sábado, 27 de diciembre de 2014

Palabras de Jesús y de María, al concluir el año

En este último post del año, quisiéramos aprovechar para transcribir dos mensajes de Jesús y de la Virgen, a Marga (cfr. La Verdadera Devoción al Corazón de Jesús. Dictados de Jesús a Marga, 1ª ed. en México, julio de 2012), que nos pueden ayudar a recomenzar nuestra lucha cristiana con más vigor y confianza en Dios.


Todos los mensajes a Marga, contenidos en los dos volúmenes que se han publicado hasta ahora (cfr. también El triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012), son profundos y ricos. Pero hay algunos, como los que transcribimos ahora, que tienen una fuerza y una claridad que merece la pena destacar.

Nos parece que nos ayudarán mucho a terminar bien este año 2014 que concluye y comenzar el 2015, con dos características fundamentales de nuestra vida cristiana: a) la necesidad de una nueva conversión (reconocimiento de nuestros pecados y lucha decidida contra el mal) y, b) la paz y la alegría que tenemos porque somos hijos de Dios y confiamos plenamente en que el Señor y su Madre no nos abandonan. Esa paz y alegría que sólo dan sus Palabras de Vida eterna.  

Se trata de dos mensajes seguidos: del 11 y 13 de octubre de 2002. Uno de Jesús y otro de María.

Mensaje del 11 de octubre de 2002

Jesús:
        Llamada a ser la luz (cfr. Mt 5, 14), la luz que alumbre a sus hermanos: escucha, escúchame.
        Como golpea un fuerte viento sobre vuestras ventanas. Así estoy Yo, así el Espíritu Santo, queriendo pasar en medio de vosotros, queriendo soplar sobre esta generación (nota de Marga: Humanidad), para revivirla, para soplar sobre sus huesos de muerte y volverlos a la vida, para darle alas a este cuerpo mortal que se arrastra bajo el barro sin poder volar ni buscar metas más altas: el Amor para el que ha nacido, para el que ha sido creado.
        ¡Vive! ¡Vive! ¡Por mi Espíritu! Mi Espíritu os hará revivir, oh generación, que os revolcáis bajo el barro y os ahogáis, ahogáis vuestra alma inmortal bajo el peso de vuestro cuerpo mortal y corruptible, lleno de corrupción. Esposa de corrupción llena (nota de marga: La Humanidad): ¡Vive!, ¡vive por Mí!, ¡oh, amada humanidad!
        Vuestro nombre completo es: «Generación actual perversa, que nada entre el pecado, sin querer volver los ojos a Dios, el Creador de todo, y que ha renegado de su Nombre y de la fe el Él, en el Espíritu de la Promesa»
        Largo nombre lleno de Dolor (nota de marga: Que al pronunciarlo le hace sufrir a Dios. Vida humana que le causa dolor), que Yo reduzco en «generación», o «humanidad actual».
¡Oh generación, amada grandemente por Mí!, ¡vuélvete!, ¡vuelve tus ojos a Mí! El Creador de todo pide hoy, ante ti, tu consuelo, tu consuelo y amor.
        Porque mira, niño, que hieres profundamente mi Herida con tu apostasía y herejía constante, con tu renegar y tu odio a Dios continuo, con tu no-quererte-convertir. Pese a mis Llamadas, ¡que mira cómo las multiplico por ti!
        Odio, odio constante a Dios, blasfemias, pecados, negrura, sufrimiento constante... por no querer volver tus ojos a Dios, hijo, que nadas en el pecado. ¡Ven!, ¡ven a tu Padre! ¡Ven a Mí!
        Mira hoy al Espíritu Santo llamando a tu puerta, pegando en tu ventana. ¡Ábrele! ¡Ábrele de par en par! Y deja que entre a inundar tu vida, tu vida muerta, de paz y de amor, de vida y de perdón, de caridad, de mansedumbre, de armonía, de belleza. ¡Ábrele! Y cierra a todo ocio y corrupción, pecado, omisión, desgracia, cierra a eso, oh hijo, hoy tu puerta con tu voluntad cierta, fuerte, recia. ¡Cierra!, y ábrete sólo a Mí.
        Verás, verás qué cambio de vida, hijo, niño pequeño, vas a experimentar, porque Yo, tu Padre, vendré, y con mis propias Manos, Manos de Dios, voy a venir y bajar a limpiarte maternal y cuidadosamente de toda la costra del pecado, y voy a dejar tu alma y tu cuerpo limpio y blanco como la nieve (cfr. Sal 51, 9; Is 1, 18). Donde toda inmundicia desaparecerá, donde toda criatura recobrará su esplendor inicial, el que tenían antes de que el Dueño del mundo se abalanzara sobre ellas quitándoles todo lo santo y puro y poniéndolas a sus servicios.
        Pero mira, hijo, que si tú quieres, esto tendrá lugar, lo podré hacer en ti. Tan sólo ponte en mis Manos, animalito pobre que ya no conservas ni tu apariencia de hombre. ¡Ven!, ¡ven a revivir Conmigo!
        ¿Sabes la belleza de los hijos de Dios?, ¿la has visto? Mira que Yo te voy a hacer más bello que ningún hijo de hombre que pudieras ver. Tu belleza será sin igual. Si vienes hoy a Mí, y, con tu voluntad, te arrepientes de todos tus pecados y lavas tu alma en mi Sangre redentora, para que mi Santo Espíritu te dé la vida.
        Tú que escuchas esto: ¡Ven!, ¡ven hoy a Mí! Hoy, que oyes mi Mandato. Hoy, que escuchas mi Llamada: ¡VEN!, no lo dejes más.
        «El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!» (cfr. Ap 22, 17).
        ¡Ven, oh generación, a reunirte Conmigo!
        ¡Ven, oh Espíritu Santo, a renovar a tu Pueblo!
        ¡Ven, Esposa Santa a vestirte como la Virgen encinta, que dará lugar a la Nueva Humanidad!
        ¡Ven! ¡Oh, ven! (nota de Marga: Ahora que acaba de hablar el Señor, me ha parecido como que le acompañaba una orquesta celestial, o que sus Palabras eran como una hermosa pieza musical, con su apoteosis final: Termina ese “Oh, ven!”, como se termina una composición musical. Y se acaba de súbito todo).  

Mensaje del 13 de octubre de 2002

Virgen:
        A veces, cuando leéis los Mensajes, pensáis que se trata de un tiempo lejano. No lo es. Si fuera para un tiempo lejano, no os lo estaría manifestando Yo. La urgencia es de conversión. ¡Conviértete, hijo!, ¡conviértete!
        Me preguntas (nota de Marga: “Y te preguntan”, fue una pregunta que me hicieron): «¿Qué quiere decir: «¡Venid a Mí!, ¡venid a Mí!... ¡pero a dónde!, ¿a dónde hay que dar los pasos?».
        Los pasos son de conversión. Tanto tiempo en mis filas y todavía te preguntas: «¿A dónde debo ir?, ¿qué debo hacer?»
        ¡Conviértete, hijo!, ¡conviértete!
        Mira, hijo, que por mucho que leas, por mucho que sepas de lo que ha de venir, no te vendrá por ahí la conversión. Refórmate y cambia de vida. Es tu conversión la que te estoy pidiendo, no tu sabiduría del mundo: querer saber, que, al final, no conduce a nada, porque embota la inteligencia y borra el camino abierto por mi Amor.
        Hijo, deja de escudriñar y querer conocer cómo han de venir las cosas, que, al final, te lo aseguro, no será nada como tú imaginas
        Te parece gracioso que tu Madre se digne a bajarse ante ti y a hablarte. No te rías. Quizá sea la última. Yo no te voy a advertir más.
        Hija, ¡hijo!, escúchame a Mí. No escuches otras voces, ellas no te conducen por el Camino Verdadero. Escucha. ¡Escúchame a Mí!
        A los que esperáis tanto para dar el paso, esperando el momento en que empiece todo para verlo más claro, os digo: Es ese momento: ¿quién os asegura la vuelta a Mí? Yo os digo que el miedo os embotará tanto que no os dará capacidad de reacción.
        Por eso ahora os digo: ¡Convertíos!, ¡cambiad de vida! ¡Dad los frutos de conversión (cfr. Mt 3, 8; Lc 3, 8; Hch 26, 20) que Yo espero de vosotros y os estoy pidiendo!
        ¡Rezad!, ¡ayunad!, ¡salvaos y salvad! Y hacedlo ahora. De verdad os digo que después no habrá tiempo, no os será dado el tiempo.
        Aprovecha, hijo mío, aprovechad. No sabes si mañana, a esta hora, te será pedida la vida (cfr. Lc 12, 20). Aprovecha cada día como si fuera el último de tu existencia.
        Hija, si Yo creyera que esto no sirve para nada, no os lo estaría diciendo. Yo tengo confianza en vosotros, sé que al final, os vais a convertir. ¡Convertíos! ¡Y venid a Mí, hijos! (nota de Marga: Abrió los brazos, está como en un lugar alto para que la veamos, majestuosa).
        ¡Yo Soy vuestra Madre! ¡Yo os amo! ¡Yo os digo todo esto para vuestra salvación!
        ¡Venid, oh hijos, hoy a Mí! Quizá mañana no habrá tiempo. Luego, no os será dado más tiempo de conversión. Este es el tiempo, este es el tiempo, este es el tiempo de vuestra conversión. Amén.

sábado, 20 de diciembre de 2014

María, recogida en oración

Mañana, Cuarto Domingo de Adviento, leeremos en el Evangelio de la Misa el texto de San Lucas sobre la Anunciación de la Virgen (cfr. Lc 1, 26-28).


San Josemaría Escrivá de Balaguer, en Santo Rosario, comienza así el comentario al Primer Misterio Gozoso: “No olvides amigo mío, que somos niños. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración. Tú eres en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino... -Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena".

María es la “Señora del dulce nombre” y está “recogida en oración”. El Adviento es un tiempo en el que podemos imitar a la Virgen y, nosotros también, recogernos en oración.

Ese “recogimiento interior” no impide a la Virgen viajar lejos de su casa para visitar a su prima Isabel —como consideramos en el Segundo Misterio Gozoso, un misterio del tiempo de Adviento también— y estar con ella tres meses sirviendo y ayudando con una caridad activa y diligente.

El Beato Álvaro del Portillo, en una carta que escribía en mayo de 1991, decía que había hecho un propósito: “Buscar el recogimiento interior, siempre necesario para escuchar al Espíritu Santo en medio del quehacer diario”.

¿Qué es ese recogimiento interior que buscan los santos? ¿Por qué es tan importante en la vida cristiana?

A continuación transcribimos algunos párrafos de un escrito en el que Romano Guardini, habla sobre el recogimiento (cfr. R. Guardini, Introducción a la vida de oración, San Pablo, Buenos Aires 1976). Las negritas son nuestras.

«Recogimiento significa, en primer lugar, que el hombre se sosiega y se asienta. Por lo general se encuentra el hombre arrastrado por la multitud de las cosas y acontecimientos, excitado por impresiones agradables o desagradables, oprimido por el deseo y el temor, la inquietud y la pasión. Constantemente se esfuerza por alcanzar o evitar algo, adquirir o rechazar algo, construir o destruir algo. El hombre quiere siempre algo y querer significa estar en camino» (p. 27). El hombre moderno es un «ser desasosegado, incapaz de fijarse en un punto o de profundizar en algo» (p. 27). Es un «consumidor insaciable de personas, cosas, pensamientos y palabras, quedando siempre insatisfecho, por haber perdido en gran parte la conexión con su centro y raíz vitales y estar entregado al azar, a pesar de todo su saber y poder. Este hombre debe orar, pero ¿puede orar? Ciertamente; pero solamente si se libera de su desasosiego y se asienta» (p. 27).

«El hombre, por lo tanto, debe evitar el vagabundeo del deseo y centrarse durante un tiempo determinado solamente en aquello, que es lo únicamente importante» (p. 27).

«El hombre se siente molesto en la exigente quietud de la oración y escapa de ella. El hombre escapa siempre del “aquí”, al que es llamado” y en donde únicamente está su “puesto” (p. 28-29).

«Si este hombre quiere orar, debe apartarse de todo y hacerse “presente” ante Dios» (p. 29).

La palabra recogimiento etimológicamente quiere decir “aunarse”, alcanzar la “unidad interior”. «Una mirada a nuestra vida muestra su poca unidad. Deberíamos tener un núcleo vital, que dominase la diversidad de nuestra vida, un centro vital del que partiesen y al que convergiesen todas nuestras actividades; un principio ordenador que distinguiese lo importante y lo no importante, los medios y el fin… ¡Qué falta nos hace todo esto a nosotros los hombres modernos, muy inferiores en este punto a los hombres de otros tiempos, mucho más profundos y mucho más claramente ordenados interiormente!» (p. 29).

«En oposición a esta “dispersión”, la palabra “recogimiento” indica de modo intuitivo que el hombre ha “recogido” —¡en penoso trabajo!— los pensamientos, por doquier esparcidos, y ha preparado así, para la oración, un estado de espíritu “unificado”; un estado de espíritu desde el que —como Samuel cuando fue llamado— pueda decir: “Aquí estoy”» (p. 30).

La inquietud hacia la exterioridad y la apatía interior se corresponden mutuamente. Las personas de violentas pasiones suelen tener un corazón insensible. «En la persona sin recogimiento la apatía y el vacío interior están en la base de su inquietud exterior y le confieren su carácter específico. Por  el contrario el hombre, que es capaz de recogerse, alcanzar el silencio interior y penetrar en la profundidad de su espíritu, está interiormente despierto. El estado de paz interior y de “alerta” espiritual se corresponden, se implican y se determinan mutuamente» (p. 31).

«Por lo tanto, quien se recoge, se hace presente a sí mismo en la intimidad del espíritu y supera también la opresión y las cavilaciones interiores; se eleva, se hace más ligero, más libre, más diáfano; aviva su atención interior y se entrega de modo personal y viviente a los objetos exteriores; esclarece los ojos del espíritu para mirar recta y claramente; aviva su prontitud interior y posibilita así el auténtico encuentro con las coas, con las  personas y con Dios» (p. 31).

«Todo depende del recogimiento. Ningún esfuerzo, que se haga en este punto, es exagerado. Incluso si en ello empleásemos todo el tiempo destinado a la oración, habría que darlo por bien empleado, pues en último término el recogimiento es ya en sí mismo oración» (p. 33).

Transcribimos también unos textos de San Efrén Sirio (Padre de la Iglesia del siglo IV), sobre la oración., que nos pueden ayudar en este Adviento, cuando ya faltan pocos días para la Navidad, a mantener nuestra disposición contemplativa. Las negritas son nuestras.

"Tanto si estás en la iglesia, como en tu casa o en el campo; tanto si apacientas las ovejas, como si construyes un edificio o te hayas en una reunión, no dejes de rezar. Allí donde puedas, ponte de rodillas; y cuando no sea esto posible, invoca a Dios en tu mente, por la tarde, por la mañana y al mediodía. Pues si antepones la oración a cualquier actividad, y cuando te levantes de la cama diriges a Dios tus primeros pensamientos, entonces el pecado no tendrá poder sobre ti". "(...) ¿Veis, hermanos, cuán grande es el valor de la oración? No hay en toda la vida humana nada que sea más precioso. Nunca consintáis en separaros de ella, ni la abandonéis nunca, sino que, como dijo Nuestro Señor, recemos para que no sean vanos todos nuestros trabajos" (San Efrén Sirio, Sermones de oratione, I-II, 1-2, 4).

"(...) Y cuando hablo de oración no me refiero a la oración descuidada,  hecha  de  cualquier manera,  sino a  aquella  que se realiza poniendo empeño,  excitando la compunción y con la mente despejada: esta sí que lleva al Cielo". (...) Si se deja suelta a la mente "se desparrama y se divaga,  pero si  está completamente  concentrada y tiene presente  su gran indigencia y debilidad,  se levanta hasta lo alto con límpidas y abundantes oraciones".  "Mira que las oraciones más oídas son las que se apoyan en el propio  anonadamiento,  como  da a entender el Profeta cuando  se dirige a Dios: encontrándome abatido,  clamé y me oyó.  Así pues, templemos nuestra conciencia y humillemos nuestro espíritu (...). ¿No confías en nada? Esa es la  gran confianza: no confiar en uno mismo, mientras que confiar en uno mismo es  abrir la  puerta  a la  perdición"  (San Efrén Sirio, Sermones de oratione, I-II, 1-2, 4).

"(...) Así pues, te ruego, exhorto y suplico que abras tu corazón a Dios asiduamente (...), que muestres a Dios tu conciencia: enséñale tus heridas y pídele remedio. Preséntaselas a Él, que no regaña sino que cura (...), háblale y saldrás ganando: expón tus miserias y así quedarás limpio de todos tus delitos...". "Pero insisto, no me refiero a la oración que consiste sólo en mover los labios, sino a la que procede del fondo del alma". Han de ser nuestras oraciones nacidas y enraizadas en lo íntimo del alma, como las raíces del árbol se aferran en el hondón de la tierra. "Por lo que dijo el Profeta: desde lo hondo a ti clamé Señor (Ps 129,1)" (San Efrén Sirio, Sermones de oratione, I-II, 1-2, 4). 

sábado, 13 de diciembre de 2014

La Virgen María en el Adviento

En esta semana hemos celebrado don Solemnidades de Nuestra Madre: la Inmaculada Concepción de María (8 de diciembre) y Nuestra Señora de Guadalupe (12 de diciembre). Hoy es sábado, día de la Virgen, y estamos en Adviento, un Tiempo eminentemente mariano.


A la espera de la Venida del Señor, acudimos a María, para que nos enseñe a prepararla como Ella lo hizo y lo sigue haciendo: con su humildad, su recogimiento, su escucha de la Palabra, su lucha decidida y permanente contra el pecado, su delicadeza de amor y su pureza de alma.

María está siempre muy cercana a cada uno, como se puede ver en sus palabras dirigidas a Juan Diego, el 9 de diciembre de 1531, en el Cerro del Tepeyac: «Yo soy la Siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, y mi deseo es que se me levante un templo en este sitio, donde como Madre piadosa tuya y de tus semejantes, mostraré mi clemencia amorosa y la compasión que tengo de los naturales y de aquellos que me aman y me buscan, y de todos los que solicitaren mi amparo y me llamaren en sus trabajos y aflicciones, y dónde oiré sus lágrimas y ruegos para darles consuelo y alivio» (relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, según el Nican Mopohua).  

María nos puede enseñar cómo esperar a Cristo en este Adviento. Ella es como un “cáliz de deseos”. Así la llamaban los Padres de la Iglesia. Orar no es más que transformarse en “deseo inflamado del Señor”. En María la vida se hace oración y la oración vida.

La esperanza cristiana se expresa en nuestros deseos de Bien, de Santidad, de Verdad y de Amor. Es lógico que en este tiempo tratemos de “fomentar los buenos deseos” de nuestro corazón.

Podemos decirle al Señor: “cómo me gustaría amarte más”; “cómo me gustaría poder ver tu Rostro, pronto”; “cómo me gustaría que vinieras a purificar la tierra y a transformarla”; “cómo me gustaría que nos salvaras a todos los pecadores”….

Para poder “fomentar nuestros deseos de Amor” es imprescindible la oración en silencio, el recogimiento y la paz interior.

Hace años, el Cardenal Ratzinger decía: “En nuestro mundo occidental nos atenemos únicamente al principio del varón: hacer, producir, planificar el mundo... sin deber nada a nadie, confiando tan sólo en los propios recursos... María, como madre de Jesús, puede significar algo enteramente indispensable para la teología y para la fe.

Debemos liberarnos de esa visión unilateral propia del activismo de Occidente, para que la Iglesia no se vea rebajada a la categoría de mero producto de nuestro hacer y de nuestra capacidad organizativa. La Iglesia no es obra de nuestras manos, sino semilla viviente que quiere desarrollarse y alcanzar su madurez. Por esta razón, tiene necesidad del misterio mariano; más aún, ella misma es misterio de María. Únicamente será fecunda si se somete a este signo, es decir, si se hace tierra santa para la palabra. Hemos de aceptar el símbolo de la tierra fértil; tenemos que hacernos de nuevo hombres que esperan, recogidos en lo más íntimo de su ser; personas que en la profundidad de la oración, del anhelo y de la fe, dejan que tenga lugar el crecimiento" (Cfr. J. Ratzinger, El Camino pascual, p. 35 y 36).

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A continuación, transcribimos la homilía de Benedicto XVI, el 8 de diciembre de 2012, frente a la columna de la Inmaculada en la Piazza de Spagna.

“Queridos hermanos y hermanas: En el corazón de las ciudades cristianas María constituye una presencia dulce y tranquilizadora. Con su estilo discreto da paz y esperanza a todos en los momentos alegres y tristes de la existencia. En las iglesias, en las capillas, en las paredes de los edificios: un cuadro, un mosaico, una estatua recuerda la presencia de la Madre que vela constantemente por sus hijos. También aquí, en la plaza de España, María está en lo alto, como velando por Roma.

¿Qué dice María a la ciudad? ¿Qué recuerda a todos con su presencia? Recuerda que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20), como escribe el apóstol san Pablo. Ella es la Madre Inmaculada que repite también a los hombres de nuestro tiempo: no tengáis miedo, Jesús ha vencido el mal; lo ha vencido de raíz, liberándonos de su dominio.

¡Cuánto necesitamos esta hermosa noticia! Cada día los periódicos, la televisión y la radio nos cuentan el mal, lo repiten, lo amplifican, acostumbrándonos a las cosas más horribles, haciéndonos insensibles y, de alguna manera, intoxicándonos, porque lo negativo no se elimina del todo y se acumula día a día. El corazón se endurece y los pensamientos se hacen sombríos. Por esto la ciudad necesita a María, que con su presencia nos habla de Dios, nos recuerda la victoria de la gracia sobre el pecado, y nos lleva a esperar incluso en las situaciones humanamente más difíciles.

En la ciudad viven –o sobreviven– personas invisibles, que de vez en cuando saltan a la primera página de los periódicos o a la televisión, y se las explota hasta el extremo mientras la noticia y la imagen atraen la atención. Se trata de un mecanismo perverso, al que lamentablemente cuesta resistir. La ciudad primero esconde y luego expone al público. Sin piedad, o con una falsa piedad. En cambio, todo hombre alberga el deseo de ser acogido como persona y considerado una realidad sagrada, porque toda historia humana es una historia sagrada, y requiere el máximo respeto.

La ciudad, queridos hermanos y hermanas, somos todos nosotros. Cada uno contribuye a su vida y a su clima moral, para el bien o para el mal. Por el corazón de cada uno de nosotros pasa la frontera entre el bien y el mal, y nadie debe sentirse con derecho de juzgar a los demás; más bien, cada uno debe sentir el deber de mejorarse a sí mismo. Los medios de comunicación tienden a hacernos sentir siempre “espectadores”, como si el mal concerniera solamente a los demás, y ciertas cosas nunca pudieran sucedernos a nosotros. En cambio, somos todos “actores” y, tanto en el mal como en el bien, nuestro comportamiento influye en los demás.

Con frecuencia nos quejamos de la contaminación del aire, que en algunos lugares de la ciudad es irrespirable. Es verdad: se requiere el compromiso de todos para hacer que la ciudad esté más limpia. Sin embargo, hay otra contaminación, menos fácil de percibir con los sentidos, pero igualmente peligrosa. Es la contaminación del espíritu; es la que hace nuestros rostros menos sonrientes, más sombríos, la que nos lleva a no saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la cara… La ciudad está hecha de rostros, pero lamentablemente las dinámicas colectivas pueden hacernos perder la percepción de su profundidad. Vemos sólo la superficie de todo. Las personas se convierten en cuerpos, y estos cuerpos pierden su alma, se convierten en cosas, en objetos sin rostro, intercambiables y consumibles.

María Inmaculada nos ayuda a redescubrir y defender la profundidad de las personas, porque en ella la transparencia del alma en el cuerpo es perfecta. Es la pureza en persona, en el sentido de que en ella espíritu, alma y cuerpo son plenamente coherentes entre sí y con la voluntad de Dios. La Virgen nos enseña a abrirnos a la acción de Dios, para mirar a los demás como él los mira: partiendo del corazón. A mirarlos con misericordia, con amor, con ternura infinita, especialmente a los más solos, despreciados y explotados. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”.

Quiero rendir homenaje públicamente a todos los que en silencio, no con palabras sino con hechos, se esfuerzan por practicar esta ley evangélica del amor, que hace avanzar el mundo. Son numerosos, también aquí en Roma, y raramente son noticia. Hombres y mujeres de todas las edades, que han entendido que de nada sirve condenar, quejarse o recriminar, sino que vale más responder al mal con el bien. Esto cambia las cosas; o mejor, cambia a las personas y, por consiguiente, mejora la sociedad.

Queridos amigos romanos, y todos los que vivís en esta ciudad, mientras estamos atareados en nuestras actividades cotidianas, prestemos atención a la voz de María. Escuchemos su llamada silenciosa pero apremiante. Ella nos dice a cada uno que donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia, precisamente a partir de tu corazón y de tu vida. La ciudad será más hermosa, más cristiana y más humana.

Gracias, Madre santa, por este mensaje de esperanza. Gracias por tu silenciosa pero elocuente presencia en el corazón de nuestra ciudad. ¡Virgen Inmaculada, Salus Populi Romani, ruega por nosotros!”.

sábado, 6 de diciembre de 2014

El Adviento y la espera del Retorno del Señor

El Adviento se divide en dos partes. Los primeros días, la liturgia de la Palabra nos presenta temas relacionados con el Fin de los tiempos y la Segunda Venida de Cristo. A partir del día 17, las lecturas y oraciones se dirigen, más bien, a prepararnos para la venida espiritual de Jesús a nuestras almas, recordando su Primera Venida al mundo.


Jesús no tardará en regresar a la tierra. No sabemos el día y la hora, pero sí podemos observar los signos que Él mismo nos dejó, y también los escritores sagrados.

¿Cuál ha de ser nuestra disposición ante el Retorno del Señor?

Benedicto XVI, en su catequesis del 12 de noviembre del año 2008, nos sugería fomentar tres actitudes ante las realidades últimas. Meditémoslas despacio, en estas próximas semanas del Adviento (las negritas son nuestras).

Primera actitud

La primera actitud es la certeza de que Jesús ha resucitado, está con el Padre, y por eso está con nosotros, para siempre. Y nadie es más fuerte que Cristo, porque Él está con el Padre, está con nosotros. Por eso estamos seguros, liberados del miedo. Este era un efecto esencial de la predicación cristiana. El miedo a los espíritus, a los dioses, estaba difundido en todo el mundo antiguo. Y también hoy los misioneros, junto con tantos elementos buenos de las religiones naturales, encuentran el miedo a los espíritus, a los poderes nefastos que nos amenazan. Cristo vive, ha vencido a la muerte y ha vencido a todos estos poderes. Con esta certeza, con esta libertad, con esta alegría vivimos. Este es el primer aspecto de nuestro vivir hacia el futuro.

Segunda actitud

En segundo lugar, la certeza de que Cristo está conmigo. Y de que en Cristo el mundo futuro ya ha comenzado, esto da también certeza de la esperanza. El futuro no es una oscuridad en la que nadie se orienta. No es así. Sin Cristo, también hoy para el mundo el futuro está oscuro, hay miedo al futuro, mucho miedo al futuro. El cristiano sabe que la luz de Cristo es más fuerte y por eso vive en una esperanza que no es vaga, en una esperanza que da certeza y valor para afrontar el futuro.

Tercera actitud

Finalmente, la tercera actitud. El Juez que vuelve -es juez y salvador a la vez- nos ha dejado la tarea de vivir en este mundo según su modo de vivir. Nos ha entregado sus talentos. Por eso nuestra tercera actitud es: responsabilidad hacia el mundo, hacia los hermanos ante Cristo, y al mismo tiempo también certeza de su misericordia. Ambas cosas son importantes. No vivimos como si el bien y el mal fueran iguales, porque Dios solo puede ser misericordioso. Esto sería un engaño. En realidad, vivimos en una gran responsabilidad. Tenemos los talentos, tenemos que trabajar para que este mundo se abra a Cristo, sea renovado. Pero incluso trabajando y sabiendo en nuestra responsabilidad que Dios es el juez verdadero, estamos seguros también de que este juez es bueno, conocemos su rostro, el rostro de Cristo resucitado, de Cristo crucificado por nosotros. Por eso podemos estar seguros de su bondad y seguir adelante con gran valor.

Un dato ulterior de la enseñanza paulina sobre la escatología es el de la universalidad de la llamada a la fe, que reúne a judíos y gentiles, es decir, a los paganos, como signo y anticipación de la realidad futura, por lo que podemos decir que estamos sentados ya en el cielo con Jesucristo, pero para mostrar a los siglos futuros la riqueza de la gracia (cfr. Ef 2, 6s): el después se convierte en un antes para hacer evidente el estado de realización incipiente en que vivimos. Esto hace tolerables los sufrimientos del momento presente, que no son comparables a la gloria futura (cfr. Rm 8,18). Se camina en la fe y no en la visión, y aunque fuese preferible exiliarse del cuerpo y habitar con el Señor, lo que cuenta en definitiva, morando en el cuerpo o saliendo de él, es ser agradable a Dios (cfr 2 Cor 5,7-9).

Finalmente, un último punto que quizás parece un poco difícil para nosotros. San Pablo en la conclusión de su segunda Carta a los Corintios repite y pone en boca también a los Corintios una oración nacida en las primeras comunidades cristianas del área de Palestina: Maranà, thà! que literalmente significa "Señor nuestro, ¡ven!" (16,22). Era la oración de la primera comunidad cristiana, y también el último libro del Nuevo testamento, el Apocalipsis, se cierra con esta oración: "¡Señor, ven!". ¿Podemos rezar también nosotros así? Me parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente para que perezca este mundo, para que venga la nueva Jerusalén, para que venga el juicio último y el juez, Cristo. Creo que si no nos atrevemos a rezar sinceramente así por muchos motivos, sin embargo de una forma justa y correcta podemos también decir con los primeros cristianos: "¡Ven, Señor Jesús!". Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte, queremos que termine este mundo injusto. También nosotros queremos que el mundo sea profundamente cambiado, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto: ¿y cómo podría suceder sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará realmente un mundo justo y renovado. Y aunque de otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu mundo, en la forma que tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados, en Darfur y en Kivu del norte, en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre esos ricos que te han olvidado, que viven solo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu mundo y renueva el mundo de hoy. Ven también a nuestros corazones, ven y renueva nuestra vida, ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia suya. En este sentido rezamos con san Pablo: ¿Maranà, thà! "¡Ven, Señor Jesús"!, y rezamos para que Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve”.

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El 21 de diciembre de 2008, Benedicto XVI se dirigía a los cardenales de la Curia Vaticana con las siguientes palabras, sobre la parusía:

“De la vuelta definitiva de Cristo, en su parusía, se nos ha dicho que no vendrá él solo, sino juntamente con todos sus santos. Así, cada santo que entra en la historia constituye ya una pequeña porción de la vuelta de Cristo, de su nuevo ingreso en el tiempo, que nos muestra la imagen de un modo nuevo y nos da la seguridad de su presencia. Jesucristo no pertenece al pasado y no está confinado a un futuro lejano, cuya llegada no tenemos ni siquiera la valentía de pedir. Él llega con una gran procesión de santos. Juntamente con sus santos ya está siempre en camino hacia nosotros, hacia nuestro hoy”.