sábado, 14 de febrero de 2015

La lepra del pecado

En este último domingo antes de comenzar la Cuaresma (Domingo VI del Tiempo Ordinario), en la 1ª Lectura y en el Evangelio, contemplamos el tema de “la lepra”, una enfermedad que representa muy bien la fealdad del pecado.

Lepra - Babilonia

La lepra es una enfermedad contagiosa. Por eso, Yahvé, en el Libro del Levítico, había determinado una serie de medidas para evitar el contagio a otros miembros de la comunidad. Además, era común atribuir la lepra a un castigo divino por algún pecado grave cometido.

Era el caso de María, hermana de Aarón y Moisés, y de Job, que padecieron la enfermedad de la lepra durante un tiempo.   

Todo esto llevaba, en la práctica, a rehuir a los leprosos, que estaban obligados a comportarse de tal manera que su extravagancia alertaba a todos a alejarse de ellos, como sucedía con los judíos en la Edad Media, con el sambenito que tenían que llevar, para así mostrar su condición de pueblo discriminado.

Llama la atención que los leprosos tuvieran la valentía (no tenían más remedio que hacerlo) de mostrarse a los demás como personas impuras, sin disimular lo más mínimo su condición. Tenían que ir vestidos con harapos, con el pelo despeinado, gritando que eran leprosos.

En nuestra época, las enfermedades del alma se suelen disimular, de modo que podemos encontrarnos con personas que, al exterior, son amables, educadas, y sonrientes, pero que tienen el alma podrida de egoísmo, sensualidad y falta de rectitud.

También hay hombres y mujeres que, pueden tener graves enfermedades del alma y difundir errores que hacen daño a otros, pero que, por ignorancia (vencible o invencible) no se dan plenamente cuenta de sus males, y no buscan remediarlos.

Hace poco veía un vídeo en inglés, que trata del gran mal que produjo en la Iglesia la herejía protestante.


Ahora, que tenemos todos la inclinación de tratar de comprender a nuestros hermanos separados y buscar la unidad, a través del ecumenismo, no está de más dejar claro el gran daño que produjo Lutero a muchas almas, en el siglo XVI, y las consecuencias nefastas de sus errores, que ahora padecemos (liberalismo, individualismo, hedonismo, revolución sexual, doctrinas contra la vida, la familia, el matrimonio, etc.).

Por supuesto, no está mal tratar a todos los que están equivocados con mucha caridad, pero sin minimizar el error y el pecado; sin construir, en definitiva, sobre la mentira.    

Por eso, ahora que estamos a punto de comenzar la Cuaresma, es muy sano reflexionar sobre el pecado, como “agente más patógeno de la sociedad” que es; para desenmascararlo en nuestra propia vida y ayudar a los demás a que también lo descubran en la suya.

La Cuaresma es un Tiempo Litúrgico que nos invita al “examen de conciencia”, al conocimiento propio.

En el templo de Apolo en Delfos, campeaba la famosa inscripción, máxima de toda la sabiduría de la antigüedad: “Conócete a ti mismo”. Es la enseñanza principal de Sócrates. Sobre todo: “conoce lo que pasa en tu corazón”, qué tan rectos son tus pensamientos y deseos. Es necesario saber lo que pasa en nuestro interior para poner orden.  Pero también es necesario saber lo que pasa en nuestro exterior. Al individuar y analizar nuestras acciones, podemos descubrir los impulsos interiores que las han motivado, y así conocer la profundidad de nuestra conciencia, quiénes en verdad somos cada uno.

Somos más mediocres de lo que pensábamos. Perdemos infinidad de tiempo en tonterías. Los motivos de nuestros actos no son demasiado elevados. La vanidad y la soberbia tienen su parte en tantos enfados y rencores. Somos bastante perezosos y nos excusamos con una sorprendente facilidad. Hacemos muchas menos cosas de las que nos gustaría y algunas las hacemos de un modo chapucero. Dedicamos un tiempo excesivo –casi enfermizo– a darnos vueltas a nosotros mismos. Perdemos demasiado el tiempo en proyectos irrealizables, en recreaciones del pasado, en ensoñaciones del futuro. Conocer nuestros defectos es la mejor base y el mejor aliciente para mejorar (cfr. Juan Luis Lorda, Humanismo II. Tareas del espíritu, Rialp, Madrid 2010, pp. 37-38).

La persona madura puede explicar las razones de su conducta, que tiene una lógica, pues está dirigida por el entendimiento y la voluntad, que dominan en su espacio interior. Esto no sucede con los niños y los locos.  

El conocerse mejor a sí mismo, no sólo trae beneficios para cada uno. También, nos ayuda a estar en mejores condiciones para conocer a los demás y hacernos “expertos en humanidad”. Nos proporciona una rica experiencia de qué es el hombre. En el fondo, todas las personas somos muy parecidas.

El examen sincero de nuestra vida es el mejor camino para convertirnos y ser “cooperadores de la Verdad”. “La conversión es el verdadero realismo; ella nos capacita para un trabajo realmente común y humano. Me parece que hay aquí materia suficiente para un examen de conciencia. “Convertirse” quiere decir: no buscar el éxito, no correr tras el prestigio y la propia posición. “Conversión” significa: renunciar a construir la propia imagen, no esforzarse por hacer de sí mismo un monumento, que acaba siendo con frecuencia un falso Dios. “Convertirse” quiere decir: aceptar los sufrimientos de la verdad. La conversión exige que la verdad, la fe y el amor lleguen a ser más importantes que nuestra vida biológica, que el bienestar, el éxito, el prestigio y la tranquilidad de nuestra existencia; y esto no solamente de una manera abstracta, sino en la realidad cotidiana y en las cosas más insignificantes. De hecho, el éxito, el prestigio, la tranquilidad y la comodidad son los falsos dioses que más impiden la verdad y el verdadero progreso en la vida personal y social. Cuando aceptamos esta primacía de la verdad, seguimos al Señor, cargamos con nuestra cruz y participamos en la cultura del amor, que es la cultura de la cruz» (J. Ratzinger, El Camino Pascual, pp. 27-28).

Hablado de la dificultad del propio conocimiento, decía la escritora rusa Tatiana Goricheva: «Conozco cuatro Tatianas: una, la que conocen todos. Otra que conocen sus amigos. Otra que conoce la misma Tatiana. Y otra, la que conoce Dios».

Lo importante del examen de conciencia es escuchar esa voz interior -la voz de Dios- que nos dice cómo nos ve Él: tendremos con ello el conocimiento más aproximado de nosotros mismos.

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