sábado, 28 de febrero de 2015

Cuaresma y Conversión

La Cuaresma es un tiempo de gracia, porque es tiempo de penitencia, es decir, de conversión interior y exterior (del cuerpo y del espíritu). Al estar toda la Iglesia decidida a una profunda conversión, Dios, Uno y Trino, nos concede sus dones de gracia en abundancia.


La conversión es un don de Dios. Él tiene la iniciativa. Esto se ve muy bien en la colecta de la Misa del lunes de la primera semana de Cuaresma: “Conviértenos a ti, Dios salvador nuestro; ilumínanos con la luz de tu palabra, para que la celebración de esta Cuaresma produzca en nosotros sus mejores frutos”.

En 1985, el Cardenal Joseph Ratzinger dirigía unos ejercicios espirituales al Papa (Juan Pablo II) y a sus colaboradores. El segundo día, tomó pie de este texto para su plática.

A continuación, hacemos un resumen de esa reflexión (cfr. J. Ratzinger, El Camino Pascual, ed. BAC Popular, Madrid 1990).

(Lunes, 1ª semana de Cuaresma; Lev 19, 1-2.11-18; Mt 25, 31-46)

Las primeras palabras de la oración  de este día expresan el programa de la Cuaresma en su forma más breve y más clara: “Converte nos, Deus salutaris noster”. Son las primeras palabras del Evangelio de Jesús: “¡Arrepentíos¡” (Mc 1, 15). La Iglesia cambia el imperativo por una oración de súplica: le pedimos al Señor que sea él quien nos convierta, pues el hombre sabe que no puede convertirse por sí mismo, valiéndose de sus solas fuerzas. La conversión es una gracia. Siempre es Dios el que se nos adelanta.

Son palabras tomadas del Salmo 84, 5.  Es Jesús quien hace realidad la petición del salmista. Jesús es quien nos convierte. Nosotros no somos arquitectos de nuestra propia vida. En la dependencia de Dios consiste la verdadera libertad.

Hay dos caminos: la opción de la autorrealización por la cual el hombre se adueña por completo de su ser y de su vida que es para sí y desde sí mismo. Por otra parte está la opción de la fe y del amor, por la cual acepta depender de su Creador. Esta opción es, al mismo tiempo, un decidirse por la verdad.

Las dos opciones corresponden a las palabras “tener” y “ser”. La primera opción quiere tener todo: dinero, belleza, alegrías... La segunda opción no busca la posesión, sino la reciprocidad del amor, por la grandeza majestuosa de la verdad. Es la cultura de la muerte (de cosas muertas) o la de la vida (que es la cultura del amor).

Es la cultura del poder o la de la cruz. En el primer caso el hombre moderno se siente capaz de edificar un mundo libre, verdaderamente humano. Quiere tomar las riendas de la historia y del mundo. Pero hoy vislumbramos ya adónde conduce esta creatividad emancipada de Dios y así comenzamos a redescubrir la sabiduría de la cruz.

La cruz señala el final de la autonomía, que tuvo su principio en el paraíso con las palabras de la serpiente: “seréis como dioses”. La cruz expresa el primado de la verdad y del amor. “In hoc signo vinces”.

«“Converte nos, Deus salutaris noster”. El rechazo de la autorrealización y el primado de la gracia que se expresan en esta plegaria no pretenden asentarnos en una especie de quietismo, sino abrir las puertas a una fuerza nueva y más profunda de la actividad humana. La autorrealización traiciona la vida al interpretarla como mera posesión, y de esta manera sirve a la muerte; la conversión es el acto por el que elegimos la reciprocidad del amor, la disponibilidad a dejarnos formar por la verdad, para llegar a ser “cooperadores de la verdad (3 Jn 8).  Por consiguiente la conversión es el verdadero realismo; ella nos capacita para un trabajo realmente común y humano. Me parece ─decía el Cardenal Ratzinger─ que hay aquí materia suficiente para un examen de conciencia. “Convertirse” quiere decir: no buscar el éxito, no correr tras el prestigio y la propia posición. “Conversión” significa: renunciar a construir la propia imagen, no esforzarse por hacer de sí mismo un monumento, que acaba siendo con frecuencia un falso Dios. “Convertirse” quiere decir: aceptar los sufrimientos de la verdad. La conversión exige que la verdad, la fe y el amor lleguen a ser más importantes que nuestra vida biológica, que el bienestar, el éxito, el prestigio y la tranquilidad de nuestra existencia; y esto no solamente de una manera abstracta, sino en la realidad cotidiana y en las cosas más insignificantes. De hecho, el éxito, el prestigio, la tranquilidad y la comodidad son los falsos dioses que más impiden la verdad y el verdadero progreso en la vida personal y social. Cuando aceptamos esta primacía de la ver-dad, seguimos al Señor, cargamos con nuestra cruz y participamos en la cultura del amor, que es la cultura de la cruz» (El Camino Pascual, pp. 27-28).

Veamos otras palabras de la Colecta de la Misa:

a) Está la palabra “progreso” (“opus quadragesimale proficiat”): «el verdadero progreso se realiza únicamente rehaciendo el camino de Jesús, siguiendo su orientación. El corazón del progreso es el progreso del amor. Y el corazón del amor es la cruz, el perderse con Jesús».

b) También la expresión “opus quadragesimale”, y no sólo “ayuno cuaresmal”: es de todo el hombre, cuerpo y espíritu. “Sentiamus... subsidium mentis et corporis ut in utroque salvati de remedii plenitudine gloriemur” (Oración después de la Comunión).

Ahora digamos algunas palabras sobre el “Lugar”, en Roma, donde se tiene la Estación de la Misa del lunes de Cuaresma.

La antigua liturgia romana creó una geografía de la fe. Entre los muros de Roma se construyó la Jerusalén de Jesús, ya destruida, que es signo de la Jerusalén celestial y también es un Camino de la Cruz, un camino interior en la historia de salvación. Son las iglesias “estacionales” de la Cuaresma. La conexión profunda entre los textos de la liturgia y estos lugares forma un conjunto en el que aparece la lógica existencial de la fe, que sigue a Jesús desde el desierto, a través de su vida pública, hasta la cruz y la resurrección.

La Statio de este día es San Pedro in Vinculis. Esta estación tiene tres elementos para reflexionar:

1. Junto a un Tribunal Romano. «El hombre no se halla puesto en una libertad vacía, como piensa Sastre y como piensan tantos otros de nuestro tiempo. El hombre ha sido concebido por Dios; tiene su origen en una idea divina y su libertad responde a esta idea. La idea central de Dios sobre el hombre es el amor, y, por esta razón, el hombre será juzgado según la medida del amor» (p. 30). La lectura y el Evangelio hablan sobre el Juicio final. Dios nos juzgará según la medida del amor. La idea central de Dios sobre el hombre es el amor.

2. Esta iglesia fue construida por la emperatriz Eudoxia para custodiar las cadenas de San Pedro descubiertas en Jerusalén. Estas cadenas nos hacen ver que el poder humano de los príncipes de esta tierra tiene un límite, y nos hablan de la necesidad de orar y tener caridad con los presos. Es una ocasión para pedir por la Iglesia perseguida y por todos los que sufren persecución por causa de la justicia.

3. La grandiosa figura de Moisés (de Miguel Ángel) señala la unidad de los dos Testamentos: la unidad entre Moisés y Jesús.

Por último, reflexionemos un poco sobre los dos textos de la Liturgia de la Palabra de este día.

En Lev 19 y Mt 25 se indica el contenido central de la conversión, el punto del que depende toda la Ley y los Profetas: el mandamiento del amor de Dios y del prójimo.

Dios nos enseña en concreto cómo hemos de amar a nuestros hermanos: viviendo las obras de misericordia, corporales y espirituales:

─ Obras de misericordia corporales: 1) dar de comer al hambriento, 2) dar de beber al sediento, 3)  vestir al desnudo, 4) hospedar al peregrino, 5) visitar al encarcelado, 6) visitar al enfermo, 7) enterrar a los muertos.

─ Obras de misericordia espirituales: 1) enseñar al que no sabe, 2)  aconsejar al que lo ha menester, 3) corregir al que yerra, 4) consolar al triste, 5) perdonar las ofensas, 6) soportar con paciencia los defectos del prójimo, 7)  orar por los vivos y difuntos.

Así volvemos a la oración. Convertirse es seguir a Jesús, convertirse es amar, convertirse es despojarse de todo afán de autonomía y abrirse a la gracia; la ley y la gracia no se oponen; al contrario, expresan fundamentalmente lo mismo.

En este sentido suplicamos: “Converte nos, Deus salutaris noster, et mentes nostras instrue ce-lestibus disciplinis”. Concédenos aprender no sólo las ciencias y las artes de esta vida terrena; enséñanos la verdadera ciencia, las disciplinas de la vida por excelencia, las disciplinas de la santidad, las disciplinas del cielo, de la vida eterna. En la intención de la Iglesia, la Cuaresma ha de ser un anuncio apremiante de las disciplinas celestes: Mentes nostras instrue caelestibus disciplinis”. Así sea.

sábado, 21 de febrero de 2015

La doctrina de las "Dos Vías"

La Cuaresma es un tiempo de gracia: “ecce nunc tempus acceptabile! Ecce nunc dies salutis”; “este es el tiempo propicio, este el día de la salvación” (cfr. 2 Cor 6, 1-2). Es tiempo de conversión, de penitencia. Por lo tanto, también es tiempo de decisiones serias y tiempo de lucha, sobre todo ahora que las tinieblas de la increencia parecen nublar la faz de la tierra.

Brueghel, el Viejo, 1596

Cada cristiano ha de mirar el fondo de su corazón para descubrir lo que hay que cambiar. Pueden ser aspectos concretos de nuestra manera de vivir, de nuestra manera de ver las cosas, de nuestros esquemas mentales. O puede ser un cambio más profundo, que lleve consigo una decisión más radical.

En cualquier caso, el inicio de la Cuaresma es una ocasión para reafirmar nuestra decisión de caminar por el camino correcto. En última instancia hay sólo dos caminos: el que nos lleva a Dios o el que nos aleja de Él.

Es verdad que en gran parte de los asuntos humanos, las cosas no son o blanco o negro. Hay muchos matices y muchas posibles elecciones (caminos) que nos pueden llevar al cumplimiento de la voluntad de Dios. Son los asuntos “opinables”, es decir, que pueden verse desde distintos enfoques igualmente buenos. El don de la libertad nos da un amplio margen de capacidad de decisión en la mayoría de las cosas que hacemos todos los días. Cada uno debe, libre y responsablemente, decidir lo que le parezca mejor en un determinado momento: si sale de su casa o se queda, si acompaña a un amigo o no, si estudia un asunto ahora o lo deja para otro momento, etc.

Pero en las cosas importantes de la vida, en aquellas que afectan a las verdades de fe o a los principios morales de nuestra existencia, se presentan dos caminos: creer o no creer; amar o no amar. La disyuntiva es clara: o se es cristiano o no se es.

Los primeros cristianos, especialmente los que provenían del paganismo, tenían muy clara la conciencia de que “no se puede servir a dos señores”. Abrazar el cristianismo suponía dejar “el hombre viejo” para renacer en Cristo a una “vida nueva”.
“Si quieres, guardarás los mandatos del Señor, ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja” (Eclesiástico 5, 16-21).

En los seis primeros capítulos de la Didakhé (Doctrina Apostolorum o Instrucción del Señor a los gentiles por medio de los Doce Apóstoles; escrito de principios del siglo II), los primeros cristianos podían leer la doctrina de las “Dos Vías”, que también se contenía en los capítulos 18 a 21 de la Epístola a Bernabé (escrita hacia el año 130).

Desde siempre, los hombres se han preguntado: ¿cómo debo vivir? ¿Qué estilo de vida debo escoger? Y, al darse cuenta de que es libre y puede escoger, se pregunta: ¿cuál es el camino del bien, de la verdad, de la felicidad? ¿Hay muchos?

En definitiva, sólo hay dos caminos: o seguimos las obras de la carne (cfr. Gal 5, 19-21: “Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas) o las obras del espíritu (Gal 5, 22-23: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”).

San Agustín, por ejemplo, relata su conversión en Milán. “Cuenta que, en el tormento de sus reflexiones, retirado en un jardín, escuchó de repente una voz infantil que repetía una cantinela, nunca antes escuchada: «tolle, lege, tolle, lege», «toma, lee, toma, lee» (Confesiones VIII, 12,29). Entonces se acordó de la conversión de Antonio, padre del monaquismo, y con atención volvió a tomar un códice de san Pablo que poco antes tenía entre manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de la carta a los Romanos en el que el apóstol exhorta a abandonar las obras de la carne y a revestirse de Cristo (13, 13-14)” (Benedicto XVI, Catequesis del 27-II-2008).  

Contra el relativismo decimos que, en el fondo, hay un solo camino y muchos modos de recorrerlo. Es un camino ancho y carretero: Jesucristo (“Yo soy el Camino…”).

“El que no está conmigo, está contra mí”. “No se puede servir a dos señores”.

Jesús es el Camino, y en la Iglesia tenemos la plenitud de medios (señales) para recorrerlo. Él nos ha recordado el Camino que Yahvé ya había señalado en el Antiguo Testamento, pero renovándolo: es un nuevo Camino, de gracia y libertad.

La Iglesia, desde el principio de la Cuaresma, nos invita a tomar el Camino de la Verdad. Por ejemplo, la Liturgia de la Palabra del Jueves después de Ceniza, recoge como primera lectura un texto del Deuteronomio (30, 15-20): “Moisés habló al pueblo, diciendo: – «Mira: hoy te pongo delante la vida y el bien, la muerte y el mal. Si obedeces lo que yo te mando hoy, amando al Señor, tu Dios, siguiendo sus caminos, guardando sus preceptos, mandatos y decretos, vivirás y crecerás; el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde vas a entrar para conquistarla. Pero, si tu corazón se aparta y no obedeces, si te dejas arrastrar y te prosternas dando culto a dioses extranjeros, yo te anuncio hoy que morirás sin remedio, que, después de pasar el Jordán y de entrar en la tierra para tomarla en posesión, no vivirás muchos años en ella. Hoy cito como testigos contra vosotros al cielo y a la tierra; te pongo delante vida y muerte, bendición y maldición. Elige la vida, y viviréis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz, pegándote a él, pues él es tu vida y tus muchos años en la tierra que había prometido dar a tus padres Abrahán, Isaac y Jacob»”.

Los israelitas habían peregrinado durante 40 años por el desierto. Se habían purificado. Era una generación joven y creyente. Pero, al llegar a la Tierra Prometida, tenían que elegir entre las dos opciones: la obediencia al designio amoroso de Yahvé, o la idolatría y la desobediencia a la voluntad de Dios.

En el Salmo Responsorial del Jueves después de ceniza, la Iglesia nos proponía la lectura del Salmo 1: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor (…).Es como un árbol plantado junto al río: da fruto a su tiempo y sus hojas no se marchitan; todo lo que hace le sale bien. No sucede lo mismo con los malvados ni los pecadores”.

Por fin, en el Evangelio, Jesús señala claramente el camino: tomar con alegría la Cruz. Ser grano de trigo, que se entierra, para dar mucho fruto. «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se perjudica a sí mismo?» (Lc 9, 22-25).

Al comienzo de la Cuaresma, pidamos al Señor por todos nuestros hermanos creyentes: que sepamos elegir el Camino de la Verdad y del Amor, para seguirlo con decisión y firmeza; que sepamos defender nuestra fe en Jesucristo en los momentos actuales de confusión y apostasía; que, con nuestra oración y nuestro testimonio, acerquemos a muchos hombres y mujeres a la vida de fe. Nuestra Señora, Maestra de fe, protegerá la fe de nuestras familias, si aprendemos de Ella: “Beata, quæ credidisti, quoniam perficientur ea, quæ dicta sunt tibi a Domino”. “Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá!” (Lc 1, 45).

Se puede leer el artículo de don José María Iraburu, en InfoCatólica, sobre la importancia de defender a fe con energía, en nuestros tiempos:




sábado, 14 de febrero de 2015

La lepra del pecado

En este último domingo antes de comenzar la Cuaresma (Domingo VI del Tiempo Ordinario), en la 1ª Lectura y en el Evangelio, contemplamos el tema de “la lepra”, una enfermedad que representa muy bien la fealdad del pecado.

Lepra - Babilonia

La lepra es una enfermedad contagiosa. Por eso, Yahvé, en el Libro del Levítico, había determinado una serie de medidas para evitar el contagio a otros miembros de la comunidad. Además, era común atribuir la lepra a un castigo divino por algún pecado grave cometido.

Era el caso de María, hermana de Aarón y Moisés, y de Job, que padecieron la enfermedad de la lepra durante un tiempo.   

Todo esto llevaba, en la práctica, a rehuir a los leprosos, que estaban obligados a comportarse de tal manera que su extravagancia alertaba a todos a alejarse de ellos, como sucedía con los judíos en la Edad Media, con el sambenito que tenían que llevar, para así mostrar su condición de pueblo discriminado.

Llama la atención que los leprosos tuvieran la valentía (no tenían más remedio que hacerlo) de mostrarse a los demás como personas impuras, sin disimular lo más mínimo su condición. Tenían que ir vestidos con harapos, con el pelo despeinado, gritando que eran leprosos.

En nuestra época, las enfermedades del alma se suelen disimular, de modo que podemos encontrarnos con personas que, al exterior, son amables, educadas, y sonrientes, pero que tienen el alma podrida de egoísmo, sensualidad y falta de rectitud.

También hay hombres y mujeres que, pueden tener graves enfermedades del alma y difundir errores que hacen daño a otros, pero que, por ignorancia (vencible o invencible) no se dan plenamente cuenta de sus males, y no buscan remediarlos.

Hace poco veía un vídeo en inglés, que trata del gran mal que produjo en la Iglesia la herejía protestante.


Ahora, que tenemos todos la inclinación de tratar de comprender a nuestros hermanos separados y buscar la unidad, a través del ecumenismo, no está de más dejar claro el gran daño que produjo Lutero a muchas almas, en el siglo XVI, y las consecuencias nefastas de sus errores, que ahora padecemos (liberalismo, individualismo, hedonismo, revolución sexual, doctrinas contra la vida, la familia, el matrimonio, etc.).

Por supuesto, no está mal tratar a todos los que están equivocados con mucha caridad, pero sin minimizar el error y el pecado; sin construir, en definitiva, sobre la mentira.    

Por eso, ahora que estamos a punto de comenzar la Cuaresma, es muy sano reflexionar sobre el pecado, como “agente más patógeno de la sociedad” que es; para desenmascararlo en nuestra propia vida y ayudar a los demás a que también lo descubran en la suya.

La Cuaresma es un Tiempo Litúrgico que nos invita al “examen de conciencia”, al conocimiento propio.

En el templo de Apolo en Delfos, campeaba la famosa inscripción, máxima de toda la sabiduría de la antigüedad: “Conócete a ti mismo”. Es la enseñanza principal de Sócrates. Sobre todo: “conoce lo que pasa en tu corazón”, qué tan rectos son tus pensamientos y deseos. Es necesario saber lo que pasa en nuestro interior para poner orden.  Pero también es necesario saber lo que pasa en nuestro exterior. Al individuar y analizar nuestras acciones, podemos descubrir los impulsos interiores que las han motivado, y así conocer la profundidad de nuestra conciencia, quiénes en verdad somos cada uno.

Somos más mediocres de lo que pensábamos. Perdemos infinidad de tiempo en tonterías. Los motivos de nuestros actos no son demasiado elevados. La vanidad y la soberbia tienen su parte en tantos enfados y rencores. Somos bastante perezosos y nos excusamos con una sorprendente facilidad. Hacemos muchas menos cosas de las que nos gustaría y algunas las hacemos de un modo chapucero. Dedicamos un tiempo excesivo –casi enfermizo– a darnos vueltas a nosotros mismos. Perdemos demasiado el tiempo en proyectos irrealizables, en recreaciones del pasado, en ensoñaciones del futuro. Conocer nuestros defectos es la mejor base y el mejor aliciente para mejorar (cfr. Juan Luis Lorda, Humanismo II. Tareas del espíritu, Rialp, Madrid 2010, pp. 37-38).

La persona madura puede explicar las razones de su conducta, que tiene una lógica, pues está dirigida por el entendimiento y la voluntad, que dominan en su espacio interior. Esto no sucede con los niños y los locos.  

El conocerse mejor a sí mismo, no sólo trae beneficios para cada uno. También, nos ayuda a estar en mejores condiciones para conocer a los demás y hacernos “expertos en humanidad”. Nos proporciona una rica experiencia de qué es el hombre. En el fondo, todas las personas somos muy parecidas.

El examen sincero de nuestra vida es el mejor camino para convertirnos y ser “cooperadores de la Verdad”. “La conversión es el verdadero realismo; ella nos capacita para un trabajo realmente común y humano. Me parece que hay aquí materia suficiente para un examen de conciencia. “Convertirse” quiere decir: no buscar el éxito, no correr tras el prestigio y la propia posición. “Conversión” significa: renunciar a construir la propia imagen, no esforzarse por hacer de sí mismo un monumento, que acaba siendo con frecuencia un falso Dios. “Convertirse” quiere decir: aceptar los sufrimientos de la verdad. La conversión exige que la verdad, la fe y el amor lleguen a ser más importantes que nuestra vida biológica, que el bienestar, el éxito, el prestigio y la tranquilidad de nuestra existencia; y esto no solamente de una manera abstracta, sino en la realidad cotidiana y en las cosas más insignificantes. De hecho, el éxito, el prestigio, la tranquilidad y la comodidad son los falsos dioses que más impiden la verdad y el verdadero progreso en la vida personal y social. Cuando aceptamos esta primacía de la verdad, seguimos al Señor, cargamos con nuestra cruz y participamos en la cultura del amor, que es la cultura de la cruz» (J. Ratzinger, El Camino Pascual, pp. 27-28).

Hablado de la dificultad del propio conocimiento, decía la escritora rusa Tatiana Goricheva: «Conozco cuatro Tatianas: una, la que conocen todos. Otra que conocen sus amigos. Otra que conoce la misma Tatiana. Y otra, la que conoce Dios».

Lo importante del examen de conciencia es escuchar esa voz interior -la voz de Dios- que nos dice cómo nos ve Él: tendremos con ello el conocimiento más aproximado de nosotros mismos.

sábado, 7 de febrero de 2015

La triple misión de Cristo

La Sagrada Liturgia, en el 5° Domingo del Tiempo Ordinario, nos hace presente, de modo particular, la triple misión de Jesucristo: profética, sacerdotal y real o pastoral.


El Señor, desde el inicio de su Vida pública realiza las obras que su Padre le ha encargado: predicar la Palabra de Dios, expulsar el pecado del mundo curar misericordiosamente las enfermedades de los hombres, aliviando su sufrimiento.

En la 1ª Lectura, del Libro de Job (Job 7, 1-4. 6-7), este Santo Patriarca del Antiguo Testamento, aquejado por todo tipo de sufrimientos, en el alma y en el cuerpo, responde a la pregunta que le hace su amigo Elifaz: ¿cuál es tu misión en esta vida? Job la resume con palabras llenas de dramatismo: se siente como un esclavo que suspira en vano por la sombra, todas sus noches son de dolor y se cansa de dar vueltas hasta el amanecer, su vida es un soplo y se consume sin esperanza...

Job describe, en pocas palabras, la realidad de la vida del hombre sobre la tierra: dolor, sufrimiento, tribulaciones sin número… ¡Cuántos ejemplos vemos cada día de hombres y mujeres que experimentan en sus vidas la soledad, la pobreza extrema, el dolor de las enfermedades incurables, el desengaño y el sufrimiento moral!

Todos estos males son consecuencia del pecado. No es Dios quien los desea para nosotros. Somos los hombres quienes hemos labrado nuestra propia desgracia con el pecado original de nuestros primeros padres, y con nuestros pecados personales.

Dios se compadece de nuestro sufrimiento y, por eso, para salvarnos del mal, ha venido al mundo y se ha hecho uno de nosotros. Se ha anonadado y ha tomado sobre sí nuestras enfermedades, nuestros dolores, nuestras penas.

En el Evangelio de la Misa (Mc 1, 29-39), san Marcos nos relata tres acciones de Cristo, que resumen muy bien toda su actividad mesiánica.

En primer lugar, nos cuenta que, después de haber salido de la sinagoga de Cafarnaúm, en dónde estuvo la mañana de un sábado (ver textos de la Liturgia de la Palabra del Domingo anterior) se dirigió con sus discípulos a la casa de Pedro y Andrés. Ahí encontró a la suegra de Pedro, que estaba en cama y con fiebre. Jesús se compadece de ella ─a quien seguramente ya conocía bien─ y en tres momentos, bien señalados por el evangelista (que fue discípulo de san Pedro y trasmisor de su catequesis), nos da cuenta del milagro que realiza el Señor:

Lo primero que hace Jesús es acercarse a la mujer. Nosotros también podemos pensar que el Señor se acerca a nuestra vida de modo que, desde su Ascensión a los Cielos, podemos decir que “siempre” está a nuestro lado. No hace falta hacer nada especial para poder escucharle y dirigirnos a Él. Basta querer hacerlo y creer que es así. Cristo, Buen Pastor, sale a nuestro encuentro. Además, podemos también acercarnos a los demás, con nuestros detalles de servicio y de amor hacia todos.  

Después, el Señor toma de la mano a la suegra de Pedro, es decir, “la toca”. A nosotros nos sucede lo mismo. Si queremos, Jesús nos toca con su Palabra y con su estar ahí, siempre junto a nosotros. Si la meditamos con frecuencia, nos sentiremos tocados por Ella y, a través de Ella, el Señor también nos tomará de la mano. También podemos tocar a nuestros hermanos con la Palabra del Señor, dicha oportunamente y con cariño.

Por último, Jesús “la levanta”. Es el momento de la curación. La mujer se restablece por completo, se incorpora, desaparece la fiebre en ella y se pone a servirles, como manifestación de que ha sido curada totalmente. Es la acción de la gracia de Cristo en las almas y cuerpos. Eso son los Sacramentos, que nos dan vida, nos curan, nos llenan de Vida sobrenatural. Jesús nos levanta porque sentimos en nosotros su fuerza curativa, pues el Señor se mete en nuestra alma, nos llena de su Amor, se hace uno con nosotros, especialmente en la Eucaristía.

En estos tres momentos de la curación de la suegra de Pedro podemos ver las tres misiones de Cristo: real (o pastoral), profética y sacerdotal.

Cuando se puso el sol (y, por tanto, terminó el descanso sabático, que respetaba el Señor, salvo si había alguna necesidad mayor, como la expulsión del demonio que había efectuado en la mañana de ese día), Jesús curó muchos enfermos con variadas enfermedades, y expulsó demonios. Todo el pueblo se agolpaba en la entrada de la casa de Pedro.

El Señor no permite hablar a los demonios, porque sabían quién era Él. Como vimos en el post anterior, Jesús no quiere el sensacionalismo ni el brillo humano, sino que desea pasar oculto y llevar a los hombres a la conversión, mediante el amor a la Cruz.

En estas curaciones de enfermos y expulsiones de demonios, manifiestan la misericordia de Cristo, que se compadece de nuestro dolor. Y también su gran humildad. El Señor, en su Humanidad Santísima, no quiere ser protagonista de nada, sino instrumento de la Gracia de Dios.  

En una entrevista a Jacinta, vidente de Garabandal, dice que lo que más le impresionó de toda esa experiencia sobrenatural que tuvo cuando era una niña de 12 años, fue la ocasión en que vio al Sagrado Corazón de Jesús. Su mirada, afirma, es sobrecogedora. Ningún ser humano pude ocultarse a ella. Es todo Verdad.


Podemos imaginar la gran impresión que causaría Jesús al curar enfermos y expulsar demonios, con su Caridad infinita y su Amor a cada uno de los hombres y mujeres que se acercaban a Él.  

También recomendamos ver un vídeo de otra entrevista, esta vez con el P. Jorge Loring, S.J., en el que el conocido sacerdote jesuita da su testimonio sobre as apariciones en San Sebastián de Garabandal.


Pero volvamos al día que pasó Jesús con una actividad intensa en Cafarnaúm. Después de curar a muchos enfermos y expulsar demonios, se recoge a descansar del fatigoso trabajo de aquel día. Y, en la madrugada, sale a hacer oración. Sus discípulos lo encuentran en un lugar apartado, probablemente ya sabían dónde buscarlo, y le dicen que todos desean verlo. Jesús les dice que es preciso ir a otras aldeas para predicar el Evangelio y para curar enfermos. Y de esta manera, parte a recorrer toda Galilea en su misión mesiánica, y enseña a los discípulos, de manera práctica, a poner siempre la oración en primer lugar, para que el fruto apostólico sea abundante.

En la 2ª Lectura de la Misa (cfr. 1 Cor 9, 16-19. 22-23), San Pablo explica por qué debe predicar el Evangelio. Dice que no lo hace para buscar una ganancia terrena, sino  gratuitamente. Lo que busca en poder participar de los bienes del Evangelio (sobre todo del mandamiento del Amor, que es el núcleo de toda la predicación de Jesús). Por eso lo hace lleno de gozo y se siente impulsado a no dejar de anunciar la Buena Nueva. Estas palabras del Apóstol nos impulsan a buscar todas las ocasiones que podamos para hablar de Cristo. Lo podemos hacer, principalmente, a través de nuestra propia vida y ejemplo hacia los demás. Y también con las palabras, que sabremos decir, de manera sencilla y natural, para que muchas personas, cerca de nosotros, descubran a Cristo y se enamoren de Él: se hagan discípulos suyos y le sigan muy de cerca.