 1963, cuad. III, exc. N). Pero nosotros, dejando a un lado acerca de la Parusía todas estas «fábulas y cuentos de viejas», recordemos el Credo de la Iglesia:

–Cristo resucitado «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre. Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». Es palabra angélica y evangélica: «este Jesús que os ha sido arrebatado al cielo vendrá de la misma manera que le habéis visto subir al cielo» (Hch 1,11).

El Catecismo de la Iglesia confiesa de la parusía (668-679) que Jesucristo, ya desde la Ascensión, «es el Señor del cosmos y de la historia… “Estamos ya en la última hora” (1Jn 2,18). El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable». Sin embargo, el Reino de Dios, presente ya en la Iglesia, no se ha consumado todavía con el advenimiento del Rey sobre la tierra, y sufre al presente los ataques del Misterio de iniquidad, que está en acción (2Tes 2,7). Pero ciertamente «el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente. Este acontecimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento» (673).

La segunda venida de Cristo no se producirá por haber llegado la Iglesia en el mundo a un florecimiento universal. Todo lo contrario.

La segunda venida de Cristo, en gloria y poder, vendrá precedida por la conversión de Israel, según anuncia Cristo, y también San Pedro y San Pablo (Mt 23,39; Hch 3,19-21; Rm 11,11-36). Y vendrá también precedida de grandes tentaciones, tribulaciones y persecuciones (Mt 24,17-19; Mc 14,12-16; Lc 21,28-33). Muchos cristianos caerán en la apostasía. Enseña el Catecismo: «La Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de nume­rosos creyentes (cf. Lc 18,8; Mt 24,9-14). La persecución que acompaña a la peregrinación de la Iglesia sobre la tierra (cf. Lc 21,12; Jn 15,19-20) desvelará “el Misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que propor­cionará a los hombres una solución aparente a sus problemas, mediante el precio de la apostasía de la ver­dadLa impostura religiosa suprema es el Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo, colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2Tes 2,4-12; 1Tes 5,2-3; 2Jn 7; 1Jn 2,18.22)» (n.675). Ese enorme engaño tendrá «la  forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso”» (676).

«El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (Ap 13,8), en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desen­cadenamiento del mal (Ap 20,7-10). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (Ap 20,12), después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (2Pe 3,12-13)» (677). 

–Cristo, «mientras esperamos su venida gloriosa», reina actualmente en la historia. Vive y reina por los siglos de los siglos, y muestra su dominio, sujetando cuando quiere y del modo que quiere a la Bestia mundana, que recibe toda su fuerza y atractivo del Dragón infernal.

Ateniéndonos sobre todo al Apocalipsis, recordemos que estas victorias de Cristo en la historia

no son crueles y destructoras, sino plenas de gracia y mi­sericordia. Él no ha sido enviado a condenar, sino a salvar a los pecadores. Él ha sido enviado como luz del mundo, y la luz ilumina las tinieblas, no las destruye.

–son victo­rias siempre realizadas  por la afirmación de la verdad en el mundo, es decir, con «la espada que sale de su boca» (Ap 1,16; 2,16; 19,15.21; cf. 2Tes 2,8). Es así como vencen Cristo y su Iglesia.

–no son victorias obtenidas por un ejército de superhombres, que luchando como campeones poderosos, con grandes fuerzas y medios, se imponen y prevalecen, aplastando las fuerzas mundanas del mal. Es todo lo contrario: Cristo vence al mundo a través de fieles suyos débiles y pobres, que permanecen en la humildad (cf. 1Cor 1,27-29; 2Cor 12,10). Si Cristo vence al mundo muriendo en la cruz, ésa es tam­bién la victoria de sus apóstoles, la victoria de los dos Testigos, y la de todos los fieles cristianos (Ap 11,1-13). Así es como la Iglesia primera venció al mundo romano, igual que San Pablo: «muriendo cada día» (1Cor 15,31).

«las oraciones de los santos» son las que principalmente provocan las interven­ciones más poderosas del cielo sobre la tie­rra. Es la oración de todo el pueblo cristiano la que, eleván­dose a Dios por manos de sus ángeles, atrae sobre todos la justicia salvadora de nuestro Señor Jesucristo (Ap 5,8; 8,3-4).

en la historia del mundo, únicamente son fieles aquellos cristianos que son mártires, porque no aceptan que el sello de la Bestia mundana «imprima su marca en su mano derecha y en su frente» –en su acción y su pensamiento–. Precisamente porque «guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17), por eso son perseguidos y marginados del mundo, donde «no pueden comprar ni vender» (13,16).

–La Parusía, la segunda venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, según nos ha sido revelado,

vendrá precedida de señales y avisosque justamente cuando se cumplan revelarán el sentido de lo anunciado. Por eso únicamente los más atentos a la Palabra divina y a la oración podrán sospechar la inminencia de la Parusía: «no hará nada el Señor sin revelar su plan a sus siervos, los profetas» (Am 3,7):

«habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra perturbación de las naciones, aterradas por el bramido del mar y la agitación de las olas, exhalando los hombres sus almas por el terror y el ansia de lo que viene sobre la tierra, pues las columnas de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con poder y majestad grandes» (Lc 21,25-27).

vendrá precedida del Anticristo, que producirá una inmensa difusión de errores, como nunca la Iglesia la había experimentado en su historia. Dice Castellani:

«El Anticristo reducirá a la Iglesia a su extrema tribulación, al mismo tiempo quefomentará una falsa IglesiaMatará a los Profetas y tendrá de su lado una manga de profetoides, de vaticinadores y cantores del progresismo y de la euforia de la salud del hombre por el hombre, hierofantes que proclamarán la plenitud de los tiempos y una felicidad nefanda. Perseguirá sobre todo la predicación y la interpretación delApokalypsis; y odiará con furor aun la mención de la Parusía. En su tiempo habráverdaderos monstruos que ocuparán cátedras y sedes, y pasarán por varones píos, religiosos y aun santos, porque el Hombre del Pecado tolerará y aprovechará un Cristianismo adulterado»  (El Apokalipsis de San Juan, cuad. III, visión 11).

será súbita y patente para toda la humanidad: «como el relámpago que sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre… Entonces aparecerá el estandarte del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas las tribus de la tierra [que vivían ajenas al Reino o contra él], y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande» (Mt 24,27-31).

será inesperada para la mayoría de los hombres, que «comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban» (Lc 17,28), y no esperaban para nada la venida de Cristo, sino que «disfrutando del mundo» tranquilamente, no advertían que «pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,31). Pero vosotros «vigilad, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor… Habéis de estar preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24,42-44). «Vendrá el día del Señor como ladrón» (2Pe 3,10).

El siervo malvado, habiendo partido su señor de viaje, se dice: «mi amo tardará», y se entrega al ocio y al vicio. Pero «vendrá el amo de ese siervo el día que menos lo espera y a la hora que no sabe, y le hará azotar y le echará con los hipócritas; allí habrá llanto y crujir de dientes» (Mt 24,42-50). «Estad atentos, pues, no sea que se emboten vuestros corazones por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y de repente, venga sobre vosotros aquel día, como un lazo; porque vendrá sobre todos los moradores de la tierra. Velad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis evitar todo esto que ha de venir, y comparecer ante el Hijo del hombre» (Lc 21,34-35). Todos los cristianos hemos de vivir siempre como si la Parusía fuera a ocurrir mañana mismo o pasado mañana. 

***

–«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido». Y dijo el Señor entonces: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,1.5)… Entonces «las naciones [antes paganas] caminarán a su luz, y los re­yes de la tierra [antes hostiles] irán a llevarle su esplendor» (21,24). Así como el hombre muere, se corrompe, y gracias a Cristo resucita glorioso en alma y cuerpo, de modo semejante, todas las criaturas que, oprimidas por el pecado de la humanidad, gimen con dolores de parto, «serán liberadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,19-23). «Nosotros, pues, esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, donde habitará la justicia, según la promesa del Señor» (2Pe 3,13).

Vigilad, orad, mirad al cielo, esperando la Parusía del Señor«Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,1-2). El Santo Cura de Ars exhortaba: «consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro» (De una catequesis sobre la oración). Respice finem, decía el adagio romano.

Mirad siempre al fin de todo, y podréis poner en vuestra vida presente losmedios más verdaderos y útiles, más buenos y bellos, para llegar a ese fin. Cuanto más miréis al cielo, más lucidez y fuerza tendréis para transformar el mundo presente. Así lo ha demostrado la Iglesia en tantos pasos de su larga historia. Como también ha demostrado que cuanto menos piensan los cristianos en la Parusía y en el cielo, más torpes e imbéciles se hacen para influir en el mundo y mejorarlo. En cuanto cristianos, no valen en el mundo para nada. Son luz apagada, son sal desvirtuada, que solo sirve para que la pisen los hombres. Por el contrario, que a vosotros «el Dios de la esperanza os llene de plena alegría y paz en la fe, para que abundéis en la esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13). 

sábado, 14 de marzo de 2015

El Sacramento de la Penitencia trae sosiego al alma

El Evangelio del Cuarto Domingo de Cuaresma (Ciclo B) recoge unas palabras que Jesús dirigió a Nicodemo, en Jerusalén, durante la Primera Pascua de su Vida pública (cfr. Jn 3, 14-21).



Son las siguientes: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».

En 2012, Benedicto XVI comenta este texto en el Ángelus del 18 de marzo. Previamente, nos recordaba que la Cuaresma es un tiempo para escuchar más la voz de Dios y para desenmascarar las tentaciones que hablan dentro de nosotros. Estas dos tareas son esenciales para la conversión.

Jesús nos indica cómo podemos escuchar su voz y tener claridad dentro del alma: mirando a la Cruz, que se vislumbra en el horizonte de la Cuaresma. La Cruz de Cristo es “fuerza para la debilidad, gloria para el oprobio, vida para la muerte” (San León Magno).

La Cruz de Cristo es el culmen de la misión del Señor y la cumbre del amor que nos da la salvación.

En el capítulo 12 de su Evangelio, san Juan recoge las palabras que el Señor dirigió a unos griegos que querían verle: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre (…). Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será  echado fuera. Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir” (Jn 12, 23.31-33).

Por lo tanto, para convertirse, hay que mirar a Cristo en la Cruz: “Mirarán al que traspasaron” (Zac 12, 10). Hay que mirarle despacio y pedirle que sepamos escuchar su voz y recibir su luz para conocernos y para conocerle (“gnoverim me  gnoverim te”: “que me conozca y que te conozca”, dice San Agustín).

Este es el contenido de la conversión que buscamos en la Cuaresma, fruto de una fe más viva y de un arrepentimiento más profundo y sincero.

Haremos lo mismo que hicieron los israelitas en el desierto cuando, por sus pecados, fueron atacados por serpientes venenosas y muchos murieron; entonces Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera en un estandarte: si alguien era mordido por las serpientes, al mirar a la serpiente de bronce quedaba curado (cfr. Num 21, 4-9).

“También Jesús será levantado sobre la cruz, para que todo el que se encuentre en peligro de muerte a causa del pecado, dirigiéndose con fe a él, que murió por nosotros, sea salvado. "Porque Dios –escribe san Juan– no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 17)” (Benedicto XVI, Ángelus, 18-III-2012).

Jesús es Médico Divino. Viene a curar las llagas de nuestros pecados. Pero, antes, hemos de reconocer que estamos enfermos: confesar nuestros pecados, como lo hizo el hijo pródigo cuando se dio cuenta de que vivía alejado de la verdad y se decide volver a la casa de su padre: “Padre mío, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc 15, 21). «Alguno podrá decir: ¡pero es muy costoso admitir los propios pecados, y confesarlos! Sí, pero del reconocimiento de la enfermedad procede la curación» (Tertuliano, De poenitentia, VIII, 4-X).

“A veces el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está apegado a sus pecados. Sin embargo, la verdadera paz y la verdadera alegría sólo se encuentran abriéndose a la luz y confesando con sinceridad las propias culpas a Dios. Es importante, por tanto, acercarse con frecuencia al sacramento de la Penitencia, especialmente en Cuaresma, para recibir el perdón del Señor e intensificar nuestro camino de conversión” (Benedicto XVI, Ángelus, 18-III-2012).

El sacramento de la reconciliación es la fuente del perdón; el sacramento de la alegría; paz para nuestras almas; aire fresco, agua clara. Es el abrazo del Padre bueno que nos esperaba desde largo tiempo atrás y que nos cubre de besos cuando nos ve llegar desde lejos. Es colirio, es la vestidura blanca, es la piedrecita blanca, el lucero matutino. La Confesión es una de las huellas que dejó Jesucristo en la tierra. ¿Cómo no amar y agradecer profundamente este Don del Dios de la Misericordia?

«Al parecer, la incomodidad de los hombres de hoy radica en la humillación que experimenta al mostrar al vivo su propia suciedad aunque tan solo sea al confesor en el sacramento. Es humillante, sin duda. Pero solo hasta cierto punto, y además es justo que así sea. La confesión vocal de los pecados viene a ser ya un acto de penitencia con el que comienza la reparación. Ir al sacerdote, agachar la cabeza, comerse el orgullo y el amor propio y acusarse de los pecados uno a uno, esa es la expresión de la sinceridad y autenticidad del aborrecimiento del pecado» (F. Suárez, La paz os dejo, p. 160-1).

San Juan Pablo II describe muy bien la soledad del pecador delante de Dios: «Ante todo —dice el Papa—, hay que afirmar que nada es más personal e íntimo que este Sacramento en el que el pecador se encuentra ante Dios solo con su culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede arrepentirse en su lugar ni puede pedir perdón en su nombre. Hay una cierta soledad del pecador en su culpa, que se puede ver dramáticamente representada en Caín, con el pecado “como fiera acurrucada a su puerta”, como dice tan expresivamente el Libro del Génesis, y con aquel signo particular de maldición, marcado en su frente; o en David, cuando toma conciencia de la condición a la que se ha reducido por el alejamiento del padre y decide volver a él: todo tiene lugar solamente entre el hombre y Dios» (Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, n.31).

Recordemos, por último, la oración de san Juan Pablo II delante de la Virgen de Guadalupe en su primer viaje a México: «Esperanza nuestra —le decía—, míranos con compasión, enséñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos a levantarnos, a volver a Él, mediante la confesión de nuestras culpas y pecados en el Sacramento de la Penitencia, que trae sosiego al alma. Te suplicamos que nos concedas un amor muy grande a todos los santos Sacramentos que son como las huellas que tu Hijo nos dejó en la tierra» (Juan Pablo II, Oración a la Virgen de Guadalupe, 1979).



sábado, 7 de marzo de 2015

Los preceptos de la Ley y la sabiduría de la Cruz

El Decálogo está contenido en dos lugares de la Sagrada Escritura: Ex 20, 1-17 (cfr. Primera Lectura del Tercer Domingo de Cuaresma) y Dt 5, 6-21.


Ningún otro cuerpo legal del Pentateuco se repite dos veces. Esto nos da idea de la importancia que tiene el Decálogo en la Torá.

Efectivamente, como afirma Santo Tomás de Aquino, en los preceptos del Decálogo (los 10 Mandamientos) está recogidos los preceptos de la Ley Natural, tanto los universales como los particulares.

La Ley Natural es la participación de la Ley Eterna en la creatura racional. Dios ha diseñado las leyes morales de su Creación y las ha grabado en la conciencia del hombre. Todo hombre nace con esta especie de “instructivo” impreso en el alma, de modo que tiene en sí, inscrita, la Ley de Dios.

Lo que pasa es que el pecado original ha oscurecido esa Ley en nuestra conciencia y, a veces, no es fácil acertar entre el bien y el mal. Por eso es necesaria la Gracia, que sana nuestra naturaleza caída.

El Decálogo es Ley de liberación. Normalmente, en los pueblos antiguos, los que perdían una guerra quedaban sometidos al enemigo que le imponía su ley y sus preceptos. En el caso de Israel, el origen de su ley es la liberación de la esclavitud que habían tenido en Egipto.

Por eso, los israelitas cumplían la Ley con un espíritu de libertad, aunque todavía no plena. Tendría que llegar Cristo e instaurar la plenitud de la Ley, la Ley Nueva de Amor y Libertad; la ley, no de mínimos, sino de máximos: de abundancia de misericordia y de generosidad, por parte de Dios; y de respuesta llena de amor y de entrega por parte del hombre.

Cristo cumplió toda la Ley de Moisés (preceptos morales ─Decálogo─, judiciales y ceremoniales) porque no vino a abolir la Ley sino a darle cumplimiento.

Jesús perfeccionó la Ley. A partir de Él, quedaron abolidos los preceptos judiciales y ceremoniales, pero no los morales (Decálogo).

Aunque han de mantenerse los diez mandamientos, tal como están en la Sagrada Escritura, podemos intentar hacer un resumen de ellos, para recordar lo principal de su enseñanza, con más facilidad. En este sentido, podemos señalar cinco grandes mandamientos que son síntesis del Decálogo:

1° El Amor, adoración y alabanza a Dios: este mandamiento es el primero y está por encima de los demás. Operi Dei nihil praeponatur, reza la regla benedictina: Que nada se anteponga a la obra de Dios, es decir, al culto que debemos a Dios (especialmente en la Liturgia, y en el Culto Eucarístico).

2° El Amor al prójimo (el Mandamiento nuevo de la Caridad): un amor ordenado (la familia, los amigos, los conocidos, etc.), que se extiende a toda la humanidad, al respeto por la vida y el bien de todos los hombres.

3° El recto uso de la sexualidad dentro del matrimonio: mandamiento especialmente importante en nuestro mundo, lleno de hedonismo, de banalización del sexo y de transgresiones continuas debidas a la falta de aprecio a la virtud de la pureza cristiana.

4° El amor a la verdad: que se opone a la mentira reinante en el mundo, a la corrupción y el engaño generalizado en el que vive el hombre moderno.

5° El desprendimiento de los bienes terrenos: también grandemente necesario en nuestro mundo consumista, tecnificado, que sólo busca el bienestar material y en el que el dinero dirige a la mayoría de los hombres.

Jesucristo vino a fundar la Nueva Ley mediante la Cruz, que es Sigo Más. Sólo con la Sabiduría de la Cruz se pueden superar los peligros de la mundanización.

"Nosotros predicamos a Cristo crucificado –escribe el Apóstol a los cristianos de Corinto–, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, lo mismo judíos que griegos, Cristo es fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1, 23-24).

La Cruz es escándalo (obstáculo) para los judíos, porque no pueden aceptar que todo un Dios se haga hombre y muera crucificado (cfr. Segunda Lectura: 1 Co 1, 22-25).

La Cruz es necedad o locura para los gentiles (los griegos) porque ningún hombre que utilice su razón (dicen ellos) puede concebir que otro hombre muera innecesariamente si es posible salvarse.

Sólo la Lógica del Amor (de la Cruz) puede adherirse a la Fe de Jesucristo, como dice San Pablo: “Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20).

Stat Crux dum volvitur orbis” (lema de los cartujos). Mientras todo da vueltas, sólo la Cruz permanece.

“La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal. Ahora bien, Dios Padre ha revelado su omnipotencia de la manera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es "poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres" (1Co 2, 14 - 25). En la Resurrección y en la exaltación de Cristo es donde el Padre "desplegó el vigor de su fuerza" y manifestó "la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes" (Ef 1, 19 - 22)” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 272).

Jesús, al expulsar a los mercaderes del Templo (cfr. Evangelio: Jn 2, 13-25), no utiliza la violencia, tal como la entendemos nosotros ahora. Lo que está haciendo es mostrar con fortaleza, por medio de este signo profético, que los mercaderes no santifican el Templo, sino lo profanan, convirtiéndolo en una cueva de ladrones, y yendo en contra de la Ley.

Pero ese Templo, que es el recinto de la Ley, donde estaban las Tablas de la Ley, quedará destruido, pues el Verdadero Templo es el Cuerpo de Cristo, que morirá, pero al tercer día resucitará. Cristo es el Nuevo Templo, de tal modo que, a partir de su Resurrección, los hombres adorarán a Dios en espíritu y verdad

La Cruz es el Signo Triunfador, del Final de los Tiempos: “La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26 - 39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: "Regnavit a ligno Deus" ("Dios reinó desde el madero de la Cruz", himno "Vexilla Regis")” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 550).